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Cuando él empezó a trabajar con López, ya había otros compañeros que se encargaban de cuidarlo, de llevarlo a una clínica especial y hasta de manejarle cuando iba a ciertas reuniones o visitas muy específicas. Al negro nunca le dijeron quién era López y, por supuesto, él no se había atrevido a preguntar, aunque desde el principio supuso que con tanto misterio y gente a su alrededor dedicada a cuidarlo (¿y a vigilarlo?, pensó), aquél no podía ser un López cualquiera… Casi dos años después, cuando ya el hombre estaba muy mal y aparecieron en Cuba primero unos sobrinos y un poco después su hermano, él supo al fin que Jaime López era Jaime Ramón Mercader del Río. Como jamás en su vida había oído hablar de Ramón Mercader y casi nada de Trotski, y como no podía preguntarle a nadie nada que tuviera que ver con aquel hombre, le costó entender algo del misterio que lo envolvía. Pero cuando se enteró de quién era en realidad el oficial español, qué había hecho y por qué vivía en Cuba con otro nombre, se dio cuenta de que estaba metido en algo demasiado grande para un simple chofer, por más militante del Partido y veterano del ejército que fuese. Y si le habían dicho que tenía que callarse, él sabía que lo mejor era callarse.

El negro alto y flaco me confirmó que Jaime Ramón López había viajado a Cuba en 1974. Aunque en ese momento no lo sabía, el hombre después llegaría a tener la certeza de que le habían abierto la jaula soviética y dejado venir a la isla socialista, cuna de sus antepasados, porque ya la muerte lo había marcado. Justo cuando se ultimaban los arreglos para su viaje, se le había presentado, súbitamente, la primera crisis de una extraña enfermedad. Los médicos de la clínica más selecta de Moscú, donde atendían a los altos cargos del Kremlin, dictaminaron una infección pulmonar que le había provocado un derrame. Ramón, hasta ese instante dueño de una salud capaz de resistir veinte años de cárcel y todos los horrores que allí debió de vivir, estuvo tres meses ingresado. Después, aun cuando el diagnóstico fue favorable, sintió que algo dentro de él se había salido de lugar. Desde ese momento, a pesar de mejoras temporales, su cuerpo nunca volvería a responderle de la misma manera y viviría hasta su muerte con aquellos vértigos, con fiebres intermitentes, dolores de cabeza y de garganta, y una permanente dificultad para respirar. Pero todavía ignoraba que en realidad tenía un cáncer que terminaría por corroer sus huesos y su cerebro.

– Le habían hecho miles de pruebas -me dijo el negro, y en su voz me pareció advertir un reflujo de pena-, ni se sabe cuántos análisis, encefalogramas, placas, sin encontrarle nada. Pero cuando los oncólogos cubanos por fin lo vieron, enseguida le diagnosticaron el cáncer… ¿No te parece raro?…

– Dice Luis Mercader que Eitingon estaba seguro de que en Moscú le habían envenenado la sangre con radiactividad. Con un reloj de oro que le regalaron sus camaradas de la KGB… Talio activado.

– Sí, por eso mismo te digo que es raro.

– Pero yo no lo creo -dije-. Si hubieran querido matarlo, lo hubieran matado y ya. Tiempo y oportunidades tuvieron muchas.

– Sí, eso también es verdad -asintió, y casi parecía aliviado al aceptar la posibilidad-. Bueno, los médicos le encontraron el cáncer a principios de 1978, después de pasar un par de meses en cama porque los vértigos casi no lo dejaban caminar. Cuando empezó aquella crisis, él decía que todo era por el dolor que le provocó el sacrificio de su perro,Dax, el macho, ¿te acuerdas?… Por esos mareos no pudo ir a verte, como había quedado. Y unas semanas después, cuando no sabía si alguna vez podría volver a salir a la calle, empezó a escribir esos papeles que te mandé hace años, hasta que no pudo escribir más, casi ni moverse… El pobre al final gritaba como un loco por los dolores de cabeza, y cada vez que hacía un gesto se le podía partir un hueso. A golpe de morfina lo mantuvieron vivo hasta octubre.

