– Stalin sabía que estaba declinando y comenzó a identificar la supervivencia de la revolución con la suya. De verdad se creía que él era la Unión Soviética. Bueno, casi lo era. Estaba cerca de los setenta años y después de tanto luchar por reunir todo el poder en sus manos, después de haberse convertido en el hombre más poderoso de la Tierra, se sentía agotado y empezó a olerse lo que iba a ocurrir: cuando él muriera, sus mismos perros lo iban a vilipendiar. Nadie puede engendrar tanto odio sin correr el riesgo de que en algún momento se le desborde encima el recipiente, que fue lo que pasó cuando murió. Por eso entró en un mundo enfermizo de obsesiones. Después de la guerra, con la euforia de haber vencido y con tantas cosas que reconstruir, la gente estaba más tranquila y mejor controlada. Stalin trasladó entonces el juego al círculo del partido: el cabrón tenía muy claro que, para reinar hasta el final, debía lograr que nadie, jamás, pudiese sentirse seguro. De verdad creo que el período de después de la guerra fue más duro que el de los años 1937 y 1938. ¿Que no? Mira, muchacho, aunque tenía hombres que habían gozado de su confianza como Beria, Zhdánov, Kaganóvich, y el hijo de tresresputas del menchevique Vishinsky y otros inútiles como Molotov y Voroshilov, él sospechaba de todos ellos, porque era un hombre enfermo de desconfianza y de miedo, de mucho miedo. ¿Te imaginas que, cuando nos interrogaban, siempre nos preguntaban si alguno de esos hombres, los de más altos cargos, los de su confianza, estaba implicado en nuestro complot antisoviético? ¿Sabes que sometió a cada uno de ellos a una prueba terrible? A Polina, la mujer de Molotov, la metió en un gulag por ser judía. Kalinin, siendo el presidente del país, tenía a su esposa en la cárcel y cuando ella enfermó tuvo que pedirle a Stalin, como un favor personal, una cama mejor que el jergón donde la encontró casi muerta… ¡El presidente de la Unión de Repúblicas, muchacho! En esa época entendí que la crueldad de Stalin no solo obedecía a la necesidad política o al deseo de poder: también se debía a su odio a los hombres, peor todavía, a su odio a la memoria de los hombres que lo habían ayudado a crear sus mentiras, a putear y reescribir la historia. Pero, la verdad, no sé quién estaba más enfermo, si Stalin o la sociedad que le permitió crecer… Suka!
– ¿Era el mismo Stalin al que tú adorabas y me enseñaste a adorar? -siempre que penetraba en aquellos pantanos, Ramón se sentía desubicado, como si le hablaran de una historia ajena a la suya, de una realidad diferente a la que él mismo había creado en su cabeza.
– Siempre fue el mismo, un hijo concebido por la política soviética, no un aborto de la maldad humana… -respondió Leonid e hizo una pausa-. Cuando me llevaron a la cárcel de Lefórtovo, supe que todo había acabado. Me dijeron que nos someterían a un proceso público y me pidieron que firmara una declaración donde reconocía, entre otras mil cosas, estar al corriente de los planes asesinos de los médicos y de haberles dado apoyo político y logístico. Pero les dije que no iba a firmar.
– ¿Y cómo lo hiciste para no firmar?
– Ay, Ramón -se rió Leonid-, ¿por qué iba a firmar? Vamos a ver, para que entiendas bien. ¿Cuántos hijos tenía Trotski?
– Cuatro.
– Yo tengo tres y varios hijastros… ¿Qué pasó con los hijos de Trotski?
– Los mataron, se suicidaron…
– ¿Te acuerdas de si Trotski tenía una hermana?
– Olga Bronstein, la que había sido mujer de Kámenev.
– ¿Y?
– Dicen que desapareció en un campo de trabajo.
– Pues yo también tengo una hermana que era uno de los médicos acusados… La condenaron a diez años… ¿Te acuerdas del día que fuimos al juicio para ver la declaración de Yagoda?
– Por supuesto.
