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Una de las conversaciones sostenidas con los Paz cobraría una dimensión extraña unos pocos meses después, cuando Stalin rompió la barrera sagrada de la sangre. Había tenido lugar una tarde de principios de mayo, cuando Natalia, Liova, Maurice, Magdeleine y Liev Davídovich, antecedidos por la perraMaya, habían bajado hacia la costa para disfrutar de la brisa de la tarde en compañía de una garrafa de un tinto griego, mientras los policías turcos preparaban una cena a base de pescado y marisco, a la manera otomana, aderezada con especias. A causa de los excesos cometidos en el acondicionamiento de la villa, Liev Davídovich sufría un ataque de lumbalgia que apenas le permitía avanzar en los diversos escritos en que andaba empeñado. Bebidos los primeros vasos de vino, los Paz habían dado rienda suelta a su entusiasmo por la posibilidad de poder luchar junto al mítico Liev Trotski, congratulándose por el hecho de que el exiliado que en 1929 miraba una puesta de sol en Prínkipo, no era igual que aquel de quien se habían despedido en el París de 1916, cuando se movía como una voz exaltada pero sin filiación precisa entre las tendencias de un movimiento clandestino por cuyo éxito muy pocos apostaban. Ahora era el Desterrado, conocido en el mundo como el compañero de Lenin, el líder de la insurrección de Octubre, el victorioso comisario de la Guerra y creador del Ejército Rojo, el animador de la III Internacional, que fundara con Vladimir Ilich, dijeron. Incluso Maurice, quizás convencido de que su anfitrión necesitaba levantar el ánimo, le recordó que su persona había estado a unas alturas de las que no era posible descender, desde las cuales no le estaba permitido retirarse, y se dedicó a exaltar su responsabilidad histórica, pues ningún marxista, tal vez a excepción de Lenin, había tenido jamás tanta autoridad moral, como teórico y como luchador. Y había concluido: «Su rival es la Historia, no ese advenedizo de Stalin que en cualquier momento va a caer por el peso de sus ambiciones…».

El desterrado trató de matizar aquella grandeza histórica, recordándole a su partidario que, además del dolor de espalda, no tenía nada tras de sí. La hostilidad que lo rodeaba era infinita y poderosa, y su principal conflicto era con una revolución que había llevado a triunfar y con un Estado que había ayudado a fundar: aquella realidad le ataba una de las dos manos.

A pesar de exaltaciones como ésa y de las pruebas de afecto que cada día le llegaban con la correspondencia, Liev Davídovich sabía que aquellos seguidores no tenían las cicatrices que solo pueden dejar los combates reales. Por ello, en silencio, seguía confiando el futuro de su lucha a las deportaciones de oposicionistas que sin duda ordenaría Stalin; el temple de esos hombres curtidos por la represión, la tortura, los confinamientos, con sus convicciones intactas, fortalecerían el movimiento.

La llegada del verano quebraría el ensalmo de paz insular con el arribo ruidoso y vulgar de comerciantes y funcionarios de Estambul con medios económicos para retirarse a Prínkipo, pero insuficientes para viajar hasta París y Londres. Confinado en la casa, Liev Davídovich había conseguido dar el empujón final a la obra en que revisaba su vida, a pesar de que no había podido escapar a la decepción mientras iba recibiendo noticias de la orgía de capitulaciones a las que eran arrastrados los grupos de la Oposición por sus más importantes líderes. Desde el recién fundado Bulktin Oppozitssi, que empezaron a editar en

París, y a través de mensajes filtrados hacia el interior de la Unión Soviética por las más rocambolescas vías, se dedicó a advertir a sus cantaradas que Stalin intentaría que renunciasen a sus posiciones, con promesas políticas que nunca cumpliría (Lenin solía decir que su especialidad era incumplir compromisos) y anuncios de rectificación que no ejecutaría, pues implicaban la aceptación de manipulaciones que el montañés jamás reconocería. A los que capitulen, Stalin solo los admitirá en Moscú cuando se presenten de rodillas, dispuestos a reconocer que Stalin, y nunca ellos, siempre había tenido la razón, escribió.

