– ¿Por qué me has llamado? Pensaba que ya no querías hablar conmigo.
– Sabes que salí de la cárcel hace tres años, ¿verdad? -preguntó Eitingon y Ramón asintió-. Cuando me soltaron me dijeron que no te buscara, y no tengo que hablarte de lo que significa para nosotros la palabra obediencia. Pero hace un tiempo le pregunté a un amigo que todavía trabaja en el aparato si a alguien le importaba mucho que nos viéramos y habláramos de los viejos tiempos… Pues hace una semana, cuando soltaron a Sudoplátov, el amigo me llamó y me dijo que no, que no importaba demasiado si te veía… siempre que más tarde les contara algunas cosas.
– ¿Y vas a contarles algo?
– ¿Después de lo que nos hicieron crees que los voy a ayudar? ¿Sabías que a Sudoplátov lo tuvieron guardado quince años? -dijo y agregó en castellano-: Que se caguen en las resputas de sus madres… Ya veré qué les invento. ¿Está mal dicho «resputas» para decir que son muchas y muy putas?
Cuando Ramón llegó a Moscú, en mayo de 1960, el oficial de la KGB que lo atendió durante los primeros meses tuvo la deferencia de informarle que su antiguo mentor le mandaba saludos de bienvenida desde la cárcel donde estaba confinado, cumpliendo una condena de doce años por el delito de participación en un complot contra el gobierno. Pero antes, por varias cartas que Caridad le hiciera llegar a través del abogado Eduardo Ceniceros (quien había empezado a ocuparse de Ramón tras la muerte de Medellín Ostos), el preso de Lecumberri había tenido algunas noticias de la extraña suerte corrida por su mentor. Aunque las misivas eran intencionadamente confusas, incomprensibles para quien no estuviera en antecedentes, Ramón logró poner en claro que cuando su mentor regresó a la URSS, tras cumplir la misión más importante de su vida, lo habían ascendido a general y otorgado la primera de sus órdenes de Héroe de la Unión Soviética, entregada personalmente por el camarada Stalin. Míster K, o el Cojo (como lo llamaría Caridad en aquellas cartas), siguió trabajando con Sudoplátov en la llamada Dirección de Extranjeros del servicio secreto, preparando a los agentes encargados de infiltrarse para sabotear la retaguardia alemana. Por aquella labor (¿qué cosas habría hecho?, se preguntó Ramón, aunque podía adivinar la respuesta) volvería a ser condecorado como Héroe de la URSS y ascendido a general de brigada. Pero el traslado de Beria, en 1946, de los órganos de inteligencia a la dirección de las investigaciones y desarrollo de la industria nuclear, convertida en la mayor obsesión de un Stalin que se preparaba para la guerra atómica, dejó en el aire a Míster K, de inmediato retirado del servicio por el nuevo director de los órganos de espionaje y sabotaje de la guerra fría. Según otras cartas de Caridad, para esa época ya radicada en París, todo transcurría con aparente normalidad en la vida del agente hasta que, en 1951, fue encarcelado por órdenes de Stalin, junto a su hermana Sofía, la doctora, arrastrados ambos por larazzia de médicos, científicos y altos oficiales (encabezados por el mismísimo ministro de la Seguridad del Estado, Abakúmov), todos de origen judío. Esta vez los acusaban nada más y nada menos que de intentar envenenar a Stalin, Jruschov y Malenkov, para hacerse con el poder. El caso había salido en los periódicos y Jacques Mornard pudo leer en Lecumberri diarios franceses, ingleses y mexicanos que daban detalles del llamado «complot de los médicos judíos», descubierto por la inteligencia moscovita, que había impedido el asesinato del camarada Stalin y de grandes masas de soviéticos. El tono de aquellas acusaciones, aderezado con los mismos condimentos que los procesos de los años treinta, despertó el miedo que Ramón había logrado conjurar luego de más de diez años de una relativamente apacible permanencia en la cárcel. Para él la historia de aquella tétrica conspiración solo podía tener una lectura: detrás de un real o supuesto complot se escondía la preparación de una ofensiva antisemita y la eliminación de hombres conocedores de incómodos secretos del pasado. Y precisamente su mentor, que además era judío, conocía uno de los secretos más comprometedores. Si mataban a Kotov, ¿cuánto tiempo de vida le quedaría a él? La amabilidad comprada de los funcionarios del penal, ¿seguiría siendo financiada por Moscú? El preso vivió dos años con aquella zozobra, esperando cada día recibir la noticia de la ejecución del general Naum Isákovich Eitingon, según lo llamaban los despachos periodísticos oficiales. Hasta que, en marzo de 1953, llegó a la cárcel la noticia de la muerte de Stalin.
