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Supe entonces que para muchos de mi generación no iba a ser posible salir indemnes de aquel salto mortal sin malla de resguardo: éramos la generación de los crédulos, la de los que románticamente aceptamos y justificamos todo con la vista puesta en el futuro, la de los que cortaron caña convencidos de que debíamos cortarla (y, por supuesto, sin cobrar por aquel trabajo infame); la de los que fueron a la guerra en los confines del mundo porque así lo reclamaba el internacionalismo proletario, y allá nos fuimos sin esperar otras recompensas que la gratitud de la Humanidad y la Historia; la generación que sufrió y resistió los embates de la intransigencia sexual, religiosa, ideológica, cultural y hasta alcohólica con apenas un gesto de cabeza y muchas veces sin llenarnos de resentimiento o de la desesperación que lleva a la huida, esa desesperación que ahora abría los ojos a los más jóvenes y les llevaba a optar por la huida antes incluso de que les dieran la primera patada en el culo. Habíamos crecido viendo (así éramos de miopes) en cada soviético, búlgaro o checoslovaco un amigo sincero, como decía Martí, un hermano proletario, y habíamos vivido bajo el lema, tantas veces repetido en matutinos escolares, de que el futuro de la humanidad pertenecía por completo al socialismo (a aquel socialismo que, si acaso, solo nos había parecido un poco feo, estéticamente, sólo estéticamente grotesco, e incapaz de crear, digamos, una canción la mitad de buena que «Rocket Man», o tres veces menos hermosa que «Dedicated to The One I Love»; mi amigo y congénere Mario Conde pondría en la lista «Proud Mary», en versión de Creedence). Atravesamos la vida ajenos, del modo más hermético, al conocimiento de las traiciones que, como la de la España republicana o la de la Polonia invadida, se habían cometido en nombre de aquel mismo socialismo. Nada habíamos sabido de las represiones y genocidios de pueblos, etnias, partidos políticos enteros, de las persecuciones mortales de inconformes y religiosos, de la furia homicida de los campos de trabajo, del asesinato de la legalidad y la credulidad antes, durante y después de los procesos de Moscú. Muchos menos tuvimos la menor idea de quién había sido Trotski ni de por qué lo habían matado, o de los infames arreglos subterráneos y hasta evidentes de la URSS con el nazismo y con el imperialismo, de la violencia conquistadora de los nuevos zares moscovitas, de las invasiones y mutilaciones geográficas, humanas y culturales de los territorios adquiridos y de la prostitución de las ideas y las verdades, convertidas en consignas vomitivas por aquel socialismo modélico, patentado y conducido por el genio del Gran Guía del Proletariado Mundial, el camarada Stalin, y luego remendado por sus herederos, defensores de una rígida ortodoxia con la que condenaron la menor disidencia del canon que sustentaba sus desmanes y megalomanías. Ahora, a duras penas, conseguíamos entender cómo y por qué toda aquella perfección se había desmerengado cuando se movieron solo dos de los ladrillos de la fortaleza: un mínimo acceso a la información y una leve pero decisiva pérdida del miedo (siempre el dichoso miedo, siempre, siempre, siempre) con el que se había condensado aquella estructura. Dos ladrillos y se vino abajo: el gigante tenía los pies de barro y sólo se había sostenido gracias al terror y la mentira… Las profecías de Trotski acabaron cumpliéndose y la fábula futurista e imaginativa de Orwell en1984 terminó convirtiéndose en una novela descarnadamente realista. Y nosotros sin saber nada… ¿O es que no queríamos saber?

¿Fue pura casualidad o eligió con toda idea aquella noche tenebrosa de 1996, después de casi veinte años? En la tarde se había desatado una tormenta de lluvia y truenos que parecía anunciar el Armagedón y, al llegar la noche y el apagón, todavía caía una llovizna fría y persistente. Por eso, cuando tocaron a la puerta supuse que sería alguien urgido de que le viera a su animal y, lamentando mi suerte, fui a abrir con uno de los farolitos de kerosene en la mano.

Y allí estaba él. A pesar del tiempo, de la oscuridad, de que se había quedado completamente calvo y de que era la persona que menos esperaba encontrar en la puerta de mi casa, sólo de verlo reconocí al negro alto y flaco, y de inmediato tuve una fortísima certeza: durante todos aquellos años, ese hombre había estado observándome en las tinieblas.

Ante mi silencio, el negro me dio las buenas noches y me preguntó si podíamos hablar. Por supuesto, lo invité a entrar. Ana estaba con Tato, en el cuarto, tratando de escuchar la telenovela por la banda de frecuencia modulada de nuestra radio de baterías, y le grité que no se preocupara, yo atendía al recién llegado. Con mi torpeza habitual, aumentada por la sorpresa, le dije al hombre que tuviera cuidado con los cacharros colocados en distintos sitios para recoger la lluvia que se filtraba a través del techo y le pedí que se sentara en una de las sillas de hierro. Después de acomodarme en la otra silla, me puse de pie de nuevo y le pregunté si deseaba tomar café.

– Gracias, no. Pero si me das un poquito de agua…

Le serví un vaso. El negro volvió a agradecerme, pero solo bebió un par de sorbos y lo dejó sobre la mesa. A pesar de la penumbra, apenas quebrada por la llama del farol, me di cuenta de que en aquellos minutos había estudiado el ambiente del apartamento, como si necesitara buscar una vía de escape ante alguna situación de peligro o formarse una última idea sobre quién era yo. Como el negro estaba más flaco, más viejo, sin un pelo en la cabeza, a la escasa luz del farol su rostro parecía el de una calavera oscura: una voz de ultratumba, pensé.

– El compañero López me pidió que alguna vez viniera a verte -empezó, como si le costara mucho trabajo despegar-. Y aquí estoy.

Se demoró un poco en venir, pensé, pero me mantuve callado. Si algo tenía claro era que aquel personaje, salido de la bruma y el pasado, solo me diría lo que él decidiera decirme, así que no valía la pena tratar de forzar ninguna conversación específica.

– ¿Recibiste el libro de Luis Mercader? En el correo me garantizaron que si no lo recibías, ellos me lo devolvían.

– ¿Y cómo supo mi dirección?

– Tú sabes que aquí se sabe todo -dijo, elusivo. Y sin más preámbulos, como si repitiera un libreto estudiado durante mucho tiempo, me explicó que en 1976 él trabajaba como chofer de un jefe del ejército. Un día lo llamaron y le dijeron que, como su superior iba a ser enviado a la guerra de Angola y él era un hombre de toda confianza, militante del Partido, veterano de la lucha clandestina, le iban a encomendar una misión especiaclass="underline" la de manejarle y en cierta forma cuidar a Jaime López, un oficial del ejército republicano español que estaba viviendo en Cuba y al que los médicos le habían prohibido conducir su auto. También le advirtieron que en aquel trabajo debía mantener la boca cerrada, con todo el mundo. Y le pidieron que si veía algo raro en el entorno del hombre, les informara inmediatamente, y especificaron que, tratándose de aquel español, cualquier cosa podía ser algo raro…