Yo sé que en mi alejamiento también pesó, más que una posible envidia, el temor a una responsabilidad que Iván me había soltado encima y que yo no sabía cómo manejar: ¿qué iba a hacer yo con lo que Iván estaba terminando de escribir? ¿Guardarlo en un cajón, como podía hacer él? ¿Intentar publicarlo, como también podía, pero no quería hacer él? Aquella absurda decisión de mi amigo de entregarme su trabajo y su obsesión de años para cortar así todas sus amarras con aquella historia y con su propia vida me parecía, además, enfermiza y, sobre todo, cobarde: aquéllos eran su problema, su libro, su historia, y no los míos, pensaba.
De más está decir, a estas alturas, que la muerte de Ana resultó para Iván un golpe más duro de lo que todos, incluso él mismo, habíamos imaginado. Aunque en los meses finales, atormentado por la impotencia y el dolor que le provocaba ver el sufrimiento de la mujer, más de una vez él me había confesado que ya era preferible que ella descansara, la ausencia irreversible de Ana lo sumió en una melancolía de la cual mi amigo no tuvo fuerzas ni deseos de volver a salir.
En esa última visita que le hice al apartamentico de Lawton, lo primero que comprobé fue cuánta urgencia tenía Iván por arrancarse los testimonios del dolor entre los cuales había vivido por ni sé cuántos años. La actividad que había desplegado en los días posteriores al entierro debió de ser frenética, pues cuando entré en su casa lo primero que noté fue la desaparición de todas las trazas hospitalarias que se habían ido adueñando de aquel espacio. Junto con la cama reclinable y el sillón de ruedas habían desaparecido el soporte para los sueros, las cuñas para las deposiciones, las jeringuillas y los frascos de medicina y hasta el televisor en colores con mando a distancia (préstamo de un vecino, para que Ana se entretuviera con algo más visible que el titubeante televisor en blanco y negro que un cliente de su consultorio le había regalado a Iván antes de irse de Cuba, unos años atrás). Los suelos olían a creolina barata y las paredes, como siempre, a humedad, pero no a alcoholes y linimentos. Incluso Iván se había lanzado a sí mismo a la metamorfosis: se había rapado la cabeza y exhibía un cráneo plagado de colinas y cruzado por el río de la cicatriz que, muchos años atrás, le habían regalado sus contendientes en la pelea etílica que lo recluyera en el pabellón de politraumatizados del Hospital Calixto García.
El cambio en el ambiente y su aspecto de recién egresado de un campo de concentración hacían más palpable la devastación física sufrida por mi amigo en los últimos meses (en algún momento me había cruzado por la mente una idea: Iván se va a esfumar y va subir a los cielos), y me preparó mejor para escuchar, al final de esa noche, la palabra taladrante, el sentimiento capaz de paralizarlo que él me había ocultado durante diez años, avergonzado por el significado encerrado en una reacción inapropiada:compasión. Porque al final no fue tanto el miedo como aquel sustantivo artero, del cual también trataba de librarse, el ladrillo que sostuvo el edificio de demoras, misterios, ocultamientos tras el cual se había perdido el propio Iván.
– ¿Por qué coño te hiciste eso en la cabeza? ¿Sabes lo que pareces? -le había dicho, nada más verlo, pero mi amigo no me respondió y aceptó, con una sonrisa triste, la cantina rebosante de comida que mi mujer le había preparado. En silencio, Iván comenzó a servirse en un plato hondo, pero antes de sentarse a comer, fue hasta el cuarto y regresó con un sobre en las manos.
– Hace tiempo tú querías leer esto…
Apenas lo oí, adiviné de qué se trataba: debían de ser, y de hecho eran, las cuartillas escritas más de veinticinco años atrás por el títere interpuesto de Jaime López, los papeles de cuya existencia yo tenía noticias desde hacía diez años y que, siempre que tocábamos el tema, yo le pedía a Iván que me dejara leer, pues consideraba que, con su lectura, palparía con mis propias manos el alma esquiva del hombre que amaba a los perros.
