Guió en dirección al campo de turistas donde había vivido varios meses. Buscó el sendero en el que había ocultado el piolet y detuvo el auto junto a las rocas porosas. Abrió el maletero, sacó la máquina portátil y el sobre en el que guardaba la carta escrita por Tom. Se sentó a la sombra de un árbol y comenzó a leerla. Le faltaba concentración, cada palabra lo conducía a evocaciones extraviadas en su mente, le molestaba el canto de los pájaros, hasta el rumor del arroyo cercano, y por eso tuvo que volver varias veces sobre el escrito hasta sentir que, como otras mentiras, éstas también podía asumirlas, meterlas en su sangre y sacarlas a voluntad de su cerebro. A su lado se acumulaban las colillas y el estómago se le había convertido en una caldera hirviente. Por fortuna la cefalea que tanto lo enervaba no volvió a atenazarlo.
Recitó la carta de memoria y reprodujo en su mente, con sumo cuidado, la cadena de acciones que tendría ejecutar aquella tarde. El cráneo y el pelo ralo de su víctima eran el punto al cual siempre llegaba; luego, se perdía en la confusión. En realidad ya no sabía siquiera si intentaría escapar. Temía que las piernas no le respondieran y que, si lograba salir al patio, él mismo se delataría con su prisa y su turbación. Lo que más le molestaba era no poder discernir con claridad sus sentimientos, pues estaba convencido de que no sería un miedo común y corriente lo que podría paralizarlo o lanzarlo a una carrera delatora. Se trataba de un temor nuevo y más punzante, que no dejaba de crecer dentro de éclass="underline" el pavor por la certeza de haberlo perdido todo, no ya su nombre y el arbitrio sobre sus decisiones, sino la solidez de su fe, su único asidero. Y el maldito tiempo no pasaba…
Ramón siempre recordaría aquel final de mañana y principio de la tarde del 20 de agosto de 1940, aquellas horas agónicas y borrosas. Todo el arsenal de recursos psicológicos con que lo habían armado en Malájovka se había atascado en su mente y lo único que quedaba de su aprendizaje era el odio, pero no ya del odio epicéntrico y fundamental que le habían inculcado, sino uno cada vez más disperso y difícil de conducir: un odio total, más grande que él mismo, visceral y autofágico. Casi a la una, se acordó de que había quedado con Sylvia. Supo que una extraña anticipación lo había llevado a concertar la cita. Si no quería enloquecer, necesitaba llenar su tiempo, y Sylvia volvía a serle útil. Se incorporó y golpeó la máquina de escribir contra las piedras, lanzó sus fragmentos hacia el arroyo y regresó al auto.
Sylvia lo esperaba en la puerta del hotel, acompañada por Jack Cooper y la que debía de ser su esposa, una joven tan rubia que parecía amarilla. Ramón siempre consideraría que jamás había logrado ejercer mayor autocontrol que durante la conversación que sostuvo por unos minutos con Jack, Jenny y Sylvia. Después de presentarle a su mujer, Cooper le explicó que casualmente habían pasado y visto a Sylvia. Ramón recordaría vagamente que había sonreído, quizás hasta hizo algún chiste, y que había ratificado con la pareja la cita que tenían para esa tarde, a las siete. Los despidió y se fue con Sylvia al restaurante Don Quijote, en el hotel Regis, donde servían comida española. Apenas hizo el pedido, encendió un cigarrillo, le dijo a la mujer que le dolía la cabeza y cayó en el mutismo.
Sylvia le contó algo relacionado con Cooper y su mujer, habló de unas visitas que tenía que hacer en Nueva York y le dijo que antes de partir le gustaría despedirse de Liev Davídovich. Jacques, que apenas había probado la comida (nunca podría recordar qué le habían servido, solo que casi no podía tragar), le dijo que la recogería a las cinco para que pasara unos minutos por la casa de Coyoacán. Entonces sintió una apremiante necesidad de estar solo. Calculó que en menos de tres horas mataría a un hombre. Sacó unos billetes y se los entregó a la mujer.
