Ramón soltó a los perros y aprovechó un banco desocupado, a la sombra de unos árboles llamados sirén, todavía cargados con sus racimos de campanas azules. Le gustaba ver correr a sus galgos, observar cómo sus cabelleras marrones se movían mientras sus largas patas parecían apenas rozar la hierba, con aquel trote de elegancia perfecta. Desde la muerte absurda y cruel deChurro, el perrito lanudo que se coló en la trinchera de la Sierra de Guadarrama, no había vuelto a tener la ocasión de alimentar y cuidar un perro. En los primeros años en Moscú, antes de la adopción de Arturo y Laura, quiso tener algún cachorro, pero el arribo de los niños, tan deseados por la estéril Roquelia, lo había obligado a posponer su anhelo, pues el espacio no abundaba precisamente en el edificio jruchoviano del barrio de Sókol donde entonces vivían. Sin embargo, cuando su hermano Luis, cumpliendo quizás algún mandato misterioso e inapelable, se apareció en su departamento de Frunze con los dos pequeños borzois, Ramón supo que los perros eran un premio y a la vez un castigo que debía asumir, como otra carga de aquel pasado imborrable -ahora dispuesto a regresar de la mano del hombre que, con paciencia y alevosía, había moldeado su destino.
Ramón recordó que, cuando dictaron la sentencia de veinte años de cárcel, la condena máxima contemplada por el código penal mexicano, y lo trasladaron a la tétrica prisión de Lecumberri (con justicia llamada «el Palacio Negro»), la seguridad que lo sostuviera hasta ese momento sufrió una conmoción: en las crujías de aquella cárcel circular, superpoblada de asesinos de todas las categorías y con todas las habilidades para matar, su vida entraba en un túnel asfixiante. Solo si la promesa de Kotov seguía en pie, y el silencio mantenido durante aquellos casi dos años tenía algún valor, su vida conseguiría un asidero. De lo contrario, sería un náufrago en un sitio donde el cuello de un hombre se cotizaba en unos pocos pesos. El miedo a morir, que apenas había figurado entre sus debilidades, se hizo presente desde ese instante para acompañarlo y acecharlo por las más diversas razones. Ramón sabía que muerto resultaba menos comprometedor para los cerebros que, como decía el policía Sánchez Salazar, habían armado su brazo. Lo peor, sin embargo, era pensar que protegerlo o prepararle una fuga no debían de contarse ya entre las prioridades de aquellos mismos cerebros, y menos aún en el de Kotov, seguramente enfrascado en otras misiones más importantes que proteger a un soldado capturado por el enemigo y considerado una baja sufrida en acción. Con esa dolorosa certeza enfrentaba cada nuevo día, y más de una vez abriría los ojos, con la pupila fija en el techo opresivo de su celda, haciendo suyas las palabras que le había oído decir a su víctima: me han dado otro día de gracia, ¿será el último? Desde entonces la impresión de que su destino y el del hombre al que le ordenaran matar se habían confundido gracias a una macabra confluencia lo persiguió sin descanso, al igual que el grito insobornable que retumbaba en sus oídos o la cicatriz en forma de media luna que, desde hacía exactamente veintiocho años y dos días, llevaba en su mano derecha.
La cervecería de la estación de Leningrado no había cambiado mucho en los últimos treinta años. Tal vez el vaho producido por el sudor, potenciado por los calores de agosto, había subido esa tarde a un primer plano olfativo, pero lo seguían escoltando los hedores a pescado, levadura y orines rancios de los borrachos que se disputaban una jarra de cerveza para cargarla con un chorro de vodka. El suelo seguía pringoso, y las caras de los parroquianos, con sus narices cruzadas de venas marrones y los ojos degradados tras un velo hepático, eran como una fotografía inmune al paso de un tiempo que en realidad no transcurría: si acaso retrocedía, como si le temiera al futuro tantas veces prometido, del mismo modo que aquellos hombres (alguna vez aspirantes anuevos) huían de la sobriedad y de las evidencias que ésta solía develar. Solo las figuras de un ser renqueante, alguna vez llamado Leonid Alexándrovich, o Kotov, o Tom, o Andrew Roberts, o Grigoriev, y la de otro que excedía los cien kilos y nunca había vuelto a llamarse Ramón Mercader, testimoniaban que ya no se bañaban en el mismo río.
– ¡Estás hecho un gordito, muchacho! -dijo el primero y se lanzó al abrazo que Ramón supo que terminaría con un beso vomitivo del cual logró zafarse.
– ¡Y tú un viejo calvo! -contraatacó él y abrió la brecha para que el otro lo atrapara con un segundo abrazo inmovilizador que le impidió resistir la arremetida del beso ruso.
– El tiempo y las penas -dijo el soviético, ahora en español.
– Vamonos de aquí, esto es una cabrona letrina.
– Veo que te has vuelto fino. ¿Qué te parece nuestro proletariado? Sigue necesitando jabones, ¿no? ¡Pero mira cómo estás vestido! Esa ropa es extranjera, ¿verdad? Huele a Occidente y a decadencia…
– Mi mujer la trae de México.
– ¿Y tendrá alguna para vender? -dijo y rió, gutural y sonoramente.
– ¿Ellos también saben que Roquelia trae ropa para vender?
– Ellos siempre lo saben todo, muchacho. Siempre y todo.
Salieron a la calle y Ramón no lo pensó dos veces: se colocó las medallas en la solapa de su chaqueta y pudieron tomar el primer taxi en la bulliciosa cola de la estación. Ordenó al taxista que los dejara en Ojotni Riad, frente al hotel Moscú.
– ¿Por qué quieres meterte aquí? Este hotel está lleno de micrófonos -dijo el soviético, ya en francés, cuando vislumbraron la fachada del edificio que el paso de los años había vuelto aún más incongruente y opaco.
– Encárgate de evitarlos -sonrió Ramón-. Espera un momento, ¿cómo diablos te llamas ahora?
El antiguo Kotov volvió a lanzar su risa gutural de los viejos tiempos.
– Nomina odiosa sunt. ¿Recuerdas? ¿Qué te parece si ahora me llamo Lionia, Leonid Eitingon?
– No te juzgaron con ese nombre… ¿No era Naum Isákovich? ¿Me dirás de una puta vez cuál es el verdadero?
– Todos son tan verdaderos como Ramón Pávlovich López. Hasta el nombre me debes, Ramón…
El hotel Moscú era un símbolo de un pasado todavía vivo, como los dos hombres que, gracias a las altas insignias, penetraron en el bar refrigerado que los liberaba de la canícula moscovita. Leonid detuvo a Ramón y olfateó el ambiente. Indicó una mesa y, con su cojera más acentuada, abrió la marcha.
– Ya tenemos hasta naves espaciales, pero los micrófonos de la KGB y las cuchillas de afeitar que nos venden son del paleolítico… Mira, hay algo que seguro nadie te ha dicho -sonrió Lionia-. Muchas paredes de este hotel son dobles, ¿entiendes? Están formadas por dos paredes, entre las que cabe un hombre. Construyeron el hotel así para oír lo que hablaban ciertos huéspedes en ciertas habitaciones. ¿Qué te parece?
Ramón pidió una jarra de zumo de naranja, una botella de vodka helado, un plato de fresas y lonchas de un embutido polaco que solo vendían en las tiendas para diplomáticos y técnicos extranjeros.
– Y también ponga caviar y pan blanco -exigió Eitingon al asombrado camarero.