– Buenas tardes, madame Natalia.
– ¿Y eso que lo tenemos de nuevo por acá?
– El artículo, ¿no se acuerda? -dijo y de inmediato agregó-: Mañana nos vamos a Nueva York.
Azteca se había acercado y él miró al perro como si no lo viera. Un ardor le abrasaba el estómago, de nuevo sudaba, y temía perder la concentración.
– Si me lo hubiera dicho antes, le habría dado correspondencia para unos amigos -se lamentó la mujer.
– Puedo volver mañana temprano.
Natalia lo pensó un instante.
– No, no se preocupe… ¿Entonces trajo el artículo?
– Sí -dijo y lo extendió hacia la mujer.
– Menos mal que está mecanografiado. A Liev Davídovich no le gusta leer cosas escritas a mano -dijo y señaló la gabardina-. ¿Por qué anda con eso?
– Pensé que iba a llover. Aquí el tiempo cambia en unos minutos…
– En Coyoacán ha hecho sol y calor todo el día. Usted está sudando.
– Es que no me encuentro bien. El almuerzo me ha sentado mal.
– ¿Quiere una taza de té?
– No, aún tengo la comida en la boca del estómago. Me está ahogando. Pero sí bebería un poco de agua.
El condenado se había aproximado y escuchó el final de la conversación.
– Voy por el agua -dijo Natalia y regresó a la casa.
Jacques se volvió hacia el viejo.
– Es la altura y los condimentos. Van a matarme.
– Tiene que cuidarse la salud, Jacson -dijo el exiliado, sacándose los guantes-. No tiene usted buen aspecto…
– Por eso nos vamos a Nueva York. Para ver a un buen médico.
– Un estómago enfermo puede ser una maldición, se lo digo yo que acabé con el mío por maltratarlo durante años.
El renegado se golpeó las piernas para que Azteca se aproximara a él. El perro se alzó y apoyó las patas sobre los muslos del viejo, que le acarició con las dos manos debajo de las orejas.
– Sylvia está al llegar, viene a despedirse.
– La pequeña Sylvia está muy confundida -dijo el exiliado mientras se limpiaba las gafas con el borde del blusón azul claro que llevaba esa tarde.
Natalia Sedova regresó con el vaso de agua, colocado sobre un pequeño plato, y Jacques le dio las gracias y bebió dos sorbos.
– Veamos el dichoso artículo -dijo el renegado y, sin esperar más, se dirigió a la entrada del comedor, pero se detuvo y Jacques casi chocó con él. Se dirigió en ruso a su mujer-: Natasha, ¿por qué no los invitas a cenar? Se van mañana.
– No creo que quiera comer -respondió ella también en ruso-. Mírale la cara, está casi verde.
– Debió tomarse un té -dijo el hombre, ahora en francés, y reinició la marcha.
Jacques lo siguió hacia el cuarto de trabajo. Al pasar por el comedor vio la mesa dispuesta para la cena, y le resultó una imagen incongruente. Cuando entró en el despacho, encontró el dictáfono movido hacia un ángulo del escritorio, pues frente a la silla que solía ocupar el renegado había casi una decena de libros, todos gruesos, de aspecto pesado. La ventana del jardín permanecía abierta, como en la ocasión anterior, y se veían las plantas, azotadas por el sol todavía fuerte a aquella hora de la tarde. El condenado limpió otra vez los cristales de sus gafas y, como si estuviera molesto, las miró a trasluz. Finalmente movió su silla y Jacques le entregó las cuartillas. El hombre atrajo hacia sí la carpeta rotulada con caracteres cirílicos que estaba sobre el escritorio, tal vez para utilizarla como soporte.
– ¿Esas letras quieren decir «Privado»? -preguntó Jacques, sin saber por qué.
– ¿Usted sabe ruso? -preguntó el exiliado.
– No… pero…
– Son unos apuntes. Como un diario que escribo cuando puedo…
– ¿Y dice algo de mí?
El condenado se sentó y dijo:
– Es posible.