– Paga tú. Yo voy a ver lo de los tickets de avión -dijo y bebió hasta el fondo su vaso de agua. Se puso de pie y miró a Sylvia Ageloff. En ese instante Ramón percibió cómo lo recorría un cálido alivio. Se inclinó y rozó con sus labios los de la mujer. Ella trató de tomarle una mano, pero él lo evitó con un gesto rápido. Sylvia había cumplido su última función y ya no le servía para nada. Sylvia Ageloff pertenecía al pasado.
A las cuatro de la tarde, atormentado por un latido persistente en las sienes y una sudoración que iba y venía, decidió que era tiempo de poner fin a la agonía. Salió del cine, donde había pasado casi dos horas pensando y fumando, y regresó al auto, aparcado en un garaje. Buscó la gabardina en el maletero, se acomodó la Star en la cintura y comprobó que las otras armas estaban en su sitio. Colocó las cuartillas del artículo en el bolsillo exterior y guardó las hojas de la carta en el saco veraniego que había escogido esa mañana. Con la gabardina en el asiento del copiloto, condujo con la mayor atención de que era capaz, convencido de que le sobraba tiempo para llegar a Coyoacán. Al pasar frente a una pequeña capilla de piedra estuvo tentado de detenerse y entrar en ella. Fue una idea fugaz, surgida de lo más remoto de su inconsciente, y la desechó de inmediato. Dios no tenía nada que hacer en aquella historia; además, él no poseía la fortuna de creer en ningún dios. En realidad, ya no creía en muchas cosas.
Faltaban ocho minutos para las cinco cuando dobló por Morelos y dio media vuelta en la avenida Viena antes de detener el auto frente a la casa-fortaleza, otra vez orientado hacia la carretera de México. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo la carta: con su pluma de fuente escribió la fecha en la primera hoja -20 de agosto de 1940- y su firma -Jac- en la última. Dobló los papeles y se oprimió las sienes, dispuestas ya a reventar, y repitió dos veces que él era Jacques Mornard, respiró profundamente, guardó la carta, se secó el sudor de la frente y bajó del auto. Charles Cornell, el encargado de la guardia de la torre, lo saludó, y él trató de sonreírle mientras le hacía un gesto con la mano. El policía mexicano apostado junto a la puerta blindada le hizo una pequeña venia, que él no se dignó responder. El mecanismo de la puerta se accionó y Harold Robbins, con un fusil terciado al hombro, le extendió la mano. Cuando Robbins le dejó pasar, Ramón recordó algo. Dio un paso atrás y miró hacia el lado derecho de la calle. A unos ciento cincuenta metros vio un Chrysler verde oscuro, aunque no pudo distinguir a sus ocupantes.
– El señor Trotski me espera -le dijo a Robbins, como justificándose.
Jacques acomodó nuevamente la gabardina sobre su brazo izquierdo, buscando el equilibrio entre el largo de la tela y el peso de los instrumentos.
– Ya lo sé… Está en las conejeras -dijo Robbins y le indicó hacia donde el exiliado, cubierto con un sombrero de fibra, atendía a los animales.
– Sylvia y yo nos vamos mañana a Nueva York.
– ¿Los negocios? -preguntó Robbins.
– Eso es -dijo Jacques y Robbins regresó a la puerta.
Ramón miró el patio. Solo se veía la figura del Pato y del perroAzteca. Se acercó a ellos lentamente.
– Buenas tardes.
El viejo no se volvió. Acabó de colocar la hierba fresca en la cesta metálica de uno de los compartimentos.
– He traído el artículo -y sacó las hojas mecanografiadas como si fuesen un salvoconducto.
– Sí, claro… Déjeme terminar -pidió el condenado.
Jacques Mornard dio unos pasos hacia el centro del patio. Un vértigo comenzaba a acecharlo y pensó sentarse en el banco metálico. En ese momento Natalia Sedova salió de la cocina y se dirigió hacia él. En el umbral de la puerta Jacques vio a Joe Hansen, que le hizo un gesto de saludo y volvió al interior de la casa.