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– ¡Qué sé yo!… ¿Por qué me cuentas todo eso?

Lionia encendió al fin el cigarrillo y movió el vaso sobre la mesa, como si quisiera alejarlo de sí.

– Porque creo que te debo toda mi historia. Yo te hice lo que eres y me siento en deuda. Yo fui un creyente, pero te obligué a creer en muchas cosas, sabiendo que eran mentiras.

– ¿Que Stalin quería matar a Trotski no porque éste fuera un traidor, sino porque odiaba al exiliado?

– Entre otras cosas, Ramón Pávlovich.

Unos meses después de la muerte de Stalin, cuando Beria cayó en desgracia, Eitingon volvió a ser arrestado. En realidad, su antiguo jefe aspiraba al poder, pero había cometido, según Leonid, el mismo error de Trotski: menospreciar al adversario, creerse mejor posesionado, dueño de informaciones que le garantizaban el ascenso y la impunidad. Beria había visto a Jruschov bailar como un payaso para divertir a Stalin, aunque todos sabían que odiaba al georgiano por no haber tenido clemencia con el hijo de Jruschov que había caído en manos de los alemanes durante la guerra y al que el Gran Timonel se había negado a canjear por otros prisioneros; Beria había visto llorar a Jruschov por un regaño del Gran Hombre y tenía en su poder cientos de órdenes de ejecución de los años de las purgas en las que aparecía la firma de Jruschov como secretario del Partido en Ucrania. Beria lo consideraba un ser mezquino, de ambiciones limitadas, y ése fue su error. Jruschov lo obligó a jugar en el terreno de las intrigas políticas y demostró ser más astuto, y antes de que Beria se diera cuenta, ya lo había devorado.

La carta de triunfo de Jruschov había sido el ejército, comentó Eitingon, llevándose un pedazo de pan a la boca. Los militares no perdonaban a Beria que hubiera estado involucrado en la purga de los mariscales en el año 1937, y veían en él al posible continuador de un Stalin que se había robado los méritos de la victoria militar sobre el fascismo, obtenida a pesar de Stalin, a veces hasta en contra de Stalin. Jruschov supo utilizar a su favor la investigación en curso sobre los grandes botines de guerra que muchos de los generales se habían llevado de las zonas ocupadas de Europa del Este. Beria tenía en sus manos un documento del Consejo de Ministros donde se contabilizaban los cientos de abrigos de pieles, las decenas de cuadros del palacio de Potsdam, los muebles, tapices, alfombras y otros objetos de valor (miles de metros de distintos tipos de tela, ¡le encantaban las telas!), que el héroe Zhúkov había traído consigo al final de la guerra. Aquel documento le había costado al mariscal ser degradado y alejado de Moscú, y aún podía ser juzgado por la vía civil. Pero el teniente general Kriukov y el general Iván Serov también habían hecho lo suyo y sabían que les esperaba el mismo destino que al gran mariscal. Fue Serov, de acuerdo con Jruschov, quien incitó a sus compañeros a dar el golpe de mano contra Beria, y por eso después fue ascendido a jefe de la seguridad del Estado y de la inteligencia militar. La nueva escuela de generales creados por Stalin no se parecía demasiado a los oficiales humildes y mal vestidos de los tiempos de Lenin y Trotski.

– Con Beria caímos todos. Sudoplátov, yo… Mi juicio duró un día y al otro estaba en la primera de las cárceles que recorrí en esos doce años. Todavía me pregunto por qué no me mataron. Tal vez porque sabían que yo sabía y en algún momento quizás necesitaran eso que yo sabía…

– ¿Y qué hace un hombre como tú cuando ya no cree en nada?

Lionia se sirvió más vodka y encendió otro de sus apestosos cigarrillos.

– ¿Qué puedo hacer, muchacho? ¿Huir, como Orlov? Si pudiera hacerlo, lo cual es muy poco probable, pues si me acerco a cien kilómetros de cualquier frontera me dan un tiro o me devuelven a un campo de trabajo, ¿podría salir con mis hijos? ¿Tendría la posibilidad de pactar y canjear la vida de mi familia por mi silencio? ¿Alguien se atrevería a acogerme? Vamos a ver, ¿cuántos países te negaron una simple visa de tránsito cuando saliste de la cárcel?

