– ¿Qué te pasa, Iván? -su actitud, más que sorprenderme, empezó a preocuparme. En sus ojos había una tristeza húmeda idéntica a la que flotaba en la mirada de su perro.
– Haberme encontrado con ese hombre es lo peor que me pasó en la vida. Y me han pasado unas cuantas cosas bastante jodidas… Voy a terminar de escribir cómo lo conocí y por qué no me atreví desde el principio a contar su historia. No quiero hacerlo, pero tengo que escribirlo. Cuando acabe, te voy a dar todos mis papeles para que hagas con eso lo que te salga… Yo no soy escritor ni nunca lo fui, y no me interesa publicarlo ni que nadie lo lea…
Iván dejó el cigarro en el cenicero colocado sobre la mesa. Parecía muy cansado, como si nada le importara demasiado, y hasta me pareció que respiraba con dificultad, como un asmático. Cuando fui a reprocharle sus últimas palabras, él se me anticipó.
– Yo también soy un fantasma…
En ese momento entendí un poco mejor lo que Iván trataba de decirme con eso. Y pensé lo peor: se va a matar.
– ¿Por qué me vas a dar lo que tienes escrito? ¿Qué quiere decir eso? -me atreví a preguntarle, temiendo oír la peor confesión, y quise quitarle dramatismo al asunto-. Mira que tú no eres Kafka…
– No me voy a matar -me dijo, después de dejarme sufrir durante unos segundos-. Y no estoy loco. Es que no quiero ver más esos papeles. Mejor los tienes tú, que todavía eres escritor… Pero si quieres los puedes quemar, a mí me da lo mismo…
– No te entiendo, Iván. ¿No te importa la verdad? Ese hombre era un hijo de puta y no tiene justificación ni…
– ¿Qué verdad? ¿Cuál es la verdad? Y él no fue el único hijo de puta que hizo cosas injustificables.
– Claro que no. Pero fue uno de los que ayudó a Stalin a fumarse a los veinte millones de personas que se llevó en la golilla en nombre del comunismo… Y no mató a un tipo cualquiera… Mató a otro hijo de puta que, cuando tuvo el poder, le arrancó la cabeza a ni se sabe cuánta gente… Todo eso es demasiado fuerte, Iván. Fíjate que los rusos, después de que destaparon la olla, la han vuelto a cerrar a cal y canto… Hay que hacer muchas cosas horribles para matar a tanta gente…
– Mercader fue víctima y verdugo, como la mayoría -protestó, ya menos vehemente, mientras observaba la fosforera que el hombre que amaba a los perros le había dejado en herencia.
– Fue más verdugo que víctima, y eso no lo dejaba vivir tranquilo. ¿Sabes por qué te contó su historia y después hizo esta carta?… Pues para que tú lo escribieras y lo publicaras…
Iván se frotó la cabeza rapada, con fuerza, como si quisiera borrar algo dentro de ella. ¿Y decía que no estaba loco?
– A veces pienso lo mismo que tú. Pero otras veces creo que fue una necesidad de moribundo. Tiene que ser muy jodido vivir toda tu vida como si fueras otro, diciendo que eres otro, y saber que es mejor estar escondido detrás de otro nombre porque sientes vergüenza de ti mismo…
– ¿De qué mierda de vergüenza me hablas? Ninguno de ellos tenía vergüenza ni nada que se pareciera…
– ¿Tú no crees que pagó todas sus culpas? ¿Sabes que un preso de Lecumberri contó que a Ramón lo habían violado en la cárcel?
– El tenía que saber a lo que se arriesgaba, y así y todo aceptó… Y me parece muy bien que le hayan partido el culo en la cárcel.
– Él no andaba por ahí matando gentes… Fue un soldado que cumplió órdenes. Hizo lo que le mandaron por obediencia y convicción…
Iván se puso de pie, sirvió más café en las tazas, pero ninguno de los dos bebió. Miraba otra vez hacia su perro cuando me dijo:
– ¿Sabes cómo tuve la seguridad de que López era Mercader, antes de leer estos papeles, antes de ver la foto?
