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Pero mi respuesta no lo satisfizo, porque insistió en su interrogatorio:

– ¿Por qué tú crees que Luis esperó casi quince años para escribir el libro? Él ya vivía en España. ¿A quién le podía tener miedo? -me preguntaba siempre en el mismo timbre de voz, con la misma entonación, como si interpretara un papel dramático fijado en aquella tesitura-. ¿Por qué Luis esperó hasta que se esfumó la Unión Soviética y la KGB y todo lo que cuelga?

– Por miedo -contesté, y entonces hice lo posible por verle los ojos cuando me tocó a mí preguntar-: ¿Y por qué usted me puso en el correo ese libro? Nadie se lo pidió…

– Cuando lo leí, me pareció que si alguien no podía dejar de leerlo eras tú. Sobre todo por el final de Mercader, tú no lo sabías. Pero también para que tuvieras una idea de qué es el miedo, lo grande y lo largo que puede ser…

– Usted me dice todo eso porque leyó la carta de López, ¿verdad? Entonces, dígame, ¿por qué termina así?

El negro volvió a pensar. Y decidió que podía responderme.

– Porque López, quiero decir, Mercader, no pudo escribir más. En abril, cuando le descubrieron el cáncer de amígdalas, lo mandaron a darse radiaciones, pero ya estaba minado. En junio o julio estaba tan jodido que se le fracturó un brazo cuando fue a levantar un vaso de agua. Los huesos empezaron a estallarle. Ya no podía escribir…, por eso termina así, de pronto.

– ¿Y usted sabe si volvió a ver a Caridad?

– Uno de los que trabajó con López desde el principio me dijo que su madre había venido a verlo aquí a finales de 1974 y que le había amargado las fiestas a él, y, de paso, a su mujer y a sus hijos. Era una vieja loca e insoportable, me dijo. Ella tenía amigos en Cuba, comunistas viejos que había conocido aquí en los años cuarenta y después en Francia, y hasta se las daba de cubana… Ésa debió de ser la última vez que se vieron, porque al año siguiente ella murió en París, me imagino que deseando regresar a Barcelona, como todos los Mercader, porque Franco le ganó en el combate contra la muerte por un mes y le mantuvo cerradas las puertas de España. Por la mujer de López supe que había muerto sola y que los vecinos descubrieron su cadáver por el olor…

Mientras escuchaba las historias de abandono y de muerte que me contaba aquel hombre al que, a pesar de su decisión de venir a verme, todavía lo rondaba el miedo, descubrí que otra vez me acechaba una desazón molesta, un sentimiento subrepticio que andaba demasiado cercano a la compasión.

– La mala suerte se ensañó con ellos. Fue como un castigo -dije.

El negro apenas asintió, pero se mantuvo en silencio, observando las palanganas y las latas que recogían las goteras del techo.

– Esta casa te va a caer arriba -dijo al fin.

– ¿De verdad no quiere café? -volví a preguntarle, pues me había perdido en la conversación, aunque sabía que me quedaban muchas lagunas por llenar y tenía la certeza de que aquélla sería la última vez que hablaría con aquel personaje.

– No, gracias, de verdad que no. Tengo que irme ya… A ver si puedo agarrar una guagua.

– ¿Y por qué sabe tanto sobre Mercader? ¿Por qué confió en usted y le dio esos papeles?

– Cuando íbamos a pasear a los perros, él hablaba mucho conmigo. A veces pienso que me contaba todo aquello para que después yo se lo contara a alguien. Aunque nunca me confesó quién era ni lo que había hecho…, eso tuve que descubrirlo yo solo. A ti te contó más cosas que a mí…

– ¿Y la perra,Ix? ¿Qué pasó con ella?

– ¿Ves?, por cosas así pienso que él confiaba mucho en mí: López me la regaló, porque su mujer no quería quedarse con la perra. Fue como una herencia que me dejó, ¿no?… Ix vivió conmigo cuatro años más…

– ¿YDax? ¿Cómo lo sacrificaron?

El negro volvió a mirar el techo del apartamento, oscuro y en agonía, como si temiera que su caída pudiese ser inminente.

