Iván meditó durante unos segundos que se alargaron. Debía de estar calibrando las consecuencias de lo que quería decirme y, nada más de mirarlo, ya lo presentía: no iba a ser algo agradable. Fue en ese momento cuando recordé, no sé por qué asociación de ideas, la historia del deseo que Iván había tenido de viajar a Italia.
– Es que ya no puedo más… -dijo al fin-. Me he pasado toda mi cabrona vida con la sensación de estar huyendo de algo que siempre me agarra, y ya estoy cansado de correr… Ahora coge esos papeles y vete. Dale, quiero acostarme.
Casi aliviado me puse de pie, pero no recogí los papeles. Cuando fui a salir me volteé y lo vi fumando otra vez. Iván tenía la vista fija enTruco, que dormitaba en el rincón. Sentí compasión por mi amigo y por su perro, compasión real y justificada, pero también unos deseos enormes de mandarlo todo a la mierda, de cagarme en la madre del mundo entero, de desaparecer. Por supuesto, no hacía falta que le preguntara a Iván de qué había estado escapándose toda su vida: yo sabía que había estado huyendo del miedo, pero, como él mismo dijo, por más que corras y te escondas, el miedo siempre te alcanza. Yo lo sé bien.
– Estamos jodidos. Todos -dije, no sé si en voz alta.
¿Cómo es posible que haya dejado pasar tanto tiempo? Es cierto que yo también tenía -tengo- miedo, pero Iván se merecía algo más de mí.
No fue hasta el 22 de diciembre, dos días antes de la Nochebuena, cuando decidí dar mi brazo a torcer y por fin salí a buscar a Iván. El pretexto me lo dio mi mujer, aunque no era demasiado bueno: ella quería invitarlo para que cenara con nosotros la noche del 24. El problema era que tanto Iván como yo siempre habíamos detestado el ambiente navideño y el espíritu festivo que por esos días la gente asume como una obligación.
Cuando llegué a su apartamento encontré la puerta y la ventana cerradas. Toqué varias veces, sin tener respuesta. Algo en el ambiente de la casa me pareció extraño, aunque en ese instante no me di cuenta de qué podía ser lo anormal, fuera del hermetismo y el silencio.
Como apenas eran las tres de la tarde, fui hasta el consultorio veterinario donde Iván trabajaba y también lo encontré cerrado, con la cadena y el candado que solía poner entre la puerta y el marco. Le pregunté a una mujer que vivía en la acera del frente y me dijo que hacía dos o tres días que Iván no venía, y eso la tenía preocupada, él nunca faltaba tanto tiempo.
Regresé a la cuadra de Iván y toqué en la casa del vecino que le había prestado el televisor en colores durante la enfermedad de Ana. El hombre me reconoció, me invitó a pasar, pero yo le dije que andaba apurado y solo quería saber si había visto a Iván.
– Hace tres días… Sí, hace como tres días que no lo veo.
Le di las gracias y, por cortesía elemental, le deseé unas felices navidades, y el hombre me respondió con dos palabras llenas de sentido:
– Lo propio.
Cuando caminaba hacia el Pontiac, preguntándome dónde coño podía haberse metido Iván, recordé que aquella fórmula navideña que me había regalado su vecino era la misma que, según mi amigo, él le había dicho a modo de despedida al hombre que amaba a los perros, justo el día en que se encontraron por última vez, hacía exactamente veintisiete años. Y en ese instante una luz se encendió en mi cabeza: ¿cómo era posible queTruco no hubiese ladrado cuando toqué la puerta del apartamento? El perro de Iván y Ana era un ladrador empedernido, y solo habría dejado de hacer bulla por unas pocas razones: porque estaba muy enfermo, o porque no estaba en la casa o -lo más probable- porque hubiera muerto, quizás de melancolía por la ausencia de Ana.
Abrazado por un mal presentimiento cambié el rumbo y fui en busca del único teléfono público que funcionaba en el barrio, en el quiosco de periódicos y revistas que no vende periódicos ni revistas. Desde allí logré llamar a las casas de Frank y de Anselmo, y en ambas me ratificaron que Iván hacía mucho no pasaba por ellas. Entonces llamé a Raquelita y ella me dijo que hacía siglos que no veía a Iván y mejor si no lo volvía a ver nunca más al «infeliz comemierda». Sentado en el Pontiac, me puse a pensar y, realmente, vi escasas alternativas: no tenía la menor idea de dónde buscarlo, aunque sabía que debía buscarlo. En este país la gente no suele desaparecer: cuando alguien se pierde es porque se lo tragó el mar o porque todavía no tiene monedas para llamar desde el primer teléfono que se encuentre en Mia-mi. Pero ése no sería Iván. No a estas alturas, no después de todo lo que había vivido entre las cuatro paredes de la isla.