Por aquella época comenzó a ser Roquelia quien le llevara los mensajes enviados por Caridad desde París. En uno de los primeros su madre le contaba que Míster K y todos los supuestos autores del complot, presos desde 1951, habían sido liberados por Beria. Ramón volvió a respirar, aliviado. Pero no por mucho tiempo. Cuando el nuevo equipo de mando soviético encabezado por Jruschov derribó y ejecutó a Beria, Eitingon había sido barrido en la redada, ahora acusado de confabularse con su antiguo jefe para perpetrar un golpe de Estado, y había sido condenado a doce años de cárcel. Caridad le aseguraba en una carta que así se expresaba la gratitud soviética y le advertía que nunca se descuidara, pues la gratitud podía cruzar el Atlántico.
– ¿Qué ha sido de tu vida desde que te soltaron? -Ramón se sirvió del zumo mientras Leonid bebía su primer lingotazo de vodka.
– Me insinuaron que Jruschov había cometido un exceso conmigo y con otros viejos soldados de Beria. Me devolvieron mi pensión, pero no las medallas, me consiguieron un trabajo como traductor, y me entregaron un departamento en Goliánovo. Ya sabes: un cascarón, sin baño propio. Esos edificios no están hechos con cemento, sino con odio… ¿Nunca has oído la canción de los taxistas? -preguntó, sonrió, y de inmediato cantó en ruso-: «Te llevaré a la tundra, / te llevaré a Siberia. / Te llevaré a donde quieras, / pero no me pidas que te lleve / a Goliánovo…».
Leonid intentó sonreír, pero no lo consiguió.
– ¿Fue muy duro? -Ramón, cargado con su experiencia carcelaria, se sintió con derecho a hacer aquella pregunta.
– Seguramente más duro que tu cárcel, y ya sé que una cárcel mexicana puede parecer lo más cercano al infierno. Pero tú sabías que tenías una protección y yo no tenía un clavo al que agarrarme, tú sabías que ibas a estar veinte años, pero lo mío no tenía fecha de vencimiento. Además, los mexicanos pueden matarte y salir de fiesta, aunque no son capaces de concebir las cosas que se les ocurren a nuestros cama-radas cuando quieren que tú confieses algo, lo hayas hecho o no. Y lo peor es cuando sabes que estás pagando culpas que no son tuyas. Y peor todavía cuando es tu misma gente quien te aprieta los tornillos… Súmale a eso el puto frío… Cómo odio el frío…
Leonid se zampó dos lonchas dekielbasa polaco y bebió su segundo vodka, quizás para caldear el frío de la memoria. Movió la cabeza, negando algo recóndito: en realidad, comentó, desde 1948 había presentido que su suerte podía cambiar. Ese año Stalin comenzó la purga de los viejos luchadores antifascistas europeos que ya no se adaptaban al modelo del burócrata estalinista exigido por el socialismo en expansión y por las modalidades de la recién estrenada guerra fría. La purga de Praga fue la señal de que los mastines del pasado debían ser sacrificados, pero Eitingon había cometido un error de cálculo al pensar que aquellos nuevos procesos nada tenían que ver con hombres como él, verdaderos profesionales, tan útiles en tiempos de cacerías.
Una coyuntura como el fracaso sufrido por el Gran Timonel en su pretendida influencia sobre el naciente Estado de Israel (que después de recibir apoyo y dinero soviético se decantó por girar en la órbita de Washington) había destapado su enconado odio de siempre contra los judíos. El Secretario General se había sacado de la manga la conspiración de los médicos envenenadores y, con su sentido del ahorro, aprovechó la causa para sacar de la circulación a otros judíos y no judíos potencialmente peligrosos por sus ideas o por su simple conocimiento de molestos secretos.