También recordaba como muy difícil el momento en que el juez instructor le habló de las evidencias de que su verdadero nombre era Ramón Mercader del Río, catalán de origen, pues unos refugiados españoles habían reconocido su foto en los periódicos, y hasta le puso delante una instantánea, tomada en Barcelona, donde él aparecía vestido de militar. La existencia de esa prueba conllevó más interrogatorios y torturas con el propósito de arrancarle una confesión que todos deseaban oír. El jefe de la policía secreta, Sánchez Salazar, parecía haber asumido como un asunto personal la necesidad de oírle de sus labios aquella confesión, y cientos, miles de veces, le repitió las mismas preguntas (¿Qué cerebro armó su brazo? ¿Quiénes fueron los cómplices de su crimen? ¿Quiénes lo mandaron aquí, quiénes lo auxiliaron, quiénes le proporcionaron los medios económicos para preparar el atentado? ¿Cuál es su verdadero nombre?). Sus respuestas, en todos los casos, en todos los años y coyunturas, siempre habían salido de la carta: nadie lo había armado, no tenía cómplices, había viajado con el dinero que le facilitó un miembro de la IV Internacional cuyo nombre había olvidado, su único contacto en México había sido un tal Bartolo, no recordaba si Pérez o París, y él se llamaba Jacques Mornard Van-dendreschs y había nacido en Teherán, durante una misión de sus padres, diplomáticos belgas, con los que después había vivido en Bruselas, y no sabía nada de ningún Mercader del Río y, aunque se parecieran mucho, él no podía ser el hombre de la foto.
Su capacidad de resistir en silencio y de sostener hasta con altanería lo que todos sabían que era una mentira le devolvió las fuerzas y las convicciones resquebrajadas en los días anteriores a su acción. De su interior fue brotando un sentimiento de superioridad y la convicción de que no lo quebrarían. Más de una vez pensó en Andreu Nin y en la faena que les hizo a sus captores al no admitir las culpas que pretendían endilgarle. Ramón sabía que si le llegaba la protección prometida, y si ninguno de aquellos policías venales o de los presos con los que en el futuro conviviría recibía la orden de eliminarlo, él podría resistir, el tiempo que fuese necesario, en las condiciones y con las presiones que le impusieran, pues sabía que únicamente de aquella resistencia dependía su vida. Y, al menos en un principio, Kotov parecía haber cumplido, aunque solo tuvo esa certeza al cabo de siete meses de aislamiento y acoso, cuando le permitieron recibir al fin la visita de su abogado, Octavio Medellín Ostos, contratado la misma mañana del 21 de agosto por una señora llamada Eustasia Pérez. Aquella mujer, a la que el abogado no había vuelto a ver, le había entregado una fuerte suma de dinero para que corriera con los trámites necesarios hasta tanto ella o un apoderado suyo se pusieran en contacto con él. Ramón comprendió entonces que jugaba con la ventaja de no estar solo, y cuando Medellín Ostos le pidió que le contara la verdad para poder ayudarlo, él repitió otra vez, palabra por palabra, el contenido de la carta entregada a la policía.
– ¿Usted pretende que le crea, señor Mornard? -le había dicho el abogado, mirándolo a los ojos.
– Solo pretendo que me defienda, doctor. Del mejor modo posible.
– Ya está demostrado que todo lo que usted me dice es pura mentira. Ni es belga, ni Jacques Mornard existe, ni usted fue trotskista, ni planeó el asesinato una semana antes. Así es muy difícil…
– ¿Y qué puedo hacer si, a pesar de lo que todos quieren creer y decir, ésa es la única verdad?
