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Durante la guerra civil, Blumkin había destacado como agente de contrainteligencia, lo cual le valió condecoraciones, ascensos e, incluso, la militancia en el partido bolchevique. Considerado un traidor por sus antiguos camaradas, dos veces escapó, de modo milagroso, a atentados contra su vida. Los meses finales de la guerra, mientras se recuperaba de las heridas del segundo atentado, formó parte del cuerpo de asesores de Liev Davídovich, quien, al ver sus aptitudes, lo premió con una recomendación especial para la academia militar. Sin embargo, su capacidad para las misiones de espionaje lo decantaría por el mundo de la inteligencia, y desde hacía varios años fulguraba como una de las estrellas de los servicios secretos, para los que todavía trabajaba a pesar de que todos sabían, incluido el jefe máximo de la GPU, que, por su devoción hacia Trotski, sus simpatías políticas estaban con la Oposición.

Cuando Liova le contó los pormenores de su encuentro con Blumkin (el antiguo terrorista había ido a la India, y ahora a Turquía, para vender unos antiquísimos manuscritos hasídicos a fin de obtener fondos para el gobierno), Liev Davídovich se convenció de que el agente secreto seguía sintiendo por él el afecto de siempre. Y, a pesar de todas las prevenciones de Natalia Sedova, aceptó recibirlo.

Cuando Liev Davídovich vio de nuevo el rostro inconfundiblemente judío y aquellos ojos enormes y refulgentes de inteligencia del pequeño Yakov, como antes solía llamarle, sintió una profunda alegría, cargada con oleadas de nostalgia. Se fundieron en un abrazo y Blumkin besó varias veces el rostro y los labios de su anfitrión, para llorar después, como la noche en que había escrito una carta salvadora en el despacho del poderoso comisario de la Guerra.

Las tres visitas que durante la segunda semana de agosto hizo Blumkin a Büyük Ada fueron como un soplo vivificador para el desaliento que iba dominando a Liev Davídovich. Entre evocaciones del pasado y noticias del presente, rieron, lloraron y discutieron (incluso a propósito de Maiakovski y del estado lamentable de la poesía soviética), y Blumkin, además de ponerle al día sobre la desesperada situación de los opositores dentro del país, insistió en servirle de correo en su inminente regreso a Moscú, pues pensaba que su trabajo en la inteligencia tenía como misión neutralizar a los enemigos externos de la URSS, pero no era incompatible con sus ideas políticas oposicionistas.

De boca del agente, Liev Davídovich escuchó también los argumentos de Rádek para escenificar una capitulación que, según el joven, solo podía ser una maniobra dilatoria. Blumkin, mostrando una capacidad invencible para las fidelidades, defendió la postura de su amigo Rádek, pues él también pensaba que si se podía luchar dentro del Partido era mejor que hacerlo fuera. Liev Davídovich le confesó que ya no confiaba en la capacidad de un partido al frente del cual estuviese un hombre como Stalin y donde militase Rádek. Pero Blumkin se asombró de su pesimismo y le recordó que precisamente él, Liev Trots-ki, no podía flaquear.

La partida del joven había dejado en el exiliado una sensación de vacío que, semanas más tarde, sería sustituida por el avieso sentimiento de indignación que provocan las infidelidades. El cambio de estado de ánimo lo había catalizado una carta de los Paz en la cual, tras unos saludos más secos de lo habitual, los remitentes entraban en materia sin miramientos: «No se haga demasiadas ilusiones sobre el peso de su nombre», comenzaba aquel párrafo con sabor a epitafio, que de un modo alarmante enfrentaba al revolucionario a la evidencia de su ruina política. «Durante cinco años la prensa comunista lo ha calumniado hasta el punto de que entre las grandes masas solo queda un vago recuerdo de usted como el jefe del Ejército Rojo, como conductor de los trabajadores durante Octubre. Cada vez su nombre significa menos y la maquinaria que se ha desatado terminará por devorarlo, después de que haya devorado su nombre.» Al cabo de la tercera lectura, había necesitado limpiar las gafas, frotándolas con el borde del blusón ruso, como si los cristales fueran los verdaderos responsables de la percepción turbia de unas palabras que le sonaban dolorosas pero cada vez más ciertas. Cuando se apartó de la ventana desde donde había observado el jardín invadido por la maleza y, más allá, el brillo aceitoso del antiguo Propontis, había sentido que ni siquiera su optimismo impermeable ni su fe en la causa podían sustraerlo de la invasiva sensación de soledad que lo embargaba. ¿Cuántas adversidades se habían sucedido en unos pocos meses para que Maurice y Magdeleine Paz le hubieran escrito aquella carta envenenada de verdades? ¿De qué modo la realidad se había empeñado en trocar un discurso dedicado al orgullo de un coloso por aquellas reflexiones dirigidas a la humillación de un olvidado?… Lo más insultante de la carta era el hecho de que, apenas un mes antes, durante su segunda visita a Prínkipo, los Paz no se atrevieran a confesarle sus aprehensiones y se hubiesen marchado prometiendo trabajar por la unidad de los trotskistas franceses, entre quienes, habían vuelto a afirmar, el prestigio y las ideas del exiliado se mantenían incólumes.

Durante semanas aquella carta rodó por la mesa de trabajo de Liev Davídovich, como un testimonio del que no quería desentenderse pero del cual tampoco deseaba ocuparse. Impulsado por la calma que traía la cercanía del invierno, se había centrado en el trabajo serio y andaba embebido en la escritura de suHistoria de la revolución. Alguna vez, incluso, Natalia Sedova le había dicho que terminara de responder aquella carta, y él le había dado cualquier pretexto.

Las temperaturas invernales de Prínkipo nada tenían que ver con las sufridas un año antes, en Alma Ata. Cubierto apenas con un viejo saco, Liev Davídovich se había acostumbrado a disfrutar de la llegada de la mañana en su estudio de trabajo, mientras bebía café y contemplaba cómo la luz del amanecer se filtraba a través de un velo plateado, casi corpóreo, que hacía destellar al mar. Aquel día se disponía a trabajar en suHistoria de la revolución, cuando Liova había entrado para sacarlo de sus cavilaciones: habían llegado noticias de Moscú. Como siempre, el presentimiento de que podía haber ocurrido algo grave a algún ser querido resultó lacerante para el exiliado. Liova, como si no se decidiera a hablar, fue a sentarse del otro lado de la mesa, para quedar frente a Liev Davídovich, que se había mantenido en silencio, ya convencido de que iba a escuchar algo terrible. Pero las palabras de su hijo consiguieron desbordarlo: habían fusilado a Blumkin.

Liova tuvo que referirle todos los detalles: la falta de noticias del agente se debía a que durante dos meses había estado recluido en los fosos de la Lubyanka, sometido a interrogatorio por sus camaradas de la policía secreta. Según el informante soviético, la detención se había producido tras una denuncia de Rádek, a quien el propio Blumkin había puesto al corriente de sus encuentros con Trotski. Rádek, sin embargo, negaba que él lo hubiera delatado, y aseguraba que la GPU se había enterado de que Blumkin había visitado a Trotski y regresado a la Unión Soviética con correspondencia para los oposicionistas. Nadie sabía la fecha exacta en que lo habían fusilado, dijo Liova.