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Tiré de una de las sillas de hierro y me dejé caer en ella. Ante mí estaba el fin previsible de un camino, un desastre de resonancias apocalípticas, la ruina de una casa y de toda una ciudad, pero sobre todo de unos sueños y unas vidas. Aquel montón de escombros asesinos era el mausoleo que le correspondía en la muerte a mi amigo Iván Cárdenas Maturell, un hombre bueno contra el que el destino, la vida y la historia se habían confabulado hasta destrozarlo. Su mundo agrietado al fin se había deshecho y lo había devorado de aquella manera absurda y terrible. Lo peor era saber que de alguna forma -de muchas formas-, la desaparición de Iván era también la de mi mundo y la del mundo de tanta gente que compartió nuestro espacio y nuestro tiempo. Iván al fin se había escapado, y me había dejado en herencia su frustración cósmica, el peso maligno de una compasión que no deseaba sentir y una caja de cartón, rotulada con mi nombre, donde estaban todos aquellos papeles escritos por él y por Ramón Mercader (en realidad por Jaime López) y que eran el mejor retrato de su alma y de su tiempo… ¿En qué estaría pensando Iván cuando oyó crujir la muleta de madera y vio a la muerte que le caía del cielo, arrastrada por la inercia y la gravedad, las únicas fuerzas todavía capaces de movernos? Posiblemente ya no pensaba en nada: había terminado de escribir lo que necesitaba escribir, solo por cumplir una necesidad fisiológica, y su vida se había convertido en el más desolador de los vacíos. A esto habíamos llegado después de tanto caminar, con los ojos vendados. Y en ese instante recordé a Iván hablándome de la melancolía de su perro, de la libertad infinita y de las ventanas abiertas hacia las mentalidades colectivas… y también, otra vez, me vino a la mente la imagen imprecisa de la Fontana de Trevi, donde ni Iván ni yo pudimos lanzar nunca una moneda.

Al fin he podido leer la papelería de Iván. Más de quinientos folios mecanografiados, plagados de tachaduras y añadidos, pero cuidadosamente ordenados en tres sobres de Manila que también había rotulado con mi nombre completo: Daniel Fonseca Ledesma, como para evitar la menor confusión.

Mientras iba leyendo, sentía cómo el propio Iván salía de su piel y dejaba de ser una persona que escribía para convertirse en un personaje dentro de lo escrito: en su historia, mi amigo emerge como un condensado de nuestro tiempo, como un carácter a veces exageradamente trágico, aunque con un indiscutible aliento de realidad. Porque el papel de Iván es el representar a la masa, a la multitud condenada al anonimato, y su personaje funciona también como metáfora de una generación y como prosaico resultado de una derrota histórica.

Aunque traté de evitarlo, y me revolví y me negué, mientras leía fui sintiendo cómo me invadía la compasión. Pero solo por Iván, solo por mi amigo, porque él sí la merece, y mucha: la merece como todas las víctimas, como todas las trágicas criaturas cuyos destinos están dirigidos por fuerzas superiores que los desbordan y los manipulan hasta hacerlos mierda. Ese ha sido nuestro sino colectivo, y al carajo Trotski si con su fanatismo de obcecado y su complejo de ser histórico no creía que existieran las tragedias personales sino solo los cambios de etapas sociales y suprahumanas. ¿Y las personas, qué? ¿Alguno de ellos pensó alguna vez en las personas? ¿Me preguntaron a mí, le preguntaron a Iván, si estábamos conformes con posponer sueños, vida y todo lo demás hasta que se esfumaran (sueños, vida, y hasta el copón bendito) en el cansancio histórico y en la utopía pervertida?

No lo pienso demasiado, porque podría arrepentirme. Haré lo único que puedo hacer si no quiero condenarme a arrastrar para siempre el peso muerto de una historia de crímenes y engaños, si no quiero heredar hasta el último miligramo del miedo que persiguió a Iván, si no quiero sentirme culpable por haber obedecido o desobedecido la voluntad de mi amigo. Le devuelvo lo que le pertenece.

Acomodo todos los papeles en una pequeña caja de cartón. Comienzo a sellarla con cinta adhesiva hasta que toda la superficie queda cubierta por la tira de color acero. Esta mañana he enterrado a Truco junto al muro del patio de mi casa, y dentro de la mortaja de tela que le hice, metí un ejemplar del remoto libro de cuentos de Iván, la fosforera de Mercader y la Biblia de Ana. Esta tarde, cuando cierren el ataúd de mi amigo, la cruz del naufragio (de todos nuestros naufragios) y esta caja de cartón, llena de mierda, de odio y de toneladas de frustración y de mucho miedo, se irán con éclass="underline" al cielo o a la podredumbre materialista de la muerte. Quizás a un planeta donde todavía importen las verdades. O a una estrella donde tal vez no haya razones para sufrir temores y hasta podamos alegrarnos por sentir compasión. A una galaxia donde quizás Iván sepa qué hacer con una cruz roída por el mar y con esta historia, que no es su historia pero en realidad lo es, y que también es la mía y la de tantísimas gentes que no pedimos estar en ella, pero que no pudimos escapar de ella: se irán tal vez al sitio utópico donde mi amigo sepa, sin la menor duda, qué coño hacer con la verdad, la confianza y la compasión.

Mantilla, mayo de 2006-junio de 2009

NOTA MUY AGRADECIDA

Esta novela quizás comenzó a escribirse en el mes de octubre de 1989, mientras, sin que mucha gente aún lo sospechara, el Muro de Berlín se inclinaba peligrosamente, hasta que comenzó a precipitarse y se deshizo, apenas unas semanas después.

Entonces yo acababa de cumplir los treinta y cuatro años y hacía el que sería mi primer viaje a México. Como estaba convencido de que Coyoacán era un lugar muy distante del centro, conseguí que Ramón Arencibia, un amigo cubano-mexicano dueño del automóvil más feo del DF, me llevara a visitar la casa donde vivió y murió León Trotski. A pesar del casi absoluto desconocimiento que yo tenía (como cualquier cubano de mi generación) de las peripecias vitales y las ideas del ex dirigente bolchevique, y, por tanto, no podía ser ni siquiera alguien cercano al trotskismo, creo que la conmoción puramente humana que me produjo recorrer aquel sitio, convertido en museo desde hacía varios años y en un verdadero monumento a la zozobra, el miedo y la victoria del odio desde que lo habitaran los Trotski, fue la semilla de la cual, cumplida una larguísima incubación, nació la idea de escribir esta novela.

Al enfrentarme a su concepción, más de quince años después, ya en el siglo XXI, muerta y enterrada la URSS, quise utilizar la historia del asesinato de Trotski para reflexionar sobre la perversión de la gran utopía del siglo XX, ese proceso en el que muchos invirtieron sus esperanzas y tantos hemos perdido sueños, años y hasta sangre y vida. Por eso me atuve con toda la fidelidad posible (recuérdese que se trata de una novela, a pesar de la agobiante presencia de la Historia en cada una de sus páginas) a los episodios y la cronología de la vida de León Trotski en los años en que fue deportado, acosado y finalmente asesinado, y traté de rescatar lo que conocemos con toda certeza (en realidad muy poco) de la vida o de las vidas de Ramón Mercader, construida(s) en buena parte sobre el filo de la especulación a partir de lo verificable y de lo histórica y contextualmente posible. Este ejercicio entre realidad verificable y ficción es válido tanto para el caso de Mercader como para el de otros muchos personajes reales que aparecen en el relato novelesco -repito: novelesco- y por tanto organizado de acuerdo con las libertades y exigencias de la ficción.