La mañana del 12, previo acuerdo con Harold Robbins, tomó el Buick y se dirigió a Coyoacán. Como uno de los autos de la casa había sufrido varios golpes cuando los asaltantes mexicanos huyeron en ellos, Jacques había decidido dejarles el suyo el tiempo que él estuviera en Nueva York, para que pudieran utilizarlo si se presentaba cualquier emergencia. Con su valija en el maletero, pasó por las oficinas del campo, entregó sus llaves y pagó por adelantado el resto de junio. A un par de kilómetros del campo, se desvió por un camino de tierra que había recorrido en otras ocasiones, y entre unas piedras porosas dispuestas a un lado del sendero ocultó el piolet.
Tal como habían acordado, Jack Cooper lo esperaba para acompañarlo al aeropuerto y volver a Coyoacán con el Buick. Todos los guardias, con excepción de Hansen, en ese momento destinado a la torre principal, salieron a la calle para despedirse: Jacson esperaba volver cuanto antes, pues todo parecía indicar que, gracias a la guerra, el señor Lubeck tenía entre manos unos prometedores negocios en el país. Esa noche, cuando comenzaba a oscurecer, el avión en que viajaba el canadiense Frank Jacson tomó pista en Nueva York.
Ramón no recordaba la última vez que un reencuentro con Caridad le provocara alegría. Su madre, vestida con la elegancia que correspondía a la señora Roberts, lo recibió con el beso inquietante de siempre y Ramón supo que había estado tomando algún coñac. Roberts los esperaba a las nueve en un restaurante de Manhattan, muy cerca de Central Park, dijo Caridad y de inmediato le anunció que todo estaba a punto de ponerse en marcha.
– Tengo miedo, Ramón -dijo la mujer, refugiándose en el catalán que, difícilmente, podría entender el taxista con pinta de irlandés.
– ¿Miedo de qué, Caridad?
– Miedo por ti.
– ¿Cuántas probabilidades cree Tom que tengo de salir?
– Él te dirá que el ochenta por ciento. Pero Tom sabe que apenas tienes el treinta por ciento. Te querrá convencer de lo contrario, pero a mí no puede engañarme. Te van a matar…
– ¿Y ahora caes en la cuenta de eso?
Ramón pensó en las palabras de su madre. Sabía que era tan capaz de decirle la verdad como de mentirle para hacerlo desistir y, a su extraña manera, protegerlo y controlarlo. Pero si ella misma lo había empujado en aquella dirección, ¿por qué intentaba disuadirlo ahora, cuando sabía que el retroceso era ya imposible? Ramón se convenció de que nunca entendería cabalmente las paradojas de su madre.
– Yo sé que conseguiré salir -dijo Ramón-. He estado allí y podré salir si tengo apoyo. Preocúpate por garantizarme eso, lo demás déjamelo a mí.
– No podría soportar que te mataran -dijo entonces Caridad y desvió la vista hacia las vidrieras iluminadas de la Quinta Avenida, en las que, con machacona frecuencia, se exhibían banderas norteamericanas. Aquellas banderas y los uniformados que se veían cada tanto eran los únicos signos evidentes de la guerra, tan lejana para los neoyorquinos.
– ¿De verdad alguno de nosotros te importa tanto? -quizás por la certeza de que muy pronto podía morir, Ramón se sentía mezquino y poderoso-. Nunca me lo hubiera imaginado. ¿Ya no piensas que la causa está por encima de todo, incluida la familia? ¿Estás flaqueando?…
Dejaron la maleta en el hotel de la avenida Lexington y Caridad lo invitó a caminar hasta el restaurante, apenas a siete u ocho bloques de distancia. La noche de junio era agradablemente fresca y él se colocó la gabardina en el brazo. Caridad caminaba tan cerca de él que sus hombros se rozaban con frecuencia y les hacía difícil mirarse mientras hablaban.
– A veces pienso que nunca debí meterte en esto -dijo ella.
– ¿Vas a decirme de una vez qué diantres te pasa ahora?
– Ya te lo he dicho, carajo, tengo miedo.
– ¡Quién lo iba a imaginar! -dijo Ramón con ironía y se mantuvo unos instantes en silencio.
