– Lasolianka no tiene tufo a col -protestó Lionia-. Un día te voy a invitar a una, preparada por mí, claro.
– Algo muy jodido me pasó cuando pedí que me incorporaran al grupo encargado de redactar la historia de la guerra civil, ésa que se empezó a publicar en 1966, por los treinta años del inicio de los combates.
– Ya la leí y no me sorprendió lo que me encontré. Los crímenes de Franco y de su gente son el episodio más terrible de lo que ocurrió en España, el que le dio el tono a la guerra, eso lo sabe todo el mundo. Pero no son la única historia fea.
– Y eso tú lo sabes muy bien, ¿verdad?… -atacó Ramón y Eitingon se encogió de hombros-. Por supuesto que todo el tinglado de la escritura del libro lo dirigía Pasionaria, y ella no parecía muy conforme con que yo formara parte del equipo. Pero otros insistieron, no sé si porque les doy un poco de lástima. Al final, creo que para que los dejara tranquilos, me adjudicaron la tarea de entrevistar a veteranos de la guerra y reunir sus recuerdos y sus interpretaciones de los hechos que vivieron o conocieron de primera mano. Como ya esperaba, cada uno de los que entrevisté se empeñaba a arrimar el ascua a su sardina, a veces descaradamente, y solo recordaban lo que encajaba con sus ideas políticas, con su versión de la guerra. ¿Sabes cuántos me hablaron de las «sacas» de prisioneros en Madrid y en Valencia, o de los fusilamientos de Paracuellos?…
– Ninguno.
Ramón miró a su antiguo mentor y tuvo que sonreír.
– Como si no hubieran existido… El miedo aún los perseguía y no se atrevían a soltar algunas pildoras que podían ser verdaderos purgantes. Lo peor fue ver cómo tergiversaban historias que yo mismo viví, que viviste tú cuando eras Kotov. Los fusilamientos de Paracuellos fueron cosa de los anarquistas, según ellos. Y la toma de la Telefónica sigue siendo una acción necesaria para deshacerse de trotskistas y quintacolumnistas que se habían revelado. Justifican o no hablan de la desaparición de Nin, algunos se empeñan en minimizar la importancia de los brigadistas internacionales en la defensa de Madrid, no recuerdan nada de las componendas que vosotros les preparasteis para quitar de en medio a los otros grupos…
En calidad de miembro de la comisión investigadora, Ramón había tomado una decisión que solo le comentó a su hermano Luis: se fue a la Academia de Historia de la URSS, que financiaba (y controlaba) el proyecto y su futura edición, y comenzó a estudiar los documentos puestos a disposición de los historiadores. Como ya para esa época Roquelia, horrorizada por el invierno moscovita, había hecho su primer viaje a México con Arturo y Laura, Ramón tenía tiempo de sobra para dedicarse a aquella pesquisa, y descubrió, primero con extrañeza y luego con espanto, que la documentación a su alcance era no solo parcial, épicamente favorable a la colaboración soviética y del Komintern con la República, sino en ocasiones manipulada y diferente de lo que él había vivido.
– ¿Y qué esperabas, muchacho?, ¿la historia verdadera de la conquista de la Nueva España? -Leonid chupó de su habano y comprobó que se le había apagado-. ¿No han hecho lo mismo los franquistas, pero con menos gracia y más descaro?… Aquí el deshielo de Jruschov no fue más que mover un poco de la nieve sobrante. Ni los comunistas españoles ni el gobierno soviético están en condiciones de llegar al fondo, y tampoco quieren, porque, aunque congelada, la cosa oscura que se esconde allá abajo es mierda. Es como la mierda fosilizada de los mamuts que hace poco encontraron en Siberia: mierda milenaria, pero mierda al fin y al cabo.