– ¿Tú crees que valía la pena que yo me cubriera de mierda creyendo que así iba a salvar a mi mujer, a mis hijos y a mi hermana? ¿Que autoinculpándome de cualquier infamia iba a ayudar a la república de los Soviets y, a lo mejor, a salvarme yo? ¿Qué pasó con Zinóviev y Kámenev? ¿Salvaron a su familia cuando confesaron que eran conspiradores trotskistas? Stalin cambió el código penal para matar a sus hijos menores de edad… Si yo confesaba algo, no solo me estaba matando a mí mismo, sino que iba a matar a otras gentes. Y me dije que iba a aguantarlo todo: y aguanté, sin hablar. ¿Sabes cómo? Pues dejándome morir poco a poco, convirtiéndome en un esqueleto que se les podía desarmar en las manos. Era la única manera de evitar que me torturaran…
Ramón guardó silencio. Recordó la conmoción que le había producido leer los discursos de Jruschov, que le llevó Roquelia, en los que se reconocían los excesos de Stalin: pero no bien se les ponían nombres y rostros, los «excesos» empezaban a llamarse crímenes. Nunca iba a olvidar cuando, ya establecido en Moscú, su hermano Luis había vuelto a remover aquellos lodos: con mucho secreto le había dado a leer la carta de Bujarin «A una futura generación de dirigentes del Partido», que la mujer del bolchevique había guardado en su memoria durante veinte años, casi todos vividos en campos de trabajo. Era el testamento político de un hombre que, tras calificar de máquina infernal el terror estalinista, advertía a los verdugos -debía de estar mirando a Ramón, a Kotov, a otros como ellos- que «cuando se trata de asuntos indecentes la historia no soporta testigos» y que el tiempo de su condena estaba cada vez más cercano.
– Igual que ellos, yo tampoco era inocente del todo. En la nueva lógica, nadie en este país era del todo inocente… -Lionia había perdido parte de la profundidad vibrante de su voz-. Beria tenía sus planes para el futuro y los había comentado conmigo. Pero no haber firmado esa confesión y la muerte de Stalin me salvaron del pelotón de fusilamiento. Porque me iban a fusilar. Yo era el único que sabía toda tu historia, y también otras más o menos espeluznantes, como la del atentado en Ankara contra el vicecanciller alemán Von Papen, y la de ciertos experimentos médicos con prisioneros durante la guerra.
– ¿De qué me estás hablando? -Ramón miró a su antiguo mentor y pensó que no todos pueden atravesar con la mente lúcida la estepa de la cárcel y la tortura.
Eitingon se limpió varias veces los dedos con una servilleta de papel grisáceo, como si quisiera desprenderse alguna sustancia especialmente adhesiva.
– Venenos que no dejan rastro. Pruebas de resistencia a la radiación, talio activado, uranio. Eran traidores o criminales de guerra, de todas maneras iban a morir… Stalin estaba obsesionado con la idea de fabricar la bomba atómica. Se hicieron muchas pruebas… Fue asqueroso y cruel.
Ramón lo miró a los ojos: el viejo Kotov conservaba esa transparencia afilada de sus pupilas, que impedía saber cuándo mentía y cuándo decía la verdad. Algo, en esta ocasión, le advirtió a Ramón que Leonid era más sincero que nunca.
Eitingon tomó un cigarrillo y comenzó a acariciarlo.
– Cuando murió Stalin, Beria me sacó de la cárcel. Me devolvieron el carné del Partido y mis grados. Y a pesar de todo lo que me habían hecho, de que había perdido cuarenta kilos, de las cosas terribles que sabía, pensé que la justicia existía y el Partido nos salvaría. Por eso cuando llegué a mi casa y mis hijos me contaron que en esos dos años un par de compañeros habían tenido el valor de ir a verlos y ofrecerles alguna ayuda, les dije que esos camaradas y ellos habían cometido un gran error: si yo estaba preso, acusado de ser un traidor, nadie debía preocuparse ni condolerse de mí, ni siquiera ellos… ¿Qué te parece?… Ése fue mi penúltimo acto de fe. Estaba convencido de que, sin Stalin y su odio, el Partido haría justicia y la lucha recobraría su sentido… Nada, me equivoqué otra vez. Ya todo estaba podrido. ¿Desde cuándo estaba podrido?