– No sé… Por lo que te dijo del grito de Trotski, ¿no? -aventuré, dispuesto a darle una tregua: al fin y al cabo, Iván no había matado a nadie ni había ayudado a que jodieran a otros. Él sí era una víctima, total.
– No, no, la clave fue la forma en que trataba a sus perros y cómo miraba el mar. Era Mercader buscando la felicidad que sintió en Sant Feliu de Guíxols. Su paraíso perdido… Cuba fue un placebo.
– ¿Y cómo pudiste seguir hablando con él después de estar seguro de que era Mercader?
Iván me miró a los ojos y yo le sostuve la mirada. Mecánicamente bebió su café, tomó la cajetilla y extrajo otro cigarro. ¿Cuántos iba a fumarse?
– Creo que nunca estuve seguro de que fuera Mercader. Cuando López me contaba la vida de Mercader, me parecía que hablaba de un hombre de hacía mucho tiempo, no sé, del siglo XIX… Y aunque suene morboso, yo quería saber cómo terminaba la historia. Pero sobre todo sentía que él necesitaba que yo lo oyera… -hizo una pausa y le dio fuego al cigarro-. ¿Sabes qué es lo que más me jode de toda esta historia?
– ¿Las mentiras?
– Además de las mentiras.
– ¿Que Stalin lo pervirtiera todo? ¿Que a lo mejor sus mismos camaradas mataran a Mercader envenenándolo con radiactividad? -Más que eso.
Me quedé en silencio: a fin de cuentas, a mí me jodía todo en aquella historia y la lista podía ser infinita. Iván fumaba sin dejar de mirarme.
– Lo que me ha metido aquí -dijo y se señaló la cabeza rapada-. Cuando leí esos papeles y tuve una idea cabal de lo que había hecho Ramón Mercader, sentí asco. Pero también sentí compasión por él, por el modo en que lo habían usado, por la vergüenza que le provocaba ser él mismo. Ya sé, era un asesino y no merece compasión, ¡pero todavía yo no puedo evitarlo, cojones! A lo mejor es verdad que su misma gente le metió radiactividad en la sangre para matarlo, como dice Eitingon, pero no hacía falta, porque ya lo habían matado muchas veces. Se lo habían quitado todo, su nombre, su pasado, su voluntad, su dignidad. ¿Y al final para qué? Desde que le dijo que sí a Caridad, Ramón vivió en una cárcel que lo persiguió hasta el mismo día de su muerte. Ni quemándose todo el cuerpo se podía quitar su historia de encima, ni creyéndose que era otro… Pero a pesar de todo, a mí me daba lástima saber cómo había terminado, porque siempre había sido un soldado, como tantísima gente… Y si lo mataron ellos mismos, no se puede sentir por él otra cosa que compasión. Y esa compasión lo hace sentirse a uno sucio, contaminado por el destino de un hombre que no debería merecer ninguna piedad, ninguna pena. Por eso me niego a creer que lo haya matado su misma gente: de alguna forma, eso lo haría un mártir…
Y no quiero publicar nada, porque solo de pensar que esa historia le provoque a alguien un poco de compasión me dan ganas de vomitar…
Observaba a mi amigo y sentí que al fin comenzaba a entender algo. Su vida (si han llegado a estas alturas del cuento ya lo saben) había sido un rosario de desgracias y frustraciones inmerecidas pero ineludibles, tantas y a la vez tan comunes que parece increíble que a un solo hombre le cayera arriba todo el peso de su tiempo y su circunstancia: fue como si a él le tocara recibir cada uno de los golpes que le han correspondido a una generación de crédulos por obligación. Para colmos, había vivido con esa puñetera historia dentro durante casi treinta años y tuvo la desgracia de que Ana, lo más limpio de su vida, reprodujera con su muerte el suplicio final de Ramón Mercader y él se viera obligado a asistir, día a día, a una agonía que no podía dejar de recordarle la de un asesino despreciable y despreciado. Aun así, junto a la indignación, Iván sentía compasión por aquel hombre y su destino, y ese sentimiento le provocaba un intenso rencor hacia sí mismo.
– Iván, él fue uno de ellos y ellos lo trataron como le enseñaron desde el principio que se debía tratar a los demás: sin piedad. Pero por nada de eso merece tu compasión.