Mucho antes de que Eitingon lo formulara con metáforas arqueológicas, Ramón había comprendido que se había impartido la orden de que la mierda, por añejada que estuviese, no debía ni podía salir a flote. Lo supo la mañana en que llegó a la Academia de Historia y la amable archivista que lo había atendido ya no se hallaba en su puesto: baja por enfermedad, le comentó la sustituía, quien le recibió la boleta y regresó a los cinco minutos con la información de que los archivos solicitados por el camarada Pávlovich López habían sido trasladados a la sección cerrada y solo podría acceder a ellos con una autorización de la oficina del Kremlin encargada de los institutos de historia e investigación social. A Ramón ni siquiera le sorprendió que cuando se publicaron los primeros tomos deGuerra y revolución en España, 1936-1939, estampados por la editorial Progreso, su nuevo nombre no apareciera entre los miembros de la comisión investigadora, presidida por Dolores Ibárruri e integrada por sus más fieles escuderos.
– ¿Qué sentiste? -quiso saber Eitingon.
– Frustración. Pero, joder, ya estoy acostumbrado.
– Sí… Ahora recuerda que reescribir la historia y ponerla donde le convenga al poder no fue un invento de Stalin, aunque él lo utilizó, a su manera tosca y despectiva, hasta la saciedad. Y eso de hablar de «revolución» en España, cuando fue lo primero que se impidió, y ni siquiera mencionar las crueldades del bando republicano…, bueno, es hacerle una putada a la historia. Por eso es mejor tener amordazada a la conflictiva historia…
Eitingon hizo un esfuerzo y logró encender de nuevo su tabaco. Ramón miró el suyo: seguía ardiendo parejo y alegre.
– En los últimos tiempos, en la Casa de España están pasando cosas.
Aunque muchos refugiados habían logrado regresar a España a partir de 1956, los que quedaban todavía luchaban por su espacio de poder. Pasionaria, que tenía como primer lugarteniente al fiel Juan Modesto, sentía que en los últimos años su preeminencia absoluta había comenzado a ser cuestionada: Enrique Líster, cargado con sus leyendas en la guerra civil, en la gran guerra patria y en las guerrillas yugoslavas, y Santiago Carrillo se iban oponiendo de modo cada vez más ostensible al poder de la célebre militante estalinista. La misma canción de siempre, había comentado Luis cuando la fractura empezó a ser visible: el día en que no nos peleemos entre nosotros, habremos dejado de ser españoles.
– No es que seáis o no españoles, muchacho, es que sois políticos -dijo Lionia, esta vez en castellano-. El fin de Franco está en el horizonte, y se acerca el tiempo de la vendimia. ¡Hay que estar listos por si empieza una nueva repartición! ¡Hay que mejorar la imagen, moverla con los tiempos!
Ambos sabían que las aguas de la Casa de España, ante cuyas paredes se hallaban en ese instante, se habían enturbiado mucho en los últimos meses. A raíz de la intervención soviética en Praga, algunos de los dirigentes del Partido Comunista Español se habían atrevido a expresar sus dudas respecto a la pertinencia de la invasión, lo que provocó un cisma en la cúpula del Partido. Para Eitingon, esa actitud respondía a una necesidad de desmarcarse del lado más oscuro de la influencia soviética y ponerse una corbata de apariencia más democrática; para Ramón, solo era una oportunidad propicia aunque peligrosa para ganar una dosis de poder dentro de la colonia, pero sobre todo en una España futura. Los refugiados más atrevidos, incitados por Santiago Carrillo e Ignacio Gallegos, incluso habían iniciado una operación insólita: decidieron abrir y hurgar en los archivos de la Casa y en los expedientes personales de cada uno de los españoles afincados en la URSS. Aquella propuesta había sido como acercar el fuego a la dinamita. Si se ventilaban ciertos documentos celosamente guardados en el segundo nivel del edificio de la calle Zhdánov, saldrían a la luz las mezquindades y componendas en que se habían visto envueltos muchos de los refugiados, convertidos en delatores y custodios de otros muchos de ellos. Y los camaradas de tantos años, movidos esta vez por el miedo a quedar al descubierto, volvieron a dividirse en bandos para lanzarse a una guerra que de las palabras pasó a las trompadas y los silletazos. Desde los bajos del edificio del antiguo banco, en la esquina opuesta a la que ocupaba la Casa, Ramón mostró a Lionia la ventana del tercer piso desde donde fue lanzado uno de sus compatriotas.