– Empezamos mal -se había lamentado el otro-. Vamos por partes: el gobierno de México va a insistir hasta hacerlo confesar, porque su crimen ha provocado un escándalo internacional. Por semanas aquí la gente hasta se olvidó de la guerra. ¿Le dijeron que las exequias de Trotski fueron las más multitudinarias que se han celebrado en este país por la muerte de un extranjero? Ellos saben que su identidad es falsa y que usted entiende el idioma español como si fuera su primera lengua. Todo eso lo han demostrado concediéndole el honor de practicarle el primer encefalograma que se hace en México. Han comprobado que la historia de sus reuniones con Trotski para preparar atentados en la Unión Soviética es un embuste, pues el libro de visitas de la casa confirma que en total usted no pasó más de dos horas con él, la mayor parte delante de otras personas. Todo el mundo sabe que su amigo Bartolo París es un fantasma y que la carta que entregó y me ha repetido es una burla: quien quiera que la escribió es un cínico con el mayor desprecio por la inteligencia, pues sabía que esas mentiras iban a ser descubiertas en diez minutos. Con todo eso en contra y con el gobierno empeñado en sacarle la verdad, ¿cómo pretende que lo defienda si sé que usted es un embustero?
– Usted es el abogado, no yo. Lo maté por lo que digo en la carta. Eso es todo cuanto puedo decir. Y necesito que me haga un favor: cómpreme unas gafas graduadas, pues últimamente no veo nada -le había dicho, dispuesto a afrontar todas las consecuencias.
Ramón se sobresaltó cuando Roquelia salió al balcón con un vaso de agua y una taza de café sobre una colorida bandeja uzbeka.
– ¿Para qué te quiere ahora ese hombre? -preguntó ella mientras Ramón Pávlovich bebía el agua.
– Para hablar, Roque, nada más para hablar -dijo y devolvió el vaso, dispuesto a tomar la taza.
– ¿Te hace falta revolearte en el pasado? ¿No es mejor vivir el presente?
– No me entiendes, Roque. Son veintiocho años de silencio… Tengo que saber…
– Ramón, mira que las cosas no están buenas. Eso de Checoslovaquia… ¿Tú crees que alguna vez te dejen salir de aquí?
– Olvídate ya de eso, por favor. Sabes que nunca me dejarán salir. Además, no tengo dónde coño ir…
Bebió el primer sorbo del café y miró a su mujer. Ni siquiera Roquelia, al cabo de quince años de relaciones, podía tener una idea de lo que significaba para él aquel encuentro con su antiguo mentor. Desde el principio, aun cuando él estaba convencido de que Roquelia le había sido enviada por sus distantes jefes, había decidido mantener a la mujer al margen de los detalles más profundos de su relación con el mundo de las tinieblas, pues, entre los impíos de siempre, no saber es el mejor modo de estar protegido. Igual actitud había seguido con su hermano Luis desde que se reencontraran en Moscú y éste le confiara, muy secretamente, su aspiración a volver algún día a España.
– Pero no te preocupes. A mí ya no pueden hacerme nada. Ya me lo hicieron todo -dijo y terminó el café.
– Siempre pueden hacer más. Y ahora tenemos hijos…
– No va a pasar nada. Si no hablo… Salgo a pasear a los perros.
Con un cigarrillo en una mano y las correas en la otra, montó con sus galgos en el ascensor y pulsó la planta baja. Aquel edificio del malecón Frunze, adonde se había mudado hacía apenas dos años, estaba habitado por dirigentes locales del partido, jefes de empresas y un par de refugiados extranjeros de alto nivel, y contaba con los privilegios del ascensor, el intercomunicador en la planta baja (diligentemente operado por el miliciano colocado como custodio de la puerta), los pisos de granito, cuarto de baño en cada departamento, una máquina lavadora y, sobre todo, su magnífica ubicación, a la vera del río Moscova, frente al parque Gorki y a quince minutos a pie del centro. Arturo y Laura, sus hijos, eran los que más disfrutaban el parque, donde patinaban sobre hielo en el invierno y practicaban deporte en el verano.Ix y Dax también se beneficiaban del parque en las mañanas, pero en las tardes el recorrido se reducía al paseo arbolado que corría junto a la avenida del malecón, donde su dueño los había enseñado a correr y saltar sin acercarse a la calle.