Unas semanas después había aceptado, sin demasiado entusiasmo, la propuesta de su mujer y su hijo de dar un paseo por el Mar de Mármara hasta las Islas Prínkipo. El pequeño archipiélago volcánico, a hora y media de la capital, había sido el refugio de príncipes otomanos destronados y el lugar donde se pensó celebrar, en 1919, una conferencia de paz para poner fin a la guerra civil rusa. Liev Davídovich aprovecharía aquel paseo para distraerse, tomar el sol y degustar las delicadas empanadas turcas conocidas comopochas y pides, a las que Natalia se había aficionado. Con ellos viajaron dos jóvenes simpatizantes trotskistas que, unos días antes, su viejo amigo Alfred Rosmer había enviado desde Francia para garantizar mínimamente su seguridad.
El pequeño vapor zarpó a las nueve de la mañana. Tocados con sombrero, ocuparon la proa de la embarcación y disfrutaron del paisaje que ofrecían las dos mitades de Estambul. La mirada de Liev Davídovich, sin embargo, trataría de ver más allá de los edificios, las iglesias puntiagudas, las mezquitas abombadas: había procurado verse a sí mismo en aquella ciudad en la que no tenía un solo amigo, un seguidor confiable. Y no se encontró. Sintió que, en ese instante preciso, comenzaba su exilio: verdadero, total, sin asideros. Fuera de la familia y unos pocos amigos que le habían reiterado su solidaridad, era un hombre abrumadoramente solo. Sus únicos aliados útiles para una lucha como la que debía iniciar (¿cómo?, ¿por dónde?) seguían recluidos en campos de trabajo, o ya habían claudicado, pero todos permanecían dentro de las fronteras de la Unión Soviética, y la relación con ellos se apagaba con la distancia, la represión y el miedo.
Siempre que evocaba aquella mañana de aspecto tan apacible, Liev Davídovich recordaría que había experimentado la urgencia de oprimir la mano de Natalia Sedova para sentir un calor humano cerca de sí, para no asfixiarse de desasosiego ante la acosadora sensación de extravío. Pero también recodaría que en ese momento se había ratificado en su decisión de que, aun solo, su deber era luchar. Si la Revolución por la que había combatido se prostituía en la dictadura de un zar vestido de bolchevique, entonces habría que arrancarla de raíz y sembrarla de nuevo, porque el mundo necesita revoluciones verdaderas. Aquella decisión, bien lo sabía, lo acercaría más a la muerte que lo acechaba desde las atalayas del Kremlin. La muerte, no obstante, solo podía considerarse como una contingencia inevitable: Liev Davídovich siempre había pensado que las vidas de uno, diez, cien, de mil hombres, pueden y hasta deben ser devoradas si el torbellino social así lo reclama para alcanzar sus fines transformadores, pues el sacrificio individual es muchas veces la leña que se quema en la pira de la revolución. Por eso le provocaba risa que ciertos periódicos insistiesen en mencionar su «tragedia personal». ¿De qué tragedia hablaban?, escribiría: en el suprahumano proceso de la revolución no cabía pensar en tragedias personales. Su tragedia, si acaso, era saber que para lanzarse a la lucha no tenía a mano correligionarios forjados en los hornos de la revolución, ni medios económicos, ni mucho menos un partido. Pero le quedaba la que siempre había sido su mejor arma: la Pluma, la misma que difundió sus ideas en las colaboraciones entregadas alIskra y que, ya en su primer destierro, lo había conducido al corazón de la lucha desde aquella noche de 1901 en que recibió el mensaje capaz de ubicar su vida de luchador en el vórtice de la historia: la Pluma había sido reclamada en la sede del Iskra, en Londres, donde lo esperaba Vladimir Ilich Uliánov, ya conocido como Lenin.
Indicándolo con la mano, Liova comentó que el pueblo de pescadores que se veía en la costa se llamaba Büyük Ada, y las palabras del joven lo devolvieron a la realidad de un islote cubierto de pinos y punteado por algunas construcciones blancas. Fue entonces cuando, tentando al destino, preguntó si podían bajar para almorzar allí: casi sin pensar agregó que le gustaba aquel lugar, pues sin duda había tranquilidad para escribir y buena pesca para probar los músculos. Natalia Sedova, que lo conocía como nadie, lo observó y sonrió: «¿Qué estás pensando, Liovnochek?»…
La mujer lo sabría solo una semana después y se sintió feliz: se iban a vivir a Büyük Ada, el más grande de los islotes del archipiélago de los príncipes desterrados.
