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La belleza del mes de abril en Prínkipo apenas lo rozó mientras, seguido porMaya, descendía la duna que moría en la costa. ¿Qué angustias podían atenazar al cerebro de un hombre sensible y expansivo como Maiakovski para que hubiera renunciado voluntariamente al perfume de un estofado, a la magia de un atardecer, a la visión del encanto femenino y se encerrara en el mutismo irreversible de la muerte?, se preguntó y avanzó por la orilla para observar la elegante carrera de su perra, un regalo de la naturaleza que también le pareció ofensivamente armónico.

Tres años atrás, cuando estaban a punto de expulsarlo de Moscú y su buen amigo Yoffe se había pegado un tiro, buscando que su acto provocara una conmoción capaz de mover las conciencias del Partido e impidiera la catastrófica defenestración de Liev Davídovich y sus cama-radas, él había pensado que el dramatismo del hecho tenía un sentido en la lucha política, aun cuando no compartiera semejante salida. Pero la noticia recién leída lo había sacudido por la magnitud de la castración mental que encerraba su mensaje. ¿Qué alturas habían alcanzado la mediocridad y la perversión para que el poeta Vladimir Maiakovski, precisamente Maiakovski, decidiera evadirse de sus tentáculos quitándose la vida? La mierda petrificada del presente de la que se espantaba el poeta en sus últimos versos, ¿se había desbordado hasta empujarlo al suicidio? La nota oficial pergeñada en Moscú no podía ser más ofensiva con la memoria del artista que con más entusiasmo había luchado por un arte nuevo y revolucionario, el que con más fervor entregara al espíritu de una sociedad inédita su poesía cargada de gritos, caos, armonías rotas y consignas triunfales, el que más se empeñó en resistir, en soportar las sospechas y presiones con que la burocracia asediara a la inteligencia soviética. La nota hablaba de una «decadente sensación de fracaso personal», y como en la retórica implantada en el país la palabra decadencia se aplicaba al arte, la sociedad, la vida burguesas, al hacer «personal» el fracaso, estaban reafirmando con calculada mezquindad aquella condición individual que solo podía existir en el artista burgués que, solían decir, todo creador siempre arrastraba, como el pecado original, por más revolucionario que se proclamase. La muerte del escritor, aclaraban, nada tenía que ver con «sus actividades sociales y literarias», como si fuera posible desligar a Maiakovski de acciones que eran, ni más ni menos, su respiración.

Algo demasiado maligno y repelente tenía que haberse desatado en la sociedad soviética si sus más fervientes cantores comenzaban a dispararse balazos en el corazón, asqueados ante la náusea que les provocaba la mierda petrificada de su presente. Aquel suicidio era, bien lo sabía Liev Davídovich, una dramática confirmación de que habían comenzado tiempos más turbulentos, de que los últimos rescoldos del matrimonio de conveniencia entre la Revolución y el arte se habían apagado, con el previsible sacrificio del arte: tiempos en los que un hombre como Maiakovski, disciplinado hasta la autoaniquilación, podía sentir en su nuca el desprecio de los amos del poder, para quienes poetas y poesía eran aberraciones de las cuales, si acaso, se podían valer para reafirmar su preeminencia, y de las que se prescindía cuando no se las necesitaba.

Liev Davídovich recordó que varios años atrás había escrito que a Tolstói la historia lo había vencido, pero sin quebrarlo. Hasta sus últimos días aquel genio había sabido guardar el don precioso de la indignación moral y por eso lanzaba contra la autocracia su grito de «¡No puedo callarme!». Pero Maiakovski, obligándose a ser un creyente, se había callado y por eso terminó quebrado. Le faltó valor para irse al exilio cuando otros los hicieron; para dejar de escribir cuando otros partieron sus plumas. Se empeñó en ofrecer su poesía a la participación política y sacrificó su Arte y su propio espíritu con ese gesto: se esforzó tanto por ser un militante ejemplar que tuvo que suicidarse para volver a ser poeta… El silencio de Maiakovski presagiaba otros silencios tanto o más dolorosos que, con toda seguridad, se sucederían en el futuro: la intolerancia política que invadía a la sociedad no descansaría hasta asfixiarla. Como sofocaron al poeta, como tratan de ahogarme a mí, escribiría el exiliado, varado junto al opresivo Mar de Mármara que lo rodeaba hacía ya un año.

Hasta el fin de sus días Liev Davídovich recordaría sus primeras semanas de exilio turco como un tránsito ciego a lo largo del cual tuvo que desplazarse tanteando paredes en movimiento constante. Lo primero que lo asombró fue que los agentes de la GPU encargados de vigilar su deportación, además de entregarle mil quinientos dólares que decían adeudarle por su trabajo, mantuvieran un trato amable hacia él a pesar de que, cruzadas las aguas turcas, él había enviado un mensaje al presidente Kemal Paschá Atatürk advirtiéndole que se asentaba en Turquía únicamente porque lo obligaban. Después fueron los diplomáticos de la legación soviética en Estambul quienes le dispensaron cobijo y una cordialidad que solo hubieran prodigado a un huésped de primera categoría enviado por su gobierno. Por ello, ante tanta amabilidad fingida, no se extrañó cuando los diarios europeos, alentados por los rumores propalados por los ubicuos hombres de Moscú, especularon con la idea de que tal vez Trotski había sido enviado a Turquía por Stalin para fomentar la revolución en Oriente Próximo.

Convencido de que el silencio y la pasividad podían ser sus peores enemigos, decidió ponerse en movimiento y, mientras insistía en la solicitud de visados en varios países (el presidente del Reichstag alemán había hablado de la disposición de su país de ofrecerle un «asilo de libertad»), redactó un texto, publicado por algunos diarios occidentales, donde clarificaba las condiciones de su destierro, denunciaba la persecución y el encarcelamiento de sus seguidores en la Unión Soviética, y calificaba a Stalin, por primera vez públicamente, de Sepulturero de la Revolución.

El cambio de actitud de diplomáticos y policías fue inmediato y curiosamente coincidente con la llegada de nuevas negativas de Noruega y Austria a acogerlo, y con la noticia de lo que ocurría en Berlín, donde Ernst Thälmann y los comunistas fieles a Moscú habían comenzado a gritar contra la posible acogida del renegado. Expulsados sin miramientos del consulado soviético y despojados de toda protección, los Trotski tuvieron que alojarse en un pequeño hotel de Estambul, donde sus vidas quedaban expuestas a las previsibles agresiones de sus enemigos, rojos y blancos. Aun así, apenas instalados, Liev Davídovich envió a Berlín el telegrama con el cual quemaba la última nave a la que había confiado su suerte: «Interpreto silencio como una forma poco leal de negativa». Pero, no bien lo despachó, le pareció insuficiente y reforzó su postura con un último mensaje al Reichstag: «Lamento mucho que se me deniegue la posibilidad de estudiar prácticamente las ventajas del derecho democrático de asilo».

La eclosión de la primavera los había sorprendido en aquel tétrico albergue de paredes agrietadas y sucias donde se habían alojado. Aunque no tuviera la menor idea de cuáles podrían ser sus siguientes pasos, Liev Davídovich decidió aprovechar la estación y gastar su tiempo muerto en conocer el exultante Estambul. Pero ni siquiera el descubrimiento de un mundo de sutilezas que remitían a los orígenes mismos de la civilización conseguiría despertarlo del letargo pesimista en que había caído y que le hacía sentirse extraño de sí mismo: Liev Davídovich Trotski necesitaba una espada y un campo de batalla.