– Es verdad, todos terminaron hechos mierda, hasta Stalin -dijo como si esa misma noche, en mi casa ruinosa y en tinieblas, hubiese tenido aquella revelación. Separó la mirada del techo y la dirigió a mí-. López se sentía muy mal, pero un día me pidió que lo llevara conDax a una playita que está por Bahía Honda. Allí nunca hay nadie, pero como además había llovido y hacía un poco de frío, no se veía un alma por los alrededores. López lo soltó, lo dejó correr un rato, pero Dax se cansó enseguida y se puso a toser. Él lo estuvo acariciando mucho tiempo, hablándole, hasta que se le pasó la tos y se echó. Entonces él me pidió la toalla y empezó a secarlo. A Dax le encantaba que le secaran la panza. Al cabo de un rato, él le puso la toalla sobre la cabeza y sacó una pistola… López estaba seguro de que su perro había muerto del mejor modo: sin saberlo, casi sin tener tiempo de sentir dolor… Eso fue a finales de enero. Nunca volvimos a la playa… -El negro se puso de pie y en ese instante no me pareció tan alto-. ¿Cuánto hace que se fue la luz?

– Como cinco horas… Yo trato de no llevar la cuenta. Total…

Mientras hablábamos el hombre hurgaba en uno de sus bolsillos.

– Coño, por poco se me olvida.

Sacó un pedazo de tela, más pequeño que un pañuelo, y lo abrió. Extrajo algo y lo puso sobre la mesa: aun en la penumbra pude reconocer la valiente fosforera de bencina de Jaime López.

– Es tuya -dijo y carraspeó-. Eso fue lo que te tocó en herencia.

El fin del siglo y del milenio se acercaban cuando, de puro viejo, murióTato, el poodle de Ana, y la osteoporosis de mi mujer entró en su período agresivo con una crisis sostenida que la tuvo prácticamente inválida, con dolores fortísimos, durante tres meses. Todavía no imaginábamos la verdadera gravedad de su estado, y todos mis amigos, dentro y fuera de Cuba, empezaron a buscar lo que parecía ser el único remedio para el padecimiento: vitaminas -calcio con vitamina D y complejo B, sobre todo- y reconstituyentes óseos, incluido el supuestamente milagroso cartílago de tiburón y aquellas tabletas de Forsamax, de efecto tan fuerte que, después de ingerirlas, el paciente tenía que permanecer una hora inmóvil. Y Ana mejoró, al mismo tiempo que Truco, el sato callejero y sarnoso que yo había recogido poco después de la muerte de Tato, engordaba, le crecía el pelo y se convertía en el integrante más vivo y feliz de la familia.

El esperado cambio de siglo y milenio se extravió y el mundo, convertido en un sitio cada vez más hostil, con más guerras y bombas y fundamentalismos de todas las especies (como era de esperar, después de atravesar el siglo XX), terminó volviéndose para mí un espacio ajeno, repelente, con el que fui cortando amarras, mientras me dejaba llevar a la deriva por el escepticismo, la tristeza y la certidumbre de que la soledad y el desamparo más rotundo me acechaban al doblar de la esquina.

Lo que más dolor me producía era ver cómo Ana, a pesar de pasajeras mejorías, se iba apagando entre las cuatro paredes húmedas y desconchadas del apartamentico apuntalado de Lawton. Tal vez por ello, primero como acompañante de la desesperación de mi mujer, y al fin como practicante, me acerqué a una iglesia metodista y traté de cifrar mis esperanzas en un más allá donde quizás encontraría lo que me había negado el más acá. Pero mi capacidad de creer se había estropeado para siempre, y aunque leía la Biblia y asistía al culto, constantemente rompía las reglas de la ortodoxia rígida exigida por aquella fe: demasiadas obligaciones inapelables para una sola vida, demasiados deseos de controlar a los fieles y sus ideas para una religión libremente elegida. El control, el cabrón control. Lo que terminó de complicar mi credulidad fue, sin embargo, el reclamo de una necesaria humildad cristiana proclamada desde el pulpito por unos jerarcas teatrales, de cuya sinceridad empecé a dudar cuando supe de la existencia de autos, viajes al extranjero y privilegios, adquiridos a cambio del olvido del pasado, complicidad y silencio. De no haber sido por Ana, más de una vez hubiera mandado a lavarse las nalgas a todos aquellos pastores. Pero ella siempre me decía que Dios estaba por encima de los hombres, pecadores por definición, y me callé la boca -como era habitual en mi vida-. Entonces me aferré a lo esencial que me ofrecía aquel escape y me esforcé en creer en lo que importaba creer. Y no lo conseguí: no me importaba ni el más allá ni la salvación de mi alma inmortal. Tampoco el más acá ni las manipulables promesas de un futuro mejor a costa de un presente peor. Hubiera preferido otras compensaciones.