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Buscar medicinas y un poco de comida para mi mujer, fumar cigarros con intensidad suicida, cuidar aTruco después de cada accidente o bronca callejera a los que era tan proclive, practicar sin fe una religión tiránica, mirar con distancia estoica las grietas en las paredes y techos en vías de derrumbe de nuestro apartamentico y curar perros tan pobres y desaliñados como sus dueños, se convirtieron en los lindes de mi vida de mierda. Cada noche, después de acostar a Ana -ya no podía hacerlo ella sola-, sin deseos de leer y mucho menos de escribir, adquirí la afición de subir por el muro de mi vecino y sentarme, hiciese frío o calor, en la horquilla que formaban dos gajos de su mata de mangos. Allí, bajo la mirada de Truco, que desde el pasillo seguía cada uno de mis movimientos, me fumaba un par de cigarros y me dedicaba a sentir la plenitud de mi derrota, de mi vejez anticipada, de mi desencanto cósmico, a examinar la conciencia casi muerta del ser lamentable en que había desembocado el mismo hombre que alguna vez había sido un muchacho preñado de ilusiones, y que parecía dotado para domar el destino y arrodillarlo a sus pies. Qué desastre.

Con aquel estado de ánimo insobornable me preguntaba, mientras observaba la infinitud del universo: ¿a quién carajo le importará lo que yo pueda decir enun libro? ¿Cómo es posible que me haya dejado convencer por Ana, pero sobre todo por mí mismo, y hubiera intentado escribir ese libro? ¿De dónde saqué la idea de que yo, Iván Cárdenas Maturell, quería escribirlo y quizás hasta publicarlo? ¿De dónde que alguna vez, en otra vida lejana, había pretendido y creído ser escritor? Y la única respuesta a mi alcance era que aquella historia me había perseguido porque ella necesitaba que alguien la escribiera. Y la muy hija de puta me había escogido a mí.

Tercera parte

Apocalipsis

29

Moscú, 1968

Así pues, por segunda vez los fariseos llamaron al ciego.

– Di la verdad ante Dios, sabes que él es un pecador.

– Si es pecador o no, no lo sé -dijo el hombre-. Todo lo que sé es esto: una vez yo fui ciego, y ahora puedo ver.

Juan 9, 24-26

Moscú también puede ser infernalmente tórrida, y la tarde del 23 de agosto de 1968 debió de ser la más caliente de la estación. Pero, gracias a unas medallas, ellos no tuvieron que mostrar credencial alguna para que las puertas del decrépito hotel Moscú se les franquearan y los recibiera el aliento fresco de los chirriantes aires acondicionados.

Durante los últimos años, Ramón Pávlovich había recurrido infinidad de veces a la táctica de prenderse de la solapa las poderosas medallas de Héroe de la Unión Soviética y de la Orden de Lenin, que conseguían forzar sin violencia casi todas las puertas del país más grande y cerrado del mundo. En realidad, había sido Roquelia quien realizó aquel descubrimiento fabuloso, una mañana del invierno de 1961, mientras tiritaba en una interminable cola que reptaba hacia la calle 25 de Octubre, frente a las vidrieras de un comercio de las galerías Gum. Maldiciendo su suerte, el frío, las colas y los empellones que tenía que resistir con estoicismo, Roquelia había visto pasar delante de los turbulentos aspirantes a compradores al hombre de las muletas y una pierna de menos que, sin pedir permiso, entró en la tienda y cargó con seis tubos del codiciado salami húngaro y doce latas de las esquivas masas de cangrejos de Kamchatka. La impunidad con que el lisiado pasó ante las combativas matronas rusas que encabezaban la fila, las cuales se limitaron a pegar sus rostros al cristal del establecimiento para contar con angustia pero en voz baja el número de salamis que el hombre iba dejando caer en su bolsa (aterrorizadas ante la posibilidad de oír el grito más temido por los soviéticos: «¡Se acabó, camaradas!»), la había conmovido proletariamente: ni en México, ni en ningún país capitalista, jamás se habría tenido una deferencia así con un inválido. Por eso, cuando el hombre soltó la última pieza en su bolsa (donde también habían caído dos botellas de vodka), Roquelia echó mano a la mímica y a su ruso rudimentario y comentó con la mujer que la seguía en la cola aquel gesto humanitario de los soviéticos; y se sorprendió al enterarse, o en realidad creer enterarse, de que la mutilación del hombre nada tenía que ver con su privilegio: éste emanaba de la medalla colgada del bolsillo de su deshilachado capote. El lisiado era un Héroe de la URSS y, como tal, estaba autorizado a pasar delante de todos en todas las colas, aun cuando una hubiera dormido en la acera para tener la seguridad de alcanzar el producto deseado. De lo que sí estuvo segura Roquelia fue de que la condecoración del hombre (se acercó a él casi hasta la impertinencia y la náusea, por la fetidez que desprendía el héroe) era similar a una de las que su marido guardaba en una gaveta de la casa. Por eso, a la noche siguiente, cuando asistió con Ramón a la fiesta organizada por la Casa de España, Roquelia indagó con las viejas republicanas exiliadas y tuvo la certeza de que su vida en Moscú había cambiado. Desde ese día, siempre que salía en busca de algún producto deficitario (la lista podía ser interminable) se hacía acompañar por su marido, a quien le colgaba del saco las prestigiosas medallas para obtener lo mismo estofados búlgaros y salami húngaro que papel sanitario, unas naranjas o boletos para el Bolshói.

La tarde anterior, el teléfono había sonado cuando Ramón Pávlovich leía el ejemplar deL'Humanité que, cada mañana, compraba en el estanquillo ubicado en la salida norte del parque Gorki, al otro lado del malecón Frunze. Roquelia, siempre renuente a levantar el aparato y a hablar en ruso, le había gritado desde la cocina que atendiera él la llamada. Ramón odiaba cualquier interrupción en el rito de sus lecturas o cuando escuchaba las grabaciones de Bach, Beethoven y Falla, y le resultó especialmente molesta esa tarde, pues estaba enfrascado en un artículo en el que se demostraba cómo los revisionistas checos habían trabajado arteramente por una onerosa restauración capitalista, de espaldas a la voluntad de los obreros y campesinos del país. El Ejército Rojo, con su oportuna entrada en Praga, solicitada por la dirigencia del Partido Comunista Checoslovaco, solo pretendía garantizar la continuidad de la opción socialista elegida por las grandes masas de aquella nación y, a la vez, cumplir uno de los acuerdos del Pacto de Var-sovia, aclaraba el comentario.

Ramón Pávlovich se quitó sus gruesas gafas de carey y todavía tuvo tiempo para decirse que aquel artículo demostraba que nada había cambiado: ni siquiera la retórica. Con dificultad se puso de pie: por más que Roquelia insistía en que debía comer vegetales, no perdía peso y con los años se había vuelto un hombre lento y acezante. Levantó los pies para cruzar por encima deIx y Dax, sus dos cachorros de galgos rusos, que, a pesar de su juventud, se habían tornado perezosos con el calor del verano. Ramón estaba casi seguro de que la llamada era para su hijo Arturo, quien, con la adolescencia, se había adueñado del teléfono. Al décimo timbrazo, consiguió asir el pesado auricular.