– ¡Ix! ¡Dax! -gritó el hombre.
Cuando levanté la mirada, vi a los perros. Sin pensarlo cerré el libro para dedicarme a contemplar a aquellos extraordinarios animales, los primeros galgos rusos, los cotizados borzois, que veía fuera de las láminas de un libro o de la revista de veterinaria para la que ya trabajaba. En la luz difusa de la tarde de primavera los galgos parecían perfectos, sin duda bellísimos, enormes, mientras corrían por la orilla del mar, provocando explosiones de agua con sus patas largas y pesadas. Me admiré con el brillo de las pelambres blancas, moteadas de un lila oscuro en el lomo y los cuartos traseros, y con el filo de los hocicos, dotados de unas mandíbulas -según la literatura canina- capaces de quebrar el fémur de un lobo.
A unos veinte metros estaba la silueta quemada por el sol del hombre que había llamado a los perros. Cuando empezó a caminar hacia donde estábamos los animales y yo, lo primero que me pregunté fue quién podría ser aquel tipo que tenía, en la Cuba de los años setenta, dos galgos rusos, al parecer de pura sangre. Pero la carrera y el juego de los animales volvieron a llevarse mi atención y, sin otro motivo que la curiosidad, me puse de pie y avancé unos pasos hacia la orilla, para ver mejor a los borzois, ahora que el sol me quedaba a la espalda. En esa posición escuché nuevamente la voz del hombre y por primera vez me decidí a fijarme en él.
El hombre debía de andar por los setenta años (después sabría que tenía casi diez menos), llevaba el pelo entrecano cortado al cepillo y usaba unos espejuelos de armadura de carey. Era alto, cetrino, más bien grueso pero algo desgarbado. Traía en las manos dos correas de cuero, y llevaba la derecha cubierta con una banda de tela blanca, como si protegiera una herida reciente. Me llamó la atención que usara unos pantalones de algodón de color caqui, sandalias de cuero y una camisa ancha, colorida: un atuendo que revelaba de inmediato su condición de extranjero en el país de las camisas «tos-tenemos» (de rayas o de cuadritos), zapatos «va-que-te-tumbo» o «peste-a-pata» (botas rusas o mocasines plásticos) y pantalones de loneta o de poliéster, capaces de sofocarte los huevos en el calor del verano.
Llegamos a estar tan cerca el uno del otro que el cruce de miradas resultó inevitable: yo le sonreí, y el hombre, con orgullo de dueño de dos galgos rusos, también. Luego de llamar otra vez a los perros, él encendió un cigarro y yo decidí imitarlo, para avanzar otros cuatro, cinco pasos, hacia donde el presunto extranjero se había detenido.
– Son preciosos sus perros.
– Gracias -respondió el hombre-.¡Ix! ¡Dax! -repitió, y todavía fui incapaz de ubicarle por el acento.
– Primera vez que veo unos borzois -preferí mirar hacia los animales, que ahora correteaban cerca de su dueño.
– Son los únicos que hay en Cuba -dijo él y yo pensé: es español. Pero en la entonación había unas inflexiones raras, que me hicieron dudar.
– Necesitan mucho ejercicio, aunque debe tener cuidado con el calor.
– Sí, el calor es un problema. Por eso los traigo hasta aquí…
– He leído que estos animales son muy fuertes, pero a la vez muy delicados. Eran los perros de los zares rusos… -dudé si no sería un atrevimiento, pero como no tenía nada que perder, me lancé-: ¿Los trajo de la Unión Soviética?
El hombre miró hacia el mar y dejó caer el cigarro en la arena.
– Sí, me los regalaron en Moscú.
– Perdone, pero usted no es ruso, ¿verdad?
El hombre me miró a los ojos y chasqueó las correas contra la pata del pantalón. Deduje que tal vez no le había gustado que lo confundieran con un ruso, pero me convencí de que mi pregunta no daba a entender esa posibilidad. ¿O sí era ruso -no, si acaso georgiano o armenio, por el color del pelo y de la piel- y por eso tenía aquellas entonaciones extrañas y cierto engolamiento al pronunciar las palabras?
En ese instante, en un claro entre las casuarinas, vi a un negro alto y delgado que, con una toalla enrollada sobre un hombro, nos observaba sin el menor recato, como si nos vigilara. Pero volví la vista cuando escuché que mientras les colocaba las correas a los perros, el hombre de los espejuelos de carey les susurraba algo en un idioma que tampoco logré ubicar. Cuando el hombre se incorporó, observé que daba un paso en falso, como si se hubiera mareado, y lo escuché respirar con alguna dificultad. Pero de inmediato me preguntó:
– ¿Cómo es que sabes tanto de perros?
– Es que trabajo en una revista de veterinaria y da la casualidad de que acabo de revisar un artículo sobre genética que escribió un científico soviético, y hablaba mucho de los borzois y otras dos razas europeas. Además, me encantan los perros -respondí de un tirón.
Por primera vez el hombre sonrió. La falta de respuesta ante su origen, su aspecto inusual y el hecho de que hubiera vivido en Moscú, sumado a la presencia del negro alto y flaco que nos observaba, me decantó por la posibilidad de que el hombre de los perros fuese un diplomático.
– Me gustaría leer ese artículo.
– Yo creo que se puede conseguir una copia -dije, sin pensar que para hacer realidad aquella promesa (hasta tanto saliera la revista, para lo cual faltaban un par de meses) lo más probable era que yo tuviese que mecanografiar aquel texto lleno de extraños códigos genéticos.
– Yo amo a los perros -admitió el extranjero, utilizando justamente el verbo amar de aquel modo en que ya casi nadie lo empleaba, y en su sonrisa me pareció entrever una nostalgia recóndita, que no guardaba relación con sus siguientes palabras-. Buenas tardes.