– Nada más oírlo da dolor -comenté.

– Tú no sabes nada del dolor… Lo peor fue que nunca perdió la lucidez. En agosto estaba tan mal que su hermano Luis vino para estar con él cuando se muriera. Pero Luis tuvo que irse a finales de septiembre porque se le vencía el permiso soviético que, después de mucho luchar, le autorizaba a volver a España con su mujer. A las dos semanas de irse el hermano, Ramón recibió una carta suya: ya estaba en Barcelona… Yo lo oí decir que se iba a morir con la satisfacción de saber que por lo menos uno de la familia había logrado volver…

– Entonces, ¿él había pedido venir a Cuba?

– Parece que sí. Tampoco es que tuviera mucho donde escoger… Por un lado, los soviéticos no querían soltarlo, y, por otro, no era fácil que alguien se decidiera a cargar con él. Claro, nadie lo quería… Creo que venir para acá fue la única alternativa que encontró. No sé cómo se negoció todo eso, pero la condición para que viviera aquí era que estuviese de incógnito y calladito. A pesar de eso, alguna gente lo reconoció, pero la mayoría de las personas que estuvimos cerca de él, casi todos los que lo atendieron cuando estuvo enfermo y visitaban incluso su casa, los amigos de sus hijos, los médicos…, no sabíamos quién era en realidad el compañero López. Yo me enteré por la confianza que llegamos a tener, porque estuve con él hasta el final…

En ese instante sentí que un miedo antiguo y adormecido se despertaba en algún lugar de mi memoria, y me atreví a preguntarle:

– ¿Y usted no informó a sus jefes que López se veía conmigo? ¿Yo no era una de esas cosas «raras»?

Esa fue la única vez en toda la noche que el negro sonrió.

– No, no tuve tiempo para informar. La primera vez que se vieron creo que ustedes se encontraron por casualidad, y no le di importancia. La segunda, después de que hablaron, él me pidió que no dijera nada para que no te espantaran de allí y poder hablar contigo. Parece que le caíste bien, ¿no?

– Yo creo otra cosa, pero no importa… ¿Entonces, la enfermera…?

– Es mi hermana. Ella me hizo el favor… La pobre ahora está muy grave, se nos va a morir en cualquier momento… El problema es que López me había encargado que te diera esos papeles, pero no me atreví a venir… Aunque yo no hice ningún informe, ellos se enteraron de que ustedes se veían y me imagino que te vigilaban un poco y…

En otra época aquella noticia me hubiera paralizado: pero en 1996 me pareció folklórica, más bien cómica, pues hacía tiempo yo había traspasado la frontera de la nada y alcanzado casi la invisibilidad. Por eso me interesaba más saber lo que pensó y sintió aquel personaje que tratar de entender qué quiere decir que te vigilen «un poco».

– ¿Y ahora, por qué decidió venir ahora, después de tantos años?

El negro alto y flaco me miró y supe que había pisado terreno minado. Por lo que pude ver de su cara, me di cuenta de que estaba decidiendo si se ponía de pie y se iba de mi casa. Después he pensado en los motivos por los que, al cabo de tanto tiempo, aquel hombre se atrevió a desacatar un mandato del cual quizás nadie se acordaba y cumpliera la promesa de venir a verme: a lo mejor se estaba muriendo, como su hermana, y decidió que ya no importaba lo que le pasara. O porque las cosas habían cambiado mucho, y él tenía menos miedo. A lo mejor se atrevió porque, después de leer el libro de Luis, entendió que no importaba demasiado si me contaba algo, pues yo podía hacerme de aquel libro por otras vías… O simplemente se decidió porque creyó su deber contármelo luego de habérselo prometido a un hombre moribundo: al parecer, alguien, por una vez, había hecho algo normal en toda esta historia…

– ¿Tú piensas que yo fui un cobarde?

Traté de sonreír antes de responderle.

– No, claro que no. El que se cagaba de miedo era yo. Y eso que no estaba seguro de que me vigilaran un poco…