– Da? -dijo en ruso, casi molesto.
– Merde! ¿Ya sabes hablar en ruso? -la voz, irónica, en francés, fue un flechazo que atravesó el corazón de los recuerdos de Ramón Pávlovich.
– ¿Eres tú? -preguntó, también en francés, sintiendo cómo el pecho y las sienes le palpitaban.
– Veintiocho años sin vernos, ¿eh, muchacho? Bueno, ya no eres un muchacho.
– ¿Estás en Moscú?
– Sí, y me gustaría verte. Hace tres años que pienso si debo o no llamarte, y hoy me decidí. ¿Podemos vernos?
– Claro -dijo Ramón Pávlovich, después de reflexionar unos instantes pero tratando de que su voz sonara convincente. Por supuesto, quería verlo, aunque por mil razones dudaba de que fuese apropiado. Para empezar, presumía que su conversación estaba siendo escuchada y que aquel encuentro sería monitoreado por los agentes de la seguridad, aunque decidió que valía la pena correr el riesgo.
– Mañana, a las cuatro, frente a la cervecería de la estación de Leningrado. ¿Te acuerdas? Trae dinero, ahora pagamos de nuestros bolsillos. Y los míos no están precisamente saludables.
– ¿Cómo te ha ido? -se atrevió a preguntar Ramón Pávlovich.
– De puta madre -dijo el otro, en español, y repitió antes de cortar-: De puta madre. Te veo mañana.
Apenas había colgado, Ramón Pávlovich oyó otra vez el grito. En todos aquellos años aquel alarido de dolor, sorpresa y rabia lo había perseguido, y aunque en los últimos tiempos su insistente presencia se había espaciado, siempre estaba allí, en su cerebro, como una vena latente dispuesta a activarse, unas veces alterada por cualquier reminiscencia del pasado, y otras muchas sin un motivo discernible, como un resorte que él no tuviera la capacidad ni la posibilidad de dominar.
Desde que había llegado a Moscú, ocho años atrás, estaba deseando tener un encuentro con aquel hombre (¿cómo carajo se llamaría ahora?, ¿cómo se habría llamado antes de convertirse en un enmascarado perpetuo?), y solo temía que la muerte, de uno u otro, pudiera impedir la necesaria conversación que lo acercara a las verdades nunca conocidas y que tanto influyeron en los rumbos de su vida. Y ahora, cuando ya pensaba que nunca ocurriría, al fin el encuentro parecía a punto de concretarse y, como de costumbre, la iniciativa había partido de su antiguo y siempre esquivo mentor.
– ¿Quién era? -preguntó Roquelia cuando salió de la cocina, secándose las manos en el delantal-. ¿Qué te pasa, Ramón? Estás pálido…
Él recuperó sus gafas y tomó un cigarrillo del paquete que descansaba en la mesa situada junto a su butacón de lectura y le dio fuego.
– Era él -dijo al fin.
Con el cigarrillo en la mano, Ramón salió al diminuto balcón desde donde disfrutaba de una privilegiada vista del río y, en la otra ribera, del parque arbolado. Desde la altura de su departamento, si miraba al sur, veía los edificios de la universidad y la iglesia de San Nicolás; si volteaba al norte, divisaba el puente Krymski, por donde solía cruzar hacia el parque Gorki, y más allá podía entrever las torres y los palacios más altos del Kremlin.Ix y Dax lo siguieron y, sentados sobre sus cuartos traseros, se dedicaron a jadear y contemplar a los diminutos transeúntes que recorrían el paseo del malecón. Ramón había sentido cómo una extraviada sensación de miedo había regresado y le oprimía el pecho. Casi mecánicamente se observó la mano derecha, donde, a unos centímetros de la herida recibida en los primeros días de la guerra, tenía la indeleble cicatriz con forma de media luna. No le gustaba mirar esas cuatro trazas prendidas en su piel, pues prefería no recordar; pero la memoria era como todo en su vida desde aquella madrugada remota en que dijo que sí: ella también actuaba con insolente independencia de la disminuida voluntad de su dueño.
