– No los esperaba tan temprano -dijo Lionia mientras entregaba sus vasos a Galina y Luis.
– ¡Pero si llevamos una hora dando vueltas!… -comenzó Ramón, dando rienda suelta a su malestar.
– Es lo normal. ¿Qué te parece mi barrio?
– Horrible -admitió Ramón y probó el caviar sobre el pan negro.
– Esa es la palabra: horrible. La belleza y el socialismo parece que juegan en equipos contrarios. Pero a todo se acostumbra uno. ¿Ves lo afortunado que eres de vivir frente al malecón Frunze y tener tres dormitorios y hasta un balcón?…Da dná? -retó a Galina y a Luis, y los tres levantaron sus vasos y apuraron el vodka de un trago, hasta ver el fondo reclamado por el anfitrión.
– No siempre viví así. Cuando llegó Roquelia, nos dieron un apartamento un poco más grande que éste, en Sókol…
– Nada que ver con esto. Sókol es la antesala del paraíso, Ramón. Caminas un poco y estás en la Utopía.
Ramón recordó sus paseos por la Utopía, como la llamaba Eitingon. En los años treinta, cuando más dura eran la represión y la escasez, un grupo de artistas, en su mayoría pintores, había obtenido el permiso del Jefe para crear una comuna ideal en Sókol, y hasta recibieron materiales para hacer casas unifamiliares, con patio y jardín. Muchos construyeron isbas y cabanas nórdicas, pero también, aquí y allá, podía verse un palacete morisco o una casa de aires mediterráneos. Con toda intención trazaron calles sinuosas, plagadas de curvas, con parques en las esquinas, en los que levantaron hermosos palomares de diversos diseños y colores. Las áreas privadas y las comunales habían sido sembradas con una variedad de árboles irrepetible en la ciudad: rododendros, almendros y membrillos distribuidos de tal modo que en el otoño sus hojas ofrecían un espectacular juego cromático. Desde la uniformidad apresurada de los edificios construidos por Jruschov donde había sido confinado, Ramón solo necesitaba cruzar dos calles para irse a ventilar su marginación por aquel espacio singular de Moscú, donde el albedrío de sus moradores había decidido el tipo de casa en que querían vivir y los árboles que deseaban plantar. Aquella parte de Sókol era como un museo del sueño socialista de la belleza nunca alcanzada, una paradójica verruga individualizada y humana en el organismo diseñado en moldes de hierro de la estricta ciudad soviética planeada por Stalin desde que se empeñara en «hacerle una cesárea al viejo Moscú», demasiado caótico y señorial para sus gustos de Supremo Urbanista.
– Stalin mandó a construir Goliánovo después de la guerra. Como siempre, dio un plazo para terminar los edificios, sin que importara mucho cómo quedaran -dijo Eitingon mientras hacía espacio para que su mujer colocara en la mesa la cazuela con eljolodiets, la gelatina de pata de cerdo para cuya degustación trajo un frasco de mostaza y un plato con ruedas del agresivo rábano salvaje-. Pero si los departamentos son pequeños y feos, la culpa, claro, es del imperialismo, que también es responsable de que los zapatos soviéticos sean tan duros y de que no haya desodorante y la pasta de dientes irrite las encías.
Luis sonrió, negando algo con la cabeza, mientras se servía eljolodiets con los rábanos picantes que Ramón, en cambio, detestaba.
– Qué cosas tienes, Kotov… Tío, recuerdo cuando te conocí en Barcelona. Yo casi era un niño y, mira, ya estoy calvo.
Lionia ojeó hacia la cocina, adonde había regresado su mujer, y advirtió en voz baja, acudiendo al catalán:
– Prohibido mencionar a Caridad.
– ¿Yenia entiende el catalán?
– No. Pero por si acaso. ¿No es éste el pueblo más culto del mundo? Ramón fue ahora quien sonrió.
– No jodan más y hablen en ruso -exigió Galina, en español-. Además, Caridad es una vieja fea y llena de arrugas.
– El diablo no se arruga por dentro -dijo Eitingon y los demás asintieron.
– Me acuerdo de cuando Kotov me hablaba de la Unión Soviética -evocó Luis y tomó la mano de su esposa-. Yo soñaba con esto, y el día en que llegué aquí fue uno de los más felices de mi vida. Había llegado al futuro.