– No seas imbécil, Ramón. Piensa un poco. ¿O no te parece raro que los mexicanos que organizaron todo ese tiroteo no pudieran matar a nadie?
Ramón pensó que aquellas palabras tenían un sentido que desde el día del asalto lo había alarmado, pero prefirió no involucrar a Caridad con sus dudas respecto a lo ocurrido aquella madrugada.
Labrasserie tenía un aire auténtico y le recordó a Ramón el local donde, dos años antes, se habían reunido con George Mink en París. Roberts lo recibió con un abrazo, como a un viejo y querido amigo. Fiel a su costumbre, indujo a Caridad y Ramón a probar los platos que consideraba más atractivos y escogió el vino, un Cháteau Lafite-Rothschild de 1936, de mucho cuerpo, con un bouquet delicado, que dejaba en el paladar un remoto sabor a violetas que le trajo a Ramón recuerdos de una vida sepultada. Roberts advirtió que durante aquella cena no se hablaría de trabajo, pero les resultó difícil evadirse del tema que los unía. Según las últimas noticias, los alemanes estaban a las puertas de París, donde coronarían el paseo de sus tanques y sus tropas por las campiñas francesas. Los soviéticos, afirmó Roberts, no se iban a quedar cruzados de brazos y se preparaban para completar el blindaje de sus fronteras con la ocupación de las repúblicas bálticas. Eso era la guerra, dijo.
A la mañana siguiente, Roberts pasó por el hotel de Frank Jacson y viajaron hasta Coney Island. El hombre prefería que Caridad no estuviese presente y Ramón se lo agradeció. Frente al mar, sobre el que volaban unas gaviotas, Roberts se abrió el cuello de la camisa y dejó que sus nalgas corrieran por la madera del banco. Parecía que el único motivo de la excursión fuera su eterna avidez por beberse el sol.
– ¿Por qué antes de irte no me llamaste ni me dijiste nada?
– Muchacho, no tienes ni idea de lo que he pasado en estos días.
El fracaso del asalto de los mexicanos los había obligado a evacuar a varias personas que participaron en la preparación del golpe, entre ellas a Griguliévich y a Felipe. Más tarde tuvo que preparar un informe detallado, enviarlo a Moscú y esperar nuevas instrucciones.
– ¿Te imaginas a Stalin muy, muy molesto? ¿Pidiendo sangre, corazones, cabezas y cojones, incluidos los tuyos, quiero decir, los míos? -dijo y bajó la mano hasta las entrepiernas, como para comprobar que sus testículos aún estaban allí-. Tenía que convencerlo de que el fracaso no había sido culpa nuestra y de que, en cualquier caso, el revuelo político no nos perjudica.
– ¿Y por qué fallaron esos imbéciles?
Roberts apartó la mirada del sol y enfocó a Ramón.
– Porque son unos tontos y además unos cobardes. Lo hicieron todo con miedo. Se emborracharon antes de entrar en la casa. Se creyeron que aquello era una película de charros y que se resolvía con muchos tiros. Felipe trató de poner orden, pero él solo no podía con todos aquellos animales ebrios y asustados. Fue un desastre. Ni siquiera pudieron quemar los papeles del viejo. El que se suponía que dirigía la acción a última hora dijo que los esperaba fuera, y el que tenía la orden de entrar en la casa y rematar al Pato fue de los primeros en salir corriendo cuando oyó que encendían el motor de un auto. Cuando Felipe quiso encargarse, por poco lo matan ellos mismos. Cruzaron el fuego y nadie se pudo acercar a la casa.
– ¿Y Sheldon?
– Hizo su parte, no tiene culpa por el fallo de los otros… Vamos a sacarlo de México en cuanto sea posible. Es el único que sabe más cosas de la cuenta y no podemos arriesgarnos a que la policía le eche el guante. -Roberts hizo un largo silencio. Encendió un cigarrillo-. Ahora te toca a ti, Ramón. Si no lo consigues, ni tú ni yo vamos a encontrar un puto lugar en el mundo donde escondernos. ¿Puedo confiar en ti?
Ramón recordó su conversación de la noche anterior con Caridad y el sentimiento de superioridad que lo acompañó todo el tiempo.