Liev Davídovich comprobaría hasta qué punto los avatares de la política absorbían sus energías cuando su mujer lo sorprendió con la noticia de que Liova deseaba irse de Prínkipo. El temblor oculto que desde hacía unos meses sacudía los cimientos de la villa de Büyük Ada solo se le reveló en ese momento, cuando ya había cobrado proporciones de terremoto. Recordó entonces que alguna vez Natalia Sedova le había comentado que no era bueno que Jeanne Molinier permaneciera por temporadas con ellos, mientras Raymond regresaba a París. Habían sostenido aquella conversación una tarde en que habían ido de paseo hasta la impresionante estructura del antiguo hotel Prínkipo Pa-lace, la mayor construcción de madera en toda Europa, y, al oírla, él le había preguntado con sorna qué sucedía. Ella había sonreído mientras le explicaba las cosas con su pragmatismo de siempre: sucedía que las esposas debían estar con los esposos y que su Liovnochek se estaba volviendo viejo y los años le empañaban la vista incluso a un hombre como él.
Hasta ese instante las idas y venidas de Raymond Molinier habían funcionado como una peripecia más en la rutina de Büyük Ada. Dotado de esaénergie Molinièresque que tanto atraía a Liev Davídovich, aquel seguidor se había convertido en el principal sostén de la oposición en París. Entusiasmado por la posibilidad de convertir el trotskismo en una fuerza política dentro de la izquierda francesa, Molinier había puesto su devoción, su fortuna y su familia al servicio del proyecto, y mientras él luchaba en París por buscar nuevos adeptos, su esposa, Jeanne, se había convertido en la corresponsal entre el secretariado atendido por Liova y los simpatizantes trotskistas en Europa. La energía de Molinier había tocado fibras sensibles del experimentado revolucionario, y por eso había decidido poner en sus manos el destino de la oposición francesa, pasando por encima de las opiniones de otros camaradas, como Alfred y Marguerite Rosmer, que discretamente decidieron retirarse de la lidia.
Pero solo ahora se enteraba de que, desde la primera ocasión en que Raymond dejó a su mujer en Büyük Ada, Natalia había olfateado lo que se avecinaba: Jeanne era una joven dotada de una languidez que contrastaba con el atropellamiento de su marido, y los veintitrés años de Liova palpitaban en cada célula de su cuerpo, aun cuando se hubiera entregado en cuerpo y alma a la causa. Por ello, mientras su mujer le comunicaba que Jeanne viajaría a París con la intención de terminar su relación con Raymond, y que Liova planeaba irse con ella a otro lugar, el revolucionario comprendió cuan poco se había preocupado por las necesidades de su hijo, aunque de inmediato pensó que el trabajo de tantos meses, el pírrico y doloroso beneficio extraído de los disgustos y defecciones, podían irse por el caño, arrastrados por el impulso egoísta de un hombre y una mujer. Y esa misma noche, sin poder contenerse, le reprochó a Liova su devaneo sentimental, imperdonable en un luchador.
Por fortuna la reacción de Raymond fue profundamente francesa, según Natalia, y dejó partir a Jeanne para que viviera con Liova, que ya planeaba trasladarse a Alemania. Liev Davídovich comprendió entonces que no tenía otra alternativa que aceptar aquella decisión: aunque el espíritu de sacrificio del muchacho fuese inconmensurable, no podía exigirle que invirtiese su juventud en una isla perdida. Lo que más le dolería, escribió, sería perder al único hombre en quien podía descargar el peso de sus frustraciones, el único del que podía escuchar críticas sinceras y del que jamás cabría esperar fuese el encargado de clavarle el puñal, servirle el café envenenado, dispararle el tiro en la nuca que, tarde o temprano, le arrancarían la vida.
Pero la preocupación por la partida de Liova fue momentáneamente empañada por un acontecimiento que, apenas conocido, se transformó en un mal presentimiento para Liev Davídovich: las elecciones alemanas, celebradas el 14 de septiembre de 1930, habían convertido al Partido Nacional Socialista de Hitler en el segundo más votado del país. El salto había sido de los ochocientos mil votos de 1928 a los más de seis millones que ahora lo respaldaban. Perplejo ante una extraña irresponsabilidad política de los comunistas alemanes, Liev Davídovich leyó que éstos festejaban su propio ascenso de tres a cuatro millones y medio de votos, y proclamaban que el repunte hitleriano era el canto de cisne de un partido pequeñoburgués condenado al fracaso. Varios meses atrás, en una de las cartas con que solía bombardear al Comité Central del Partido soviético, ya él había advertido sobre el peligroso enraizamiento del nacionalsocialismo en Alemania, al cual veía como portador de una ideología capaz de cohesionar a todo aquel «polvo humano» de una pequeña burguesía triturada por la crisis y deseosa de revancha. Desde entonces había comenzado a insistir en la necesidad de una alianza estratégica entre comunistas y socialistas para frenar un proceso que podría llevar a los hitlerianos al poder. Pero la respuesta a su premonitorio llamado de alarma había resultado ser la orden de Moscú, canalizada por el Komintern, de que el partido alemán se abstuviera de cualquier alianza con los socialistas y los demócratas.