– Y al futuro llegaste… -Eitingon se echó a la boca unos trozos de tocino y se limpió la cavidad con un vaso de vodka-. Según nuestros dirigentesesto es el futuro. Occidente es el pasado decadente. Y lo más jodido es que es cierto. El capitalismo ya dio todo lo que podía dar de sí. Pero también es cierto que si el futuro es como Goliánovo, la gente va a preferir por mucho tiempo la decadencia con desodorante y automóviles de verdad. El mundo está en el fondo de una trampa y lo terrible es que nosotros desperdiciamos la oportunidad de salvarlo. ¿Sabes cuál es la única solución?
– ¡No me jodas que tienes la solución! -se asombró Luis, y Eitingon sonrió, satisfecho.
– Cerrar esta tienda y abrir otra, dos calles más abajo. Pero empezar el negocio sin engañar a nadie, sin joder a otro porque piense distinto de ti, sin que se busquen pretextos para callarte la boca y sin decirte, además, que cuando te cogen el culo lo hacen por tu bien y por el bien de la humanidad, y que ni siquiera tienes derecho a protestar o a decir que te duele, pues no se le deben dar argumentos al enemigo y todas esas justificaciones. Sin chantajes… El problema es que quienes deciden por nosotros decidieron que estaba bien un poco de democracia, pero no tanta… y al final se olvidaron hasta del poco que nos tocaba, y toda aquella cosa tan bonita se convirtió en una comisaría de policías dedicados a proteger el poder.
– ¿Así que ya no eres comunista? -preguntó Luis bajando la voz.
– Son cosas distintas. Yo sigo siendo comunista, lo voy a ser hasta que me muera. Los que se hicieron dueños de todo y lo prostituyeron todo, ¿eran, son comunistas? Los que me engañaron a mí y engañaron a Ramón, ¿ésos eran los comunistas? Por favor, Luis…
Galina bebió de su vodka y habló mirando el fondo del vaso.
– ¿Entonces Trotski sí era comunista? Jruschov invitó a Natalia Sedova a visitar Moscú. Ella se negó, pero el hecho de que la invitaran ya indicaba algo.
– Jruschov siempre fue un payaso -sentenció Eitingon y llenó su vaso.
Sin hacer comentario alguno, Ramón se tocó la mano donde exhibía la cicatriz de media luna: le resultaba patético que su antiguo jefe se vistiera de víctima. Eitingon, por su lado, parecía disgustado. Picó un poco de cada plato, como si estuviera ansioso, y en ese instante Ramón recordó las cenas fastuosas, con vinos delicados, que se concedieron en París, Nueva York y México durante sus días de agentes con los gastos pagados por las arcas del Estado soviético. ¿Cuánto de aquel dinero provenía del tesoro español?
– Por el país del futuro, Stalin ordenó matar a millones de personas -se encarriló Eitingon-… Pero lo que nos ordenaron hacer fue una exageración. Al viejo había que dejarlo que se muriera de soledad o que en su desesperación metiera la pata y él solo se cubriera de mierda. Nosotros lo salvamos del olvido y lo convertimos en un mártir.
– Ya está bien -lo cortó Ramón, que se negaba a oír aquel razonamiento-. ¿Tenemos que hablar de esto? -y dejó caer un chorro de vodka en el zumo de naranja.
– ¿De qué otra cosa sino de la mar podemos hablar los náufragos, Ramón Pávlovich? Brindemos, brindemos, ¡por los náufragos del mundo! ¡Hasta el fondo! -y se bebió el vodka.
Tras el grito, el silencio cayó sobre la pequeña estancia, pero desde la cocina llegó la voz salvadora de Yevguenia Purizova anunciando que los pelmenis estaban listos. Leonid, Luis y Galina se concentraron en acabarse los primeros platos, y lo hicieron a conciencia, cosa que siempre espantaba a Ramón. Limpiándose la boca con el dorso de la mano, Eitingon se puso de pie y, mientras los visitantes despejaban la mesa de botellas y platos vacíos, el anfitrión colocó otra cesta de pan negro, la bandeja de col agria con tocino, una tabla con carne y patatas asadas, el aceite y el vinagre y por fin repartió platos limpios, pertenecientes a diversas vajillas. Yenia entró con una cazuela un poco abollada y la depositó en el centro de la mesa: Ramón descubrió que la visión de lospelmenis lo reconciliaba con el apetito.