Ramón sintió el golpe de la conmoción. Oír, por boca del hombre que había fraguado con Stalin aquella operación, la confesión de que no solo había sido utilizado para cumplir una venganza, sino que se le consideró una pieza más que prescindible, derrumbó el último asidero que había resistido el paso de aquellos años plenos de desengaños y descubrimientos dolorosos.
– Pero tú estabas esperándome…
– Siempre cabía la posibilidad de que lograras salir. Además, yo no podía decirle a Caridad que te había mandado al matadero, y menos aún que si lograbas escapar, la orden era dejarte en manos de otros cantaradas.
– Lo mismo que a Sheldon, ¿no? Entonces, ¿lo matasteis vosotros?
– No directamente. Pero nadie mataba sin que nosotros lo autorizáramos.
– Si iban a matarme, ¿por qué me protegisteis en la cárcel, por qué pagasteis abogados, por qué enviasteis a Roquelia?
– Porque si te matábamos en la cárcel después de lo que habías hecho, todo el mundo iba a saber de dónde había salido la orden. Lo que te salvó fue que te mantuviste en silencio. Además, después de muerto el Viejo, ya a Stalin no le importaba mucho lo demás, y menos en aquel momento, con los alemanes a dos manzanas de aquí…
– ¿Y por qué falló el ataque de los mexicanos?
– Aquello fue una chapucería, pero era lo que quería Stalin: algo espectacular, con mucho ruido, para que a nadie se le olvidara. Yo vi a esas gentes dos o tres veces y me di cuenta de que Trotski les quedaba grande, eran unos peleles y les faltaban cojones. Por eso no te mezclé con ellos ni dejé que supieran de mí ni de ti… Lo que nunca entendí es que nuestro hombre en el grupo, Felipe, ¿te acuerdas?, no entrara a comprobar si habían matado o no al Pato… Ese es un misterio que aún no he resuelto…
Ramón levantó la vista hacia los lindes del parque, por donde fluía el río. Sentía cómo el desengaño lo corroía por dentro y se iba quedando vacío. Los residuos del orgullo al que, a pesar de las dudas y las marginaciones, se había aferrado con las uñas, se iban evaporando con el calor de unas verdades demasiado cínicas. Los años de confinamiento en la cárcel, temiendo cada día por su vida, no habían sido el peor trance: las sospechas, primero, y las evidencias, después, de que había sido una marioneta en un plan turbio y mezquino, le habían robado el sueño más noches que el temor a la cuchillada de otro preso. Recordaba con dolor la impresión de haber sido engañado que le produjo la lectura del nada secreto informe de Jruschov al XX Congreso del Partido y la desazón que lo embargó desde ese instante: ¿qué sería de su vida cuando saliera de la cárcel?
– ¿Y por qué no me pegaron un tiro cuando llegué a Moscú?… Hasta que me pusieron las medallas, estuve esperando que me dieran un paseo…
– Tú mismo lo dijiste: habías llegado a otro mundo. Si Stalin y Beria hubieran seguido vivos, no habrías atravesado el Atlántico. Pero Jruschov hasta te hubiera agradecido que contaras la verdad, aunque no podía alentarte porque todavía el espíritu de Stalin estaba vivo, no, está vivo, y Jruschov no quería ni podía librar esa guerra, así que prefirió mirar para otro lado y dejarte tranquilo. Ahora que Jruschov fue derrotado por el espíritu de Stalin, ya no le importas a nadie…, siempre que sigas callado y no intentes irte de la Unión Soviética.
– ¿Y qué sabía Caridad?
– Más o menos lo mismo que tú. Recuerda, nunca confiamos demasiado en el carácter de ustedes, los españoles. Cuando ella regresó, trató de convencer a Beria de que te ayudaran a escapar. Después de darle largas muchas veces, Beria por fin le dijo que sí, que te ayudarían, pero que ella misma debía ocuparse de arreglar las cosas en México. A Caridad le dieron un pasaporte y un montón de dinero, y Beria envió a un matón del Komintern para que le diera un buen susto en cuanto llegara a México. Caridad se salvó por un pelo y aprendió la lección: se fue a París, se quedó tranquila, sin volver a protestar. ¿Así que ahora le ha dado por pintar cuadros?
