Liev Davídovich advirtió cómo el sentimiento de culpa lo embargaba. Natalia Sedova había tenido razón: nunca debió haber recibido al joven, pues ahora le parecía evidente que Stalin lo había hecho pasar por Turquía porque sabía que intentaría verle y se proponía, de aquel modo, dar un rotundo escarmiento a los oposicionistas. Pero esa vez Stalin había ido demasiado lejos: matar a los rivales por disputas políticas era cometer el mismo error que los jacobinos y abrir las puertas de la revolución a la venganza y la violencia fratricida. Una de las condiciones que siempre exigió Lenin (que no era muy piadoso cuando la política lo exigía, le dijo a Liova) fue que no corriera la sangre entre ellos. La muerte del pequeño Yakov tenía que servir para remover la conciencia de todos los comunistas que obedecían a Stalin. Blumkin puede ser el Sacco y Vanzetti de nuestra lucha, le dijo a Liova, que lo miraba fijamente. Si por un instante el joven había sentido compasión por su padre, en aquel momento ya debía de estar recriminándose.
Cuando Liova se marchó, Liev Davídovich, la vista fija en el mar, pensó que lamentaría por el resto de su vida la debilidad afectiva que le había impedido valorar la presencia de Blumkin en Turquía como el inicio de una sibilina partida de ajedrez organizada por Stalin. Y con ese ánimo tomó una hoja en blanco y se dispuso a cumplir una obligación pospuesta:
«M. y Mme. Paz:
»Hoy he recibido una noticia que pone de relieve la mezquindad de personas como ustedes, que apenas pasan de ser bolcheviques de salón y para los cuales la revolución es un pasatiempo. Ustedes, que no han sufrido en carne propia la represión, la tortura, el invierno en los campos de trabajo, tienen la posibilidad de renunciar a la lucha cuando ésta no cumple sus expectativas de éxito y protagonismo. Pero el revolucionario verdadero empieza a serlo cuando subordina su ambición personal a una idea. Los revolucionarios pueden ser cultos o ignorantes, inteligentes o torpes, pero no pueden existir sin voluntad, sin devoción, sin espíritu de sacrificio. Y como para ustedes esas cualidades no existen, les agradezco que tan diligentemente se hayan apartado del camino.
»L.D. Trotski».
Durante aquel primer año de exilio Liev Davídovich solo había podido contar derrotas y defecciones: en el interior de la Unión Soviética la Oposición había sido prácticamente desintegrada, sin que se produjeran las esperadas deportaciones. Fuera del país, sus seguidores se peleaban por un pedazo de poder, por estar más o menos a la izquierda de una idea, o simplemente lo abandonaban, como los Paz, por no resistir la presión de los estalinistas o por la falta de una perspectiva clara de éxito… Tal vez por esa razón la sacudida que le provocara la noticia del suicidio de Maiakovski lo acompañaría por semanas, durante las cuales había llegado a sentirse culpable por haber polemizado varias veces con el poeta, entregando quizás argumentos a los detractores que habían brotado en todo el país.
El arribo de los primeros ejemplares de su autobiografía, esperados con ansiedad, apenas le procuró algo de satisfacción en medio de tantas pérdidas. Al releer la obra, concluida un año antes, lamentó haber dedicado demasiadas páginas a una autodefensa que comenzaba a parecerle fútil en medio del vendaval de adversidades que se cebaba con la vida y la dignidad de sus compañeros; le resultaba oportunista ese empeño por contextualizar sus desacuerdos con Lenin a lo largo de veinte años de combates, y, sobre todo, se recriminó por no haber tenido el valor de reconocer, con la perspectiva benéfica o quizás maléfica de los años, los excesos que él mismo había cometido por defender la revolución y su permanencia. Aunque jamás lo confesaría en público, desde hacía varios años Liev Davídovich había comenzado a lamentar los momentos en que, desde el poder, había dejado que la posesión de la fuerza lo dominara, con independencia de los fines perseguidos. Su salvadora militarización de los sindicatos ferroviarios, cuando la suerte de la guerra civil dependía de las locomotoras detenidas en cualquier vía del país, ahora le parecía excesiva, aun cuando sobre el éxito de aquella medida se hubiese depositado el destino de la Revolución. Ya sabía que nunca podría perdonarse el intento de aplicar esas mismas medidas coercitivas para la reconstrucción de la posguerra, cuando se hizo evidente que la nación se hallaba al borde de la desintegración y no era posible inducir a unos obreros desencantados sin aplicar sobre ellos medidas de fuerza. Sobre su espalda cargaba la responsabilidad de haber destituido a líderes sindicales, de haber borrado la democracia de las organizaciones obreras, y contribuido a convertirlas en las entidades amorfas que ahora utilizaban a placer los burócratas estalinistas para cimentar su hegemonía. El, como parte del aparato del poder, también había contribuido a asesinar la democracia que, desde la oposición, ahora reclamaba.