Ramón se preguntó qué podría decir aquel hombre de alguien como Jacques Mornard, y se dio cuenta de que se preocupaba por algo intrascendente. Por unos segundos casi había olvidado su misión, aunque la conversación le había servido para desplazar definitivamente a Jacques y que su mente ahora solo estuviera ocupada por Ramón. No obstante, unos punzantes deseos de leer aquellos papeles lo hicieron pensar en la posibilidad de llevárselos consigo en su intento de ruga: sería como alcanzar el último grado de la perfección al apropiarse del cuerpo y también del alma de su víctima.
Ramón Mercader recuperó el control cuando, desde su posición, volvió a ver la cabeza, la piel blanca entre el cabello escaso, que, pensó fugazmente, siempre parecía necesitar un corte en la nuca. Casi sin percatarse, su mente empezó a funcionar de manera automática, con razonamientos simples, encaminados a un único propósito: por más que se esforzara, durante varios años no recordaría haber pensado en otra cosa que en la mecánica destinada a ubicarlo detrás del hombre sentado, a su merced. Ni siquiera recordaría si los latidos en las sienes y la asfixia lo atenazaban en ese instante. Días más tarde comenzaría a recuperar detalles y hasta creyó haber acariciado, en algún momento, el sueño de lograr escapar y ponerse a salvo. Quizás pensó también en África y su incapacidad de amar. Tal vez en el modo estrepitoso en que, en cuestión de segundos, iba a entrar en la historia. Si no era un juego de su memoria, por su mente pasó la imagen de una playa por donde corrían dos perros y un niño. En cambio, siempre recordaría con asombrosa nitidez la sensación de libertad que comenzó a recorrerlo cuando vio que el renegado se disponía a leer los folios mecanografiados. Percibió cómo una especie de ingravidez invadía su cuerpo y su cerebro. No, ya no le latían las sienes, ya no sudaba. Entonces trató de recuperar el odio que debía provocarle aquella cabeza y enumeró las razones por las cuales él estaba allí, a unos centímetros de ella: aquélla era la cabeza del mayor enemigo de la revolución, del peligro más cínico que amenazaba a la clase obrera, la cabeza de un traidor, un renegado, un terrorista, un restaurador, un fascista. Aquella cabeza albergaba la mente de un hombre que había violado todos los principios de la ética revolucionaria y merecía morir, con un clavo en la frente, como la res en el matadero. El condenado leía y, otra vez, tachaba, tachaba, tachaba con gestos bruscos y molestos. ¿Cómo se atrevía? Ramón Mercader extrajo el piolet. Lo percibió caliente y preciso en su mano. Sin dejar de mirar la cabeza de su víctima, colocó la gabardina sobre el estante bajo, a sus espaldas, junto al globo terráqueo, que se tambaleó y estuvo a punto de caer. Ramón notó que sus manos se bañaban otra vez de sudor, su frente ardía, pero se convenció de que para terminar con aquella tortura solo necesitaba levantar la pica metálica. Observó el punto exacto donde golpearía. Un golpe y todo habría terminado. Volvería a ser libre: esencialmente libre. Aunque los guardaespaldas lo mataran, pensó, la liberación sería total. ¿Por qué no golpeaba ya? ¿Tenía miedo?, se preguntó. ¿Esperaba que ocurriera algo que le impidiera hacerlo?: ¿que entrara un guardia, que acudiera Natalia Sedova, que el viejo se volviera? Pero nadie acudió, el globo terráqueo no se cayó, el piolet no resbaló en su mano sudorosa y el viejo no se volteó en ese momento, pero dijo en francés algo definitivo:
– Esto es basura, Jacson -y cruzó con su lápiz la cuartilla, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha.
En ese instante Ramón Mercader sintió que su víctima le había dado la orden. Levantó el brazo derecho, lo llevó hasta más atrás de su cabeza, apretó con fuerza el mango recortado y cerró los ojos. No pudo ver, en el último momento, que el condenado, con las cuartillas tachadas en la mano, volvía la cabeza y tenía el tiempo justo de descubrir a Jacques Mornard mientras éste bajaba con todas sus fuerzas un piolet que buscaba el centro de su cráneo.
El grito de espanto y dolor removió los cimientos de la fortaleza inútil de la avenida Viena.