Nunca, como en ese momento, Liev Davídovich había sentido el peso de su condena. Recluido en una isla perdida en el tiempo, su capacidad de acción se reducía a la escritura de artículos y a la organización de seguidores dispersos, cuando en realidad debería estar en el vórtice de unos acontecimientos que, podía sentirlo en la piel, implicaban el destino de la clase obrera alemana, el de la revolución europea y tal vez el de la misma Unión Soviética. Sabía que se imponía movilizar la conciencia de la izquierda alemana, pues todavía resultaba factible evitar el desastre que se dibujaba en el cielo de Berlín. ¿Nadie advierte que si no se le cierra el camino, Hitler se hará con el poder y los comunistas serán sus primeras víctimas? ¿Qué pasa en Moscú?, se preguntó. Intuía que algo oscuro se gestaba tras los muros rojos del Kremlin. Lo que todavía no podía imaginar era que muy pronto oiría bajar, desde las torres más altas de la fortaleza moscovita, los primeros aullidos de una criatura macabra, capaz de horrorizarlo.
5
El aire tenía una densidad que acariciaba la piel, y el mar, refulgente, apenas producía un murmullo adormecedor. Allí se podía sentir cómo el mundo, en días y momentos mágicos, nos ofrece la engañosa impresión de ser un lugar afable, hecho a la medida de los sueños y los más extraños anhelos humanos. La memoria, imbuida por aquella atmósfera reposada, conseguía extraviarse y que se olvidaran los rencores y las penas.
Sentado en la arena, con la espalda apoyada en el tronco de una casuarina, encendí un cigarro y cerré los ojos. Faltaba una hora para que cayera el sol, pero, como ya iba siendo habitual en mi vida, yo no tenía prisas ni expectativas. Más bien casi no tenía nada: y casi sin el casi. Lo único que me interesaba en ese momento era disfrutar del regalo de la llegada del crepúsculo, el instante fabuloso en que el sol se acerca al mar plateado del golfo y le dibuja una estela de fuego sobre la superficie. En el mes de marzo, con la playa prácticamente desierta, la promesa de aquella visión me provocaba cierto sosiego, un estado de cercanía al equilibrio que me reconfortaba y todavía me permitía pensar en la existencia palpable de una pequeña felicidad, hecha a la medida de mis también disminuidas ambiciones.
Dispuesto a esperar la caída del sol en Santa María del Mar, había extraído de mi mochila el libro que estaba leyendo. Era un volumen de relatos de Raymond Chandler, uno de los escritores por los cuales, en esa época -y todavía hoy-, profesaba una sólida devoción. Sacándolos de los sitios más inimaginables, yo había logrado formar con ediciones cubanas, españolas y argentinas una colección de las obras casi completas de Chandler y, además de cinco de sus siete novelas, tenía varios libros de cuentos, entre ellos el que leía esa tarde, tituladoAsesino en la lluvia. La edición era de Bruguera, impresa en 1975, y, junto al relato que le servía de título, recogía otros cuatro, incluido uno llamado «El hombre que amaba a los perros». Dos horas antes, mientras realizaba el trayecto en la guagua hacia la playa, había comenzado el libro justo por ese cuento, atraído por un título sugestivo y capaz de tocar directamente mi debilidad por los perros. ¿Por qué, entre tantos posibles, yo había decidido llevar ese día aquel libro y no otro? (Tenía en mi casa, entre varios recién conseguidos y pendientes de lectura, El largo adiós, la que sería mi preferida entre las novelas del propio Chandler; Corre, Conejo, de Updike; y Conversación en la Catedral, del ya excomulgado Vargas Llosa, esa novela que unas semanas después me pondría a convulsionar de pura envidia.) Creo que había escogido Asesino en la lluvia con total inconsciencia de lo que podía significar y simplemente porque incluía aquel relato donde se narra la historia de un matón profesional que siente una extraña predilección por los perros. ¿Todo estaba organizado como una partida de ajedrez (otra más) en la cual tantas personas -aquel individuo al que bautizaría precisamente como «el hombre que amaba a los perros» y yo, entre otros- solo éramos piezas al albur de la casualidad, de los caprichos de la vida o de las conjunciones inevitables del destino? ¿Teleología, como le dicen ahora? No crean que exagero, que trato de rizar el rizo ni que veo confabulaciones cósmicas en cada cosa que me ha pasado en la puta vida: pero si el frente frío anunciado para ese día no se hubiera disuelto con un fugaz cernido de lluvia, sin alterar apenas los termómetros, posiblemente yo no habría estado aquella tarde de marzo de 1977 en Santa María del Mar, leyendo un libro que, así por casualidad, contenía un cuento titulado «El hombre que amaba a los perros», y sin nada mejor que hacer que esperar la caída del sol sobre el golfo. Si una sola de esas coyunturas se hubiera alterado, probablemente jamás habría tenido la ocasión de fijarme en aquel hombre que se detuvo a unos metros de donde yo estaba para llamar a unos perros reales que, solo de verlos, me deslumbraron.