– Todos. Menos Cuba, que me dio setenta y dos horas.

– ¿Entiendes que somos unos apestados? ¿Te das cuenta de que somos lo peor que creó Stalin y que por eso nadie nos quiere, ni aquí ni en Occidente? ¿Que, cuando aceptamos la misión más honrosa, nos estábamos condenando para siempre, porque íbamos a ejecutar una venganza que el cerebro enfermo de Stalin creía necesaria para conservar el poder?

– Stalin no era un enfermo. Ningún enfermo gobierna medio mundo durante treinta años. Vosotros mismos lo decíais: Stalin sabe lo que se hace…

– Es verdad. Pero una parte suya estaba enferma. Dicen que mató como a veinte millones de personas. Un millón puede ser necesidad, los otros diecinueve son enfermedad, digo yo… Pero ya te dije que Stalin no era el único enfermo.

En sus largos años en la cárcel, Ramón había tenido mucho tiempo para pensar en los actos de su vida y para soñar con aquella existencia paralela, fabricada por su mente en un vano intento por vencer la depresión y la angustia. En los primeros tiempos, logró dominar el miedo al descubrir que no le retirarían la protección prometida y que fraguaban algún plan para sacarlo de la prisión: entonces se obligó a desechar todas las dudas que lo acompañaron cuando se dirigió a Coyoacán aquel 20 de agosto de 1940. Si cumplía con la promesa de mantener la boca cerrada, pensó, sus jefes, y con ellos la Historia, lo recompensarían como lo que era: un hombre capaz de sacrificar su vida por la gran causa. Pero los años transcurrieron y la fuga nunca pasó de ser una idea en la cabeza de Caridad, aunque la protección se mantuvo y el abogado Ceniceros dispuso siempre del dinero necesario para facilitarle en lo posible la vida en la cárcel. La resignación fue desde entonces su único asidero, y trató de luchar contra el tiempo y conservar su equilibrio mental.

– Voy a contarte algo que nadie sabe -dijo Ramón y esta vez se sirvió un trago de vodka. Lo bebió a la rusa, de un golpe, y sintió que se le cortaba la respiración. Esperó a recobrar el aliento mientras observaba cómo Leonid devoraba las lonchas de embutido, montándolas sobre ruedas de pan blanco, del modo en que comen los famélicos-. En 1948, mi abogado logró pasarme una carta dentro de un libro. La remitía un judío que vivía en Nueva York, pero en cuanto la leí supe quién…

– Orlov -soltó Eitingon y Ramón asintió-. Ese maricón adora escribir cartas.

– La firmaba un tal Josué no sé qué y decía que me iba a contar cosas que le había confiado un viejo agente de la contrainteligencia soviética, su amigo cercano, cosas que creía que yo debía saber… La verdad, no decía nada que yo no hubiera pensado, pero, dicho por él, todo adquiría otra dimensión, y me hizo reflexionar… Me hablaba del engaño, de los engaños, en realidad. Me decía que Stalin nunca había querido que los republicanos ganáramos la guerra y que a ese amigo suyo lo habían enviado a España precisamente para evitar primero una revolución y, por supuesto, una victoria republicana. La guerra solo debía durar lo suficiente para que Stalin pudiera utilizar a España como moneda de cambio en sus tratos con Hitler, y que, cuando llegó ese momento, nos había abandonado a nuestra suerte, pero colgándose la medalla de haber ayudado a los republicanos y, como premio adicional, quedándose con el oro español. Me hablaba también del asesinato de Andreu Nin. Su amigo había participado en aquel montaje, y me decía que todas las supuestas pruebas contra Nin, como las que había contra Tujachevsky y los mariscales, habían sido preparadas en Moscú y en Berlín, como parte de la colaboración con los fascistas.

– Así mismo fue -dijo Leonid y bebió otro golpe de vodka-. Stalin y su gente, el hijo de mala madre de Orlov entre ellos, lo prepararon todo. Y lo mejor es que hasta consiguieron que mucha gente siguiera creyendo en ellos… Los viejos e incondicionales «amigos de la URSS», ¿recuerdas? ¡Cómo los embutimos!… ¡Cómo les gustaba que los embutiéramos!