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No sé exactamente en qué momento empecé a pensar en aquello, no sé si ya lo tenía en la cabeza en la época en que conocí al hombre que amaba a los perros, aunque supongo que debió de haber sido después. De lo que estoy seguro es de que, durante años, estuve obsesionado (suena un poco exagerado, pero ésa es la palabra y, más aún, es la verdad) con poder determinar el momento exacto en que concluiría el siglo XX y, con él, el segundo milenio de la era cristiana. Por supuesto, aquello determinaría a su vez el instante que daría inicio al siglo XXI y, también, al tercer milenio. En mis cálculos siempre contaba con la edad que yo tendría -¿cincuenta o cincuenta y un años?- al despuntar la nueva centuria, según la fecha en que se estableciera el fin de la anterior: ¿en el año 1999 o en el 2000? Aunque para muchos la encrucijada de siglos solo sería un cambio de fechas y almanaques en medio de otras preocupaciones más arduas, yo insistía en verlo de otro modo, sobre todo porque en algún momento de los terribles años previos comencé a esperar que aquel salto en el tiempo, tan arbitrario como cualquier convención humana, también propiciase un giro rotundo en mi vida. Entonces, por encima de la lógica del almanaque gregoriano que cerraba sus ciclos en los años cero, acepté, como parte de una convención y como mucha gente en el mundo, que el 31 de diciembre de 1999 -poco después de mi cincuenta cumpleaños- sería el último día del siglo y del milenio. Cuando la fecha se fue aproximando, me entusiasmó saber que los cibernéticos de todo el planeta habían trabajado durante años para evitar el caos informático que la radical alteración de números podía producir ese día, y que los franceses habían colocado un enorme cronómetro regresivo en la Torre Eiffel donde se registraban los días, las horas y los minutos que faltaban para el Gran Salto.
Por eso tomé como una afrenta personal que, llegada la fecha, en Cuba se sacaran las cuentas más lógicas y se decidiera, más o menos oficial e inapelablemente, que el fin del siglo sería el 31 de diciembre del año 2000 y no el último día de 1999, como la mayoría pensábamos y queríamos. Por aquel casi que decreto estatal, mientras el mundo celebraba a bombo y platillo la (supuesta) llegada del tercer milenio y del siglo XXI, en la isla se despidió el año y se saludó al recién llegado como uno más, apenas con los himnos y discursos políticos habituales. Después de haber soñado durante tanto tiempo con la eclosión de esa fecha, sentí que me habían escamoteado mi emoción y mi ansiedad, y me negué incluso a ver en la televisión los breves flashazos noticiosos de las celebraciones que, en Tokio, Madrid o junto a la Torre Eiffel, saludaban el redondo borrón de cuatro cifras en los relojes históricos. El malestar me duró varios meses, y cuando el 31 de diciembre del 2000 se anunció en algún periódico cubano, ya sin demasiado interés, que ahora sí el mundo arribaría real y gregorianamente al nuevo milenio, apenas me sorprendí de que nadie se preocupara por celebrar lo que, un año antes, casi toda la humanidad había festejado anticipada, equivocada, tozuda pero jubilosa, esperanzadamente. Nada: al fin y al cabo, en ese momento yo sabía demasiado bien que, fuera de unos números de mierda, nada cambiaría. Y si cambiaba, sería para peor.
Saco a colación este episodio para muchos intrascendente, en apariencia ajeno a lo que estoy contando, porque me parece que encierra una metáfora perfecta: a estas alturas no creo que haya mucha gente que se atreva a negarme que la historia y la vida se ensañaron alevosamente con nosotros, con mi generación, y, sobre todo, con nuestros sueños y voluntades individuales, sometidas por los arreos de las decisiones inapelables. Las promesas que nos habían alimentado en nuestra juventud y nos llenaron de fe, romanticismo participativo y espíritu de sacrificio, se hicieron agua y sal mientras nos asediaban la pobreza, el cansancio, la confusión, las decepciones, los fracasos, las fugas y los desgarramientos. No exagero si digo que hemos atravesado casi todas las etapas posibles de la pobreza. Pero también hemos asistido a la dispersión de nuestros amigos más decididos o más desesperados, que tomaron la ruta del exilio en busca de un destino personal menos incierto, que no siempre fue tal. Muchos de ellos sabían a qué desarraigos y riesgos de sufrir nostalgia crónica se lanzaban, a cuántos sacrificios y tensiones cotidianas se someterían, pero decidieron asumir el reto y pusieron proa a Miami, México, París o Madrid, donde arduamente comenzaron a reconstruir sus existencias a la edad en que, por lo general, ya éstas suelen estar construidas. Los que por convicción, espíritu de resistencia, necesidad de pertenencia o por simple tozudez, desidia o miedo a lo desconocido optamos por quedarnos, más que reconstruir algo, nos dedicamos a esperar la llegada de tiempos mejores mientras tratábamos de poner puntales para evitar el derrumbe (lo de vivir entre puntales, en mi caso, no ha sido una metáfora, sino la más cotidiana realidad de mi cuartico de Lawton). A ese punto en el que enloquecen las brújulas de la vida y se extravían todas las expectativas fueron a dar nuestros sacrificios, obediencias, dobleces, creencias ciegas, consignas olvidadas, ateísmos y cinismos más o menos conscientes, más o menos inducidos y, sobre todo, nuestras maltrechas esperanzas de futuro.