Aquel flujo de capitulaciones llegó a convencer a Liev Davídovich de que, al menos dentro de la Unión Soviética, su guerra parecía perdida. El súbito viraje concretado por Stalin, quien luego de apropiarse del programa económico de la Oposición obligaba a sus antiguos rivales a declararse partidarios de la estrategia ahora presentada como estalinista, sellaba una derrota política que escribía su capítulo más lamentable con las claudicaciones de unos hombres que, atados de pies y manos, habían empezado a preguntarse para qué seguir sufriendo deportaciones y sometiendo a sus familiares a las presiones más crueles por defender unos ideales que, al fin y al cabo, ya se habían impuesto. La prueba más dolorosa de la caída en picada de la Oposición había sido el anuncio de que hombres tan brillantes como Rádek, Smilgá y Preobrazhensky habían mostrado su voluntad de reconciliarse con la línea de Stalin, proclamando que no había nada censurable en ello, una vez logrados los grandes objetivos por los que habían luchado. Especialmente rastrera le había resultado la actitud de Rádek, quien había declarado que se consideraba enemigo de Trotski desde que éste publicara artículos en la prensa imperialista. Lo más triste era saber que, con la capitulación, aquellos revolucionarios caían en la categoría de los semiperdonados, presidida por Zinóviev: esos hombres que vivirían con miedo a decir una sola palabra en voz alta, a tener una opinión, y se verían obligados a reptar, volteando la cabeza para vigilar su sombra.

Las más vividas noticias sobre el estado de la Oposición llegarían a Büyük Ada por un conducto inesperado. Había ocurrido a principios de agosto y su portador fue aquel fantasma del pasado llamado Yakov Blumkin.

Blumkin le había enviado un mensaje desde Estambul, rogándole un encuentro. Según la nota, el joven venía de regreso de la India, donde había cumplido una misión de contrainteligencia, y deseaba verlo para reiterarle sus respetos y adhesión. Natalia Sedova, al enterarse de las pretensiones de Blumkin, le había pedido a su esposo que no lo recibiera: un encuentro con el ex terrorista, devenido alto oficial de la GPU, solo podía traer una desgracia. Liova también había expresado sus dudas sobre la utilidad de la reunión, aunque se había ofrecido a servir de mediador, para mantener a Blumkin lejos de la isla. Entonces Liev Davídovich había instruido a su hijo, pues pensó que, al menos, deberían oír qué deseaba aquel hombre al cual lo había ligado en el pasado la más dramática de las potestades: la de dejarlo vivir o enviarlo a la muerte.

Doce años atrás, cuando el recién estrenado comisario de la Guerra Liev Trotski lo había hecho traer a su despacho, Blumkin era un muchacho imberbe, con aires de personaje dostoievskiano, que enfrentaba cargos que el tribunal militar sancionaría con la pena de muerte. El joven había sido uno de los dos militantes del partido social-revolucionario que habían atentado contra el embajador alemán en Moscú, con la intención de boicotear la polémica paz con Alemania que los bolcheviques habían firmado en Brest-Litovsk, a principios de 1918. La víspera del juicio, después de leer unos poemas escritos por el joven, Liev Davídovich había pedido reunirse con él. Aquella noche hablaron durante horas sobre poesía rusa y francesa (coincidieron en su admiración por Baudelaire) y sobre la irracionalidad de los métodos terroristas (si con una bomba se resuelve todo, ¿para qué sirven los partidos, para qué la lucha de clases?), al cabo de las cuales Blumkin había escrito una carta en donde se arrepentía de su acción y prometía, si era perdonado, servir a la revolución en el frente que se le designara. La influencia del poderoso comisario resultó decisiva para que se le perdonara la vida, mientras por vía oficial se informaba al gobierno alemán que el terrorista había sido ejecutado. Ese día, alumbrada por Liev Trotski, había comenzado la segunda vida de Yakov Blumkin.