Ramón no tuvo noción del momento en que se había dormido. Cuando despertó, cerca de las ocho, vio junto a la cama las caras ansiosas deIx y Dax, cuya hora de hacer las evacuaciones matinales ya había pasado. El breve sueño, sin embargo, no lo había liberado de la creciente desazón que lo acechara durante toda la noche.
Mientras se vestía, puso el café al fuego. Vio en el termómetro del balcón que la temperatura era de menos ocho grados y observó el parque Gorki, al otro lado del río, completamente cubierto por la nieve impoluta. Cuando retiró la cafetera, colocó sobre la llama del gas la hoja ancha de un cuchillo muy similar al que usara en Malájovka. Bebió el café, encendió un cigarrillo y fumó hasta ver que el color del acero subía hacia el rojo. Apagó el cigarrillo mojándolo en el fregadero, buscó el paño con el que en la noche anterior había secado los platos y lo dobló dos veces, para morderlo con fuerzas. Tomó con la mano izquierda el mango del cuchillo, que del rojo ya había pasado al blanco, y, con los ojos cerrados, puso la hoja sobre la cicatriz de la mano derecha. El dolor le dobló las rodillas y le arrancó lágrimas y unos bufidos ahogados. Lanzó el cuchillo al fregadero, donde lo oyó crepitar con el agua. Cuando abrió los ojos vio los restos de un humo grisáceo y escupió el paño. El olor a carne quemada era dulzón y nauseabundo. Abrió el grifo y metió la mano bajo el agua helada, mientras con la izquierda se mojaba el rostro. El alivio llegó cuando la mano se le adormeció por el frío. De su bolsillo sacó un pañuelo y, luego de secarse la cara, se cubrió la piel abrasada, de donde, suponía, habría desaparecido la cicatriz. Sintió, a pesar del dolor, que su alma pesaba menos. Tomó otro pañuelo limpio, se envolvió de nuevo la mano y al fin se dispuso a salir.
La ansiedad deIx y Dax los hizo ladrar un par de veces mientras bajaban en el ascensor. El custodio del edificio le comentó algo del tiempo y de los preparativos para el desfile por el aniversario de la Revolución que Ramón, herido por el dolor, apenas escuchó. Torpemente, con su mano izquierda, dio dos vueltas a su bufanda y salió hacia el paseo, por donde ya corrían sus borzois, con sus hocicos pegados a la nieve, en busca de un olor que los alentara a abrir sus esfínteres. Aliviados, Ix y Dax comenzaron a correr por la nieve, como dos niños que la pisan por primera vez. Todavía caían copos aislados y Ramón subió la capucha de su chaqueta. Con las correas de los perros en la mano izquierda y un cigarrillo en los labios cruzó, seguido por sus perros, la avenida del malecón Frunze y descendió por las escaleras que bajaban desde la acera hacia una plataforma dispuesta casi al nivel del río.
Recostado a la baranda metálica, con sus perros sentados junto a él, su chaqueta punteada de nieve y una mano envuelta en un pañuelo de lunares negros, Ramón comenzó a fumar con la vista fija en el flujo del río, en cuyas orillas se había formado una capa de escarcha. En lugar de aquel río sucio y congelado, ¿alguna vez volvería a ver la playa resplandeciente de Sant Feliu de Guíxols? El dolor y la amargura le dibujaban una caída en la comisura de los labios, cuando dijo en voz alta:
– Jo sóc un fantasma.
Respirando el aire helado, sintiendo el dolor abrasador que le subía por el brazo, otra vez aquel espectro que alguna vez se había llamado Ramón Mercader del Río imaginó cómo habría sido su vida si aquella madrugada remota, en una ladera de la Sierra de Guadarrama, hubiese dicho que no. Seguramente pensó, como le gustaba hacerlo, que quizás habría muerto en la guerra, como tantos de sus amigos y camaradas. Pero sobre todo se dijo, y por eso le gustaba enredarse en ese juego, que ese otro destino no habría sido el peor, porque en aquellos días el verdadero Ramón Mercader, joven y lleno de fe, no le temía a la muerte: Ramón había abierto todas las ventanas de su espíritu hacia las mentalidades colectivas, hacia la lucha por un mundo de justicia e igualdad, y si hubiera muerto peleando por ese mundo mejor, se habría ganado un espacio eterno en el paraíso de los héroes puros. Ramón pensó en ese instante cuánto le habría gustado ver llegar a su lado a ese otro Ramón, el verdadero, el héroe, el puro, y poder contarle la historia del hombre que él mismo había sido durante todos esos años en que había vivido la más larga y sórdida de las pesadillas.