No menos vergonzoso le parecía su protagonismo en el aplastamiento de la insurrección de los marinos de la base de Kronstadt, en el infausto mes de marzo de 1921. Aquel destacamento, que habían garantizado con su apoyo el éxito del golpe bolchevique en octubre de 1917, cuatro años después reclamaba derechos tan elementales como una mayor libertad para los trabajadores, un trato menos despótico para con los campesinos obligados a entregar el grueso de sus cosechas y, sobre todo, el sagrado derecho a elecciones libres a las asambleas de los Soviets. El argumento de que los nuevos marinos de la flota del Báltico estaban siendo manipulados por anarquistas y oficiales contrarrevolucionarios nunca debió justificar la medida que él, como comisario de la Guerra, se encargó de aplicar: el aplastamiento de la revuelta y la liberación de una violencia que llegó hasta el fusilamiento de rehenes. Para él y para Lenin había resultado evidente que el escarmiento constituía una necesidad política, pues aun cuando sabían que la protesta no tenía posibilidades de convertirse en la Tercera Revolución anunciada, temían que agravara hasta límites insostenibles el caos existente en un país asolado por el hambre y la parálisis económica.
Sabía que si en marzo de 1921 los bolcheviques hubieran permitido unas elecciones libres, probablemente hubiesen perdido el poder. La teoría marxista, que Lenin y él utilizaban para validar todas sus decisiones, nunca había considerado la coyuntura de que los comunistas, una vez en el poder, pudieran perder el apoyo de los trabajadores. Por primera vez, desde el triunfo de Octubre, debieron haberse preguntado (¿alguna vez nos lo preguntamos?, le confesaría a Natalia Sedova) si era justo establecer el socialismo en contra o al margen de la voluntad mayoritaria. La dictadura proletaria debía eliminar a las clases explotadoras, pero ¿también reprimir a los trabajadores? La disyuntiva había resultado dramática y maniquea: no era posible permitir la expresión de la voluntad popular, pues ésta podría revertir el proceso mismo. Pero la abolición de esa voluntad privaba al gobierno bolchevique de su legitimidad esenciaclass="underline" llegado el momento en que las masas dejaban de creer, se impuso la necesidad de hacerlas creer por la fuerza. Y aplicaron la fuerza. En Kronstadt -Liev Davídovich bien lo sabía- la revolución había comenzado a devorar a sus propios hijos y a él le había correspondido el triste honor de haber dado la orden que inauguró el banquete.
La inflexibilidad con que había actuado (generalmente apoyado por Lenin) quizás se justificaba en aquellos años. Pero ahora, al revisar sus actitudes, no podía dejar de preguntarse si, de haber tenido la desvergüenza y la astucia necesarias para abalanzarse sobre el poder tras la muerte de Lenin, no habría terminado convirtiéndose, él también, en un zar pseudocomunista. ¿No habría enarbolado las justificaciones de la supervivencia de la Revolución para aplastar rivales, como en 1918 las utilizó Lenin para ¿legalizar los partidos que junto a los bolcheviques habían luchado por la revolución? ¿Habría sido capaz de sostener la pertinencia democrática de una oposición, de facciones dentro del Partido, de una prensa sin censura?