Mientras él comía, yo me adentré en un híbrido de relato, reflexión y carta sobre los años en Moscú de un Ramón Mercader que, de manera enfermiza, insistía en aferrarse a la mediación vergonzante del muñeco de ventrílocuo de Jaime López y en presentarse a sí mismo como una segunda persona a la que se puede mirar con cierta distancia. ¿O fue que se sintió tan despojado de su propio yo, tan ajeno al Ramón Mercader original que prefirió seguir siendo, hasta el final, uno de sus disfraces? El hombre esencial, el primario, el que había estado en la Sierra de Guadarrama, ¿había sido devorado por la misión, el dogma y la impiedad de la historia hasta convertirse en un personaje visible en la distancia, más que en una persona? De lo escrito se desprendía el mal sabor de una confesión apenas capaz de esconder un reclamo de perdón y la frustración de un hombre que, desde la perspectiva que le dieron los años y los acontecimientos, al fin se enfrentaba consigo mismo y con lo que él había significado en una trama sórdida, destinada a deglutirlo hasta la última célula.
Pero lo más alarmante, al menos para mí, fue descubrir los comentarios y preguntas que, con letra diminuta, Iván había ido agregando en los márgenes de las hojas, con tintas de colores y matices diversos: advertencias de un obsesivo regreso a aquellas palabras a lo largo de los años. Me pregunté si Iván, más que interrogar al autor de la confesión, no habría estado buscando a través de aquella confesión una respuesta perdida dentro de sí mismo. Los papeles, además, estaban sobados, como si hubiesen pasado por muchas manos, cuando sabía que únicamente Iván y el negro alto y flaco que se los hizo llegar (¿y Ana?) debían de haberlos tenido ante sus ojos. Me alarmó la relación que mi amigo había podido establecer con aquella confidencia y con el ser intangible que habitaba detrás de ella.
– Me deja con las ganas de saber qué pasó cuando Caridad llegó a Moscú, cómo Ramón consiguió que lo dejaran salir de allá… -le dije cuando terminé la lectura, sin atreverme a comentarle que mi verdadera inquietud tenía que ver con él. Entonces Iván me tendió una taza de café recién hecho y dio media vuelta, como si no le interesara mi curiosidad.
En la meseta, Iván empezó a servir la comida deTruco. Como no soy especialmente aficionado a los perros, esa noche me había olvidado del animal, y sólo en ese momento reparé en que no había salido a saludarme. Lo busqué y lo descubrí debajo de una butaca, con sus ojos muy abiertos, echado sobre un pedazo de tela. Iván le acercó el plato plástico, Truco olió la comida, pero no se animó a probarla.
– Vamos, niño, come -le dijo Iván, acuclillándose junto al animal, y agregó con ternura, como si estuviera asombrado-: ¡Anda, mira, es carnita!
– ¿Está enfermo?
– Está triste -me aseguró Iván, mientras le pasaba la mano por la cabeza. Me fijé en los ojos del perro y, aunque no soy de los que creen tales cosas, me pareció descubrir cierto dolor en su mirada húmeda y desconsolada. Iván le mostró algo de comida, pero el perro volteó la cara-. El sabe lo que pasó. Hace tres días que no come, pobreTruco.
La voz de Iván sonó a lamento. Se alejó deTruco, se lavó las manos y bebió su café. Sentado a la mesa, encendió un cigarro mirando hacia su perro, y recuerdo que pensé: Iván va a llorar.
– Lo que tieneTruco se llama melancolía, y es una enfermedad que se cura sola o lo puede matar… -dijo, casi arrastrando las palabras. Aspiró el cigarro un par de veces y por fin levantó la mirada hacia mí-. Llévate esos papeles. No quiero tenerlos cerca.