30
Hace treinta y un años Iván me confesó que durante mucho tiempo había tenido un sueño: ir a Italia. En la Italia de su anhelo, Iván no hubiera podido dejar de hacer varias cosas: visitar el Castel Sant' Angelo; ir, como en peregrinación, a Florencia, y contemplar los paisajes toscanos que alguna vez había visto Leonardo; asombrarse ante elduomo de la ciudad y sus mármoles verdes; recorrer Pompeya como quien lee un libro eterno sobre lo eterno de la vida, la pasión y la muerte; comerse una pizza y unos espaguetis verdaderos, preferiblemente en Nápoles; y, para garantizarse el regreso, lanzar una moneda en la Fontana de Trevi. Mientras llegaba el gran momento, Iván había alimentado su sueño estudiando las obras de Leonardo (aunque quien de verdad lo enloquecía era Caravaggio), viendo las películas de Visconti y de De Sica, leyendo a Calvino y las novelas sicilianas de Sciascia, tragando las pizzas esponjosas y las pastas blandas que se establecieron en la isla en los años sesenta y que tanta hambre nos mataron durante muchos años. El suyo fue un deseo tan persistente, tan bien diseñado, que he llegado a pensar si en realidad Iván había estudiado periodismo con la única esperanza de, algún día, poder viajar (a Italia) en aquellos tiempos en que casi nadie viajaba y nadie lo hacía si no era en misión oficial.
La primera vez que mi amigo me habló de la existencia y de la posterior difuminación de aquel sueño tan cubano y tan insular de moverse fuera de la isla había sido en la terraza de su casa, dos o tres meses después de habernos conocido. Por esa época yo era el peor leído de los estudiantes de la Escuela de Letras y aquel día Iván, después de hablarme de su pretensión extraviada, me había puesto en las manos una novela de Pavese y otra de Calvino, mientras yo me preguntaba cómo era posible que un tipo como él se diera por vencido y, a los veintipico de años, ya hablara de sueños muertos cuando todos sabíamos que aún teníamos por delante un futuro que se anunciaba luminoso y mejor.
La última ocasión en que vi a Iván con vida fue tres días después de la muerte de Ana. Esa noche de finales de septiembre de 2004, mientras sosteníamos la más extraña conversación, en algún momento yo encontraría, en el baúl sin fondo de los deseos perdidos, la historia del sueño italiano de Iván, y quizás nunca lograré saber si aquella recuperación de un recuerdo de treinta y un años resultó la manifestación inconsciente de una premonición o si fue la respuesta anticipada de mi cerebro a una búsqueda de los orígenes del desastre.
Desde esa noche, yo viviría durante varias semanas escorado en el pantano de la contradicción, sintiendo cómo me hundía en el lodo de mi egoísmo. De todas formas, como Iván no volvió a pasar por mi casa, yo me refugié en su exigencia de que no regresara a verlo, pues eso me había pedido al despedirme, y me comporté de manera mezquina e infantil negándome a ceder y volver a buscarlo, aunque sabía que ése era mi deber. No obstante, cada vez que me encontraba con amigos como el negro Frank o Anselmo, les preguntaba si habían visto a Iván, y no me sorprendió, o más bien me tranquilizó escuchar siempre la misma respuesta: no lo habían visto, dice que no quiere ver a nadie, parece que está terminando de escribir algo. Y (como buen escritor mediocre y, para colmos, seco) me parapeté en aquel pretexto y no intenté buscarlo.