Primero había escuchado el alarido y, cuando abrió los ojos, vio que el herido, con las gafas torcidas sobre la nariz, conseguía abalanzarse sobre su mano armada y se aferraba a ella para clavarle los dientes y obligarlo a soltar el piolet manchado de sangre y masa encefálica. Lo que sucedería en los siguientes minutos se había convertido en una amalgama de imágenes donde se confundían algunos recuerdos vividos con los relatos que iría escuchando y leyendo a lo largo de todos aquellos años. Aseguraban que, tal vez paralizado por el grito y la inesperada reacción del herido, él ni siquiera había intentado salir del despacho, y decían que mientras los guardaespaldas lo golpeaban con las manos y los cabos de sus revólveres, él había gritado en inglés: «Ellos tienen a mi madre. Ellos van a matar a mi madre». ¿De qué vericueto de su mente habían salido aquellas palabras no previstas? Recordaba, en cambio, haber atinado a cubrirse la cabeza para protegerla de los golpes, y que había comenzado a llorar al pensar que había fallado: no podía creer que el viejo hubiera resistido el golpe y se lanzara sobre él con aquella fuerza desesperada. Entonces había rogado a gritos que lo mataran: lo deseaba y lo merecía. Había fallado, pensaba.
Ramón todavía podía sentir en el pecho una réplica de la opresión que le había cortado el aliento cuando, junto con la confirmación de la muerte del condenado, escuchó al policía encargado de interrogarlo asegurarle que su víctima, ya herida de muerte, le había salvado la vida al exigirles a los guardaespaldas que dejaran de golpearlo, pues era preciso obligarlo a hablar. Aquella información vino a dar sentido a lo ocurrido aquella tarde y, de una extraña manera, alimentó el grito de dolor y horror aferrado a sus tímpanos. Desde ese momento pudo evocar con mayor nitidez el sorprendente alivio que sintió al dejar de recibir culatazos en la cabeza, y también consiguió recordar la mirada de asco que en algún momento le dirigió Natalia Sedova y el instante en que el perroAzteca había entrado en la habitación y se había acercado al herido, tendido en el suelo con un almohadón debajo de la cabeza. Ramón estaba seguro de haberlo visto acariciar al perro y escucharle decir que no dejaran entrar a Sieva.
En realidad, Ramón sólo había recuperado por completo la conciencia cuando, ya oscureciendo, lo habían sacado de la casa, esposado. Antes de montar en la ambulancia que lo conduciría al hospital de la Cruz Verde, había mirado hacia su izquierda y, entre la sangre y la inflamación que le tapiaban el ojo derecho, pudo constatar, más allá de los autos policiales arracimados en la avenida Viena, que el Chrysler verde oscuro había desaparecido. Ya en la ambulancia, le dijo al jefe de su custodia que tomara la carta guardada en el bolsillo de su saco veraniego. El dolor que sentía en la mano, donde le habían mordido, y en su cabeza y su cara magulladas, no impidió que, mientras el policía abría la carta, lo envolviera una benéfica marea de distensión, ni que una única idea, clara y precisa, se adueñara de su mente: mi nombre es Jacques Mornard, yo soy Jacques Mornard.
Tom se lo había advertido: aquella carta sería su único escudo y, pasara lo que pasase, tras ella debía parapetarse de rayos y centellas. Y así lo hizo durante los veinte años que pasó en el infierno terrenal condensado en las tres cárceles mexicanas de su condena. Los tiempos más penosos fueron sin duda los intensos meses en que lo retuvieron en las celdas blindadas de la Sexta Delegación, sometido a interrogatorios interminables, golpizas periódicas, bofetadas constantes y puntapiés cotidianos; a careos con Sylvia, que siempre incluían los escupitajos lanzados por la mujer sobre su rostro; a enfrentamientos con los guardaespaldas del renegado y hasta con varios de los participantes en el asalto masivo dirigido por Siqueiros (lo de «dirigido por» era un decir), quienes, como estaba previsto, no pudieron reconocerlo y menos aún relacionarlo con el esfumado judío francés. Luego se sucedieron las entrevistas con funcionarios belgas que demostraron la falsedad del supuesto origen familiar y nacional de Jacques Mornard, y las incisivas pruebas psicológicas, rayanas en la tortura, que exigieron toda su resistencia física, su inteligencia y el uso del arsenal recibido en Malájovka, para lograr mantener en alto su escudo. Especialmente arduo había sido el proceso de reconstrucción del ataque, cuando lo obligaron a representar, con un periódico enrollado en la mano, el modo en que había golpeado al condenado. Tras el buró de caoba, con el periódico en alto, tuvo al fin la certeza de que el piolet había errado en unos centímetros el punto escogido porque el renegado, con las cuartillas del artículo en las manos, se había vuelto hacia éclass="underline" eso significaba que había tenido tiempo de ver cómo el pico mortífero bajaba y le partía el cráneo. Aquella visión, que aclaraba por qué los forenses determinaron que la víctima había recibido el golpe de frente, y develaba la inexplicable posibilidad de que el viejo hubiera conseguido ponerse de pie, pelear con él y hasta vivir otras veinticuatro horas, resultó tan brutal que se desvaneció.