A pesar de ese destino tribal en el que incluyo el mío, muchas veces me he preguntado si yo no he sido especialmente escogido por la hija de puta providencia: si al final no he resultado algo así como una cabra marcada con el designio de recibir todas las patadas posibles. Porque me tocaron las que me correspondían generacional e históricamente y también las que con mezquindad y alevosía me dieron para hundirme y, de paso, demostrarme que nunca tendría ni tendré paz ni sosiego. Por eso, en el que quizás fue el mejor período de mi vida adulta, cuando comencé mi relación con Ana, me enamoré por primera vez de manera total y, gracias a ella, recuperé los deseos y el valor para sentarme a escribir, la pendiente que empezó a recorrer la enfermedad de mi mujer vino a devastar cualquier esperanza. Y el 31 de diciembre de 1999, cuando nos dijeron que el día del gran cambio con el que yo había soñado durante tanto tiempo no cambiaría nada, ni siquiera el siglo asqueroso en el que habíamos nacido, vi salir por la ventana del apartamentico de Lawton el pájaro azul de mi última ilusión: un pájaro insignificante, pero que yo había criado con esmero y que los vientos de las altas decisiones me arrancaban de las manos. Porque ni a tener ese sueño inocuo me habían dejado la potestad.
A finales de los años noventa, la vida en el país había empezado a recuperar cierta normalidad, totalmente alterada durante los años más duros de la crisis. Pero mientras regresaba esa nueva normalidad, se evidenció que algo muy importante se había deshecho en el camino y que estábamos instalados en un extraño ciclo de la espiral, donde las reglas de juego habían cambiado. A partir de ese momento ya no sería posible vivir con los pocos pesos de los salarios oficiales: los tiempos de la pobreza equitativa y generalizada como logro social habían terminado y comenzaba lo que mi hijo Paolo, con un sentido de la realidad que me superaba, definiría como el sálvese quien pueda (y que él, como muchos hijos de mi generación, aplicó a su vida de la única manera a su alcance: marchándose del país). Había gentes, como Dany, que echando mano al cinismo y al mejor espíritu de supervivencia, más o menos habían logrado adaptarse a la nueva realidad: mi amigo había dejado su puesto en la editorial y metido en un saco todos sus sueños literarios y ahora ganaba mucho más dinero como chofer de alquiler tras el timón del Pontiac de 1954 que había heredado de su padre. Además, en su casa contaban con el apetecible trabajo conseguido por su mujer en una empresa española (donde le pagaban algunos dólares por debajo de la mesa y le daban un par de bolsas de comida dos veces al mes) y vivían con un mínimo desahogo. Pero los que no teníamos de dónde agarrarnos ni dónde robar (Ana y yo, entre muchos otros) empezamos a vérnoslas incluso más negras que en los años de los apagones sin fin y los desayunos a base de tisanas de hojas de naranja. Con Ana retirada anticipadamente y con mi demostrada incapacidad para la vida práctica, la soga que llevábamos en el cuello no hacía más que apretarse, hasta tenernos siempre al borde de la asfixia, de la cual nos salvaban los regalos que los dueños de perros y gatos me hacían por mis servicios y los pesos adicionales que me entregaban los criadores de cerdos como pago de castraciones, desparasitaciones y otros trabajos que muchas veces yo cobraba al precio ridículo de «dame lo que tú quieras». Pero era evidente que estábamos hundidos en el fondo de una atrofiada escala social donde inteligencia, decencia, conocimiento y capacidad de trabajo cedían el paso ante la habilidad, la cercanía al dólar, la ubicación política, el ser hijo, sobrino o primo de Alguien, el arte de resolver, inventar, medrar, escapar, fingir, robar todo lo que fuese robable. Y del cinismo, el cabrón cinismo.