No les había resultado difícil encontrar la casa apropiada para sus necesidades y bolsillos. Erigida sobre un pequeño promontorio, a unos doscientos metros del embarcadero, sus dos niveles parecían alcanzar más altura y poner el histórico Propontis a disposición de sus moradores. También habían valorado el hecho de que la edificación estuviese rodeada por un tupido seto que facilitaba la vigilancia, encargada a dos policías enviados por el gobierno y a unos jóvenes franceses, correligionarios de su seguidor Raymond Molinier. En realidad la villa, propiedad de un anciano bajá turco, estaba tan arruinada como su dueño, y Natalia Sedova se vio obligada a subirse las mangas para hacerla habitable. Entre todos -incluidos policías, vigilantes y hasta periodistas de paso- limpiaron, pintaron y acondicionaron los espacios con los muebles necesarios para comer, dormir y trabajar. La provisionalidad con que se acomodaron en aquel refugio se advertía en la ausencia de objetos destinados a embellecerlo; ni siquiera había un simple rosal en el jardín: «Plantar una sola semilla en la tierra sería como reconocer una derrota», había advertido Liev Davídovich a su mujer, pues aún tenía la mente puesta en los centros de la lucha a los cuales, más pronto que tarde, pensaba que lograría acceder.
A lo largo de aquel primer año de exilio, la tarea más engorrosa a la que se enfrentarían los custodios encargados de la seguridad del revolucionario había sido la de lidiar con los periodistas empeñados en arrancarle primicias, la de recibir a editores venidos de medio mundo (quienes le contrataron varios libros y abonaron generosos adelantos capaces de aliviar las tensiones económicas de la familia) y la de verificar que los seguidores y amigos que comenzaron a llegar fuesen quienes decían ser. Al margen de esas intromisiones, la vida en una isla perdida en la historia, habitada la mayor parte del año solo por pescadores y pastores, resultaba tan primitiva y lenta que cualquier presencia foránea se detectaba de inmediato. Y, aunque prisionero, Liev Davídovich se había sentido casi feliz por haber hallado aquel lugar donde jamás había circulado un auto y los traslados se hacían como veinticinco siglos atrás, a lomo de burro.
Apenas instalados, el exiliado había empezado a preparar su contraofensiva y decidió que la primera necesidad era cohesionar la oposición fuera de la Unión Soviética, aunque pronto comprobaría hasta qué punto Stalin se le había anticipado, encargándole a sus peones de la Internacional comunista la tarea de convertir a su persona y sus ideas en el espectro del mayor enemigo de la revolución. Como cabía esperar, fueron pocos los comunistas europeos que se atrevieron a asumir la herejía «trotskista», más cuando no parecía reportar ventajas prácticas y, con toda seguridad, conducir a la inmediata excomunión del Partido y hasta de las filas de los luchadores revolucionarios. No obstante, Liev Davídovich insistió, y descargó sobre los hombros de su hijo Liova la organización de un movimiento oposicionista, mientras él se dedicaba a trabajar personalmente con los seguidores más notables. El resto del tiempo lo dedicaría a la redacción de una autobiografía comenzada en Alma Ata y a reunir información para una planeadaHistoria de la revolución.
Entre los visitantes que recibió en aquellos primeros meses se contaban sus antiguos camaradas Alfred y Marguerite Rosmer, los siempre políticamente enrevesados Pierre Naville y Souvarine, y el impulsivo Raymond Molinier, que, con el mismo entusiasmo con que podría haber emprendido una excursión veraniega, había traído a rastras a su esposa Jeanne y a su hermano Henri. Pero los primeros en llegar, como cabía esperar, habían sido sus buenos amigos Maurice y Magdeleine Paz, a quienes no habían vuelto a ver desde que los Trotski fueran expulsados de Francia, en plena guerra mundial. El arribo del matrimonio, cargado de quesos franceses, trajo un soplo de alegría, envuelta en la certeza de una libertad que les permitía el lujo de recibir a viejos camaradas. Durante el año de la deportación en Alma Ata, los Paz habían sido sus representantes en París y habían viajado a Prínkipo para poner al día cuentas y deberes, y para reafirmarle su solidaridad a prueba de adversidades.