– ¿Tengo que creer todas esas barbaridades? ¿Fueron tan cínicos? ¿Tú sabías que me iban a matar? ¿Tú te prestaste a eso?
– Tienes que creer lo que te digo, fuimos más cínicos de lo que te imaginas. Tú no fuiste el único que fue a morir por un ideal que no existía. Stalin lo pervirtió todo y obligó a la gente a luchar y a morir por él, por sus necesidades, su odio, su megalomanía. Olvídate de que luchábamos por el socialismo. ¿Qué socialismo, qué igualdad? Me contaron que Brézhnev tiene una colección de autos antiguos…
– Y tú, ¿por qué luchaste?
– Al principio porque tenía fe, quería cambiar el mundo, y porque necesitaba el par de botas que les daban a los agentes de la Cheka. Después… ya hablamos del miedo, ¿no?: una vez que entras en el sistema, nunca puedes salir. Y seguí luchando porque me volví un cínico, yo también. Pero después de estar quince años preso por haber sido un cínico eficiente, con unos cuantos muertos en la espalda, uno empieza a ver las cosas de otra manera.
– ¿Y cómo puedes vivir con eso encima?
– ¡Como mismo vives tú, Ramón Mercader! El día en que mataste a Trotski sabías por qué lo hacías, sabías que eras parte de una mentira, que luchabas por un sistema que dependía del miedo y de la muerte. ¡A mí no puedes engañarme!… Por eso entraste en aquella casa con las piernas temblándote, pero dispuesto a hacerlo, porque sabías bien que no había retroceso posible. Cuando vuelvas a hablar con Caridad, pregúntale qué le dije cuando llegaste a Coyoacán. Le dije: «Ramón se está cagando de miedo, pero ya es como nosotros, es uno de los cínicos».
– Cállate un rato, por favor -dijo Ramón y él mismo no supo si era una exigencia o un ruego.
Con el faldón de la camisa limpió los cristales de las gafas, que se habían empañado. En las manos que habían sostenido el piolet, aquella montura de carey, comprada por Roquelia en uno de sus viajes a México, le pareció un objeto extraño y ajeno. Al fin y al cabo, Eitingon tenía razón: él se había envuelto en la fe, en la convicción de que luchaba por un mundo mejor, para tapar con aquellos mantos las verdades en las que no quería pensar: los asesinatos, entre otros, de Nin y de Robles, las manipulaciones del Partido antes y durante la guerra civil, las turbias historias en torno a Liev Sedov, Sheldon Harte o Rudolf Klement, la extraña confesión de Yagoda que él mismo había presenciado, la manipulación de los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona, el vagabundo al que había tenido que matar como a un cerdo en Malájovka, las mentiras sobre Trotski y su colaboración con los fascistas, la malévola utilización de Sylvia Ageloff… Una sola de esas verdades habría bastado para que se reconociera no solo como un ser despiadado, sino también como el cínico en que se había convertido.
– En la cárcel leí a Trotski -dijo, cuando se acomodó las gafas y observó, con la nitidez recuperada, la cicatriz de media luna en el dorso de la mano derecha-. Todos los presos sabían que yo lo había matado, aunque la mayoría no tenía ni idea de quién era Trotski ni entendían por qué lo había asesinado. Ellos mataban por cosas reales: a la mujer que los engañaba, al amigo que les robaba, a la puta que se buscaba otro chulo… Un día, cuando regresé a mi celda, tenía sobre la cama un libro de Trotski.La revolución traicionada. ¿Quién lo había dejado allí? El caso es que empecé a leerlo y me sentí muy confundido. Más o menos un mes después apareció otro libro, Los crímenes de Stalin, y también lo leí, y me quedé aún más confundido. Reflexioné sobre lo que había leído y durante varios meses esperé a que me dejaran otro libro, pero no llegó. Nunca supe quién los puso en mi celda. Lo que sí supe es que si antes de ir a México yo hubiese leído esos libros, creo que no lo habría matado… Pero tienes razón, yo era un cínico el día en que lo maté. En eso me habíais convertido. Fui una marioneta, un infeliz que tenía fe y creyó lo que tipos como tú y Caridad le dijeron.