De pronto tuve una inspiración. Encendí el carro y salí hacia el cementerio. El lugar estaba desierto, después del último entierro de la tarde. Busqué la tumba de Ana, en el panteón de su familia, y lo encontré todo en el espantoso estado de soledad en que siempre se quedan los muertos. Las coronas de flores hacía mucho que habían dejado su espacio al polvo y la suciedad, que volvían a adueñarse de un sitio que en varias semanas no parecía haber sido visitado por nadie.
Fuera del cementerio rastreé otro teléfono con vida y llamé a Gisela, la hermana de Ana. Ella tampoco sabía de Iván; ni siquiera había vuelto a llamarla después del entierro. Cada vez más alarmado, recordé a sus parientes de Antilla, allá en Oriente, con los que Iván había ido a vivir por unas semanas tras su salida del pabellón para los enfermos de adicciones del Hospital Calixto García. Como estaba en El Vedado, manejé hasta la casa de Raquelita (la mansión espectacular que le «resolvió» su segundo marido, un gordo joyero y traficante al que media Habana conocía como «el mago» Alcides, un triunfador del socialismo, el verdadero hombre de la vida de Raquelita), y conseguí que la ex, en una libreta vieja, encontrara un número telefónico de Serafín y María, los primos de la madre de Iván, allá en Antilla. Raquelita, a su pesar, se había contagiado con mi preocupación y ella misma se encargó de llamar, para recibir idéntica respuesta a la que yo había ido obteniendo hasta entonces: los parientes de Antilla ni siquiera sabían de la muerte de Ana. Cuando salí de la mansión de Raquelita, llevaba un dolor adicional en el pecho, pues era evidente que a Francesca no le interesaba demasiado lo que hubiera podido ocurrir con su padre, aunque no me asombró saber que ella también andaba en gestiones para irse a vivir fuera de la isla -decisión en la que su hermano Paolo y mis hijos, típicos representantes de su generación, se le habían adelantado.
En la noche, mientras revolvía, más que comer, lo que me había servido mi mujer, noté cómo la preocupación se me había convertido en un sentimiento de culpa, pues ya estaba convencido de que había ocurrido algo muy grave. Le comenté a mi mujer sobre las pesquisas de aquella tarde y ella me dio una solución en la que no había pensado: ir a la policía. Me pareció ridículo y excesivo, pero empecé a considerar la posibilidad. Algo le podía haber pasado, quizás estuviera en un hospital por haber sufrido un accidente, un infarto, no sé qué coño pensé. ¿Y si de verdad se había montado en una balsa y todavía no había llegado a ningún sitio o se había ahogado como su hermano Wi-lliam?… Casi a medianoche, en lugar de meterme en la cama, volví a vestirme, decidido a poner la denuncia en la estación de la Avenida de Acosta y, cuando estaba apenas a dos cuadras del castillejo de la policía, recibí el relámpago de una certeza. Me desvié y bajé hacia Lawton. No sabía todavía (ni sé ahora) por qué ya estaba convencido de lo que iba a encontrar.
Entré por el pasillo oscuro y resbaloso que conducía al apartamento. En la mano llevaba la mandarria que siempre tengo en el maletero del Pontiac. Frente a la puerta me envolvió una atmósfera hedionda que no había advertido esa tarde, y la premonición se convirtió en evidencia. No obstante, toqué varias veces, grité el nombre de Iván y el deTruco: el silencio vino a darme la respuesta. No esperé más. Con un solo golpe de la mandarria hice saltar la cerradura de la puerta, tan podrida que casi se desprendió del marco. De inmediato la fetidez se intensificó, y a tientas busqué el interruptor, cuidando de no chocar con las muletas de madera que apuntalaban la estructura. Cuando el apartamento se iluminó, desde la pieza que hacía de sala vi lo que jamás hubiera querido ver: en la otra habitación estaba la cama, hundida, las patas quebradas por la carga que tenía encima. Sobre el colchón, también hundido por el peso, logré entrever bajo los pedazos de madera, concreto y yeso, la forma de unas piernas, un brazo, parte de una cabeza humana y también algo de la pelambre amarilla de un perro. Alcé la vista y vi que del techo colgaban unas pocas cabillas de acero, oxidadas y roídas, y más allá, un cielo desencantado y ajeno, desprovisto de estrellas.