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Debió de haber sido en algún momento de 1971, el año en que más cálido llegó a ponerse el ambiente con la orden expresa de dar caza a cualquier tipo de bruja que apareciera en lontananza, cuando cometí un grave pecado de sinceridad e inocencia en la vía pública. Todo empezó cuando me atreví a comentar, en el círculo de amigos, que había otros profesores a quienes, gracias al carné rojo que llevaban en su bolsillo, se les permitía seguir dando clases cuando todo el mundo sabía de sobra que eran más incapaces docentemente que los trasladados por ser religiosos, y que había otros, también sobrevivientes y portadores de carné, con más pinta de maricones y tortilleras que las dos profesoras fumigadas. No recuerdo si incluso añadí que, a mi juicio, ni las creencias de unos ni las inclinaciones sexuales de otras debían considerarse un problema mientras no trataran de influir con ellas en sus alumnos… Unos meses después sabría que aquel comentario inoportuno se convertiría en la causa de mi primera caída, cuando en el crecimiento de la militancia de la Juventud se me negó el ingreso en la élite juvenil por no haber sido capaz de superar ciertos problemas ideológicos y faltarme madurez y capacidad de entendimiento de las decisiones tomadas por compañeros responsables. Y acepté la crítica y prometí enmendarme.

Aunque no lo sabía, aquellas rachas de aire turbio eran parte de un huracán que recorría silenciosa pero devastadoramente la isla, por fin encarrilada en una concepción de la sociedad y la cultura adoptada de los modelos soviéticos. La inclusión de dos turnos de clases semanales destinados a leer discursos y materiales políticos, la renovada exigencia con respecto al largo del pelo o al ancho de los pantalones, y la crítica a los estudiantes con preferencias por las manifestaciones de la cultura occidental y norteamericana, se habían integrado casi simbióticamente al universo donde vivíamos, y cargamos con todos aquellos fundamentalismos (al menos yo los cargué), sin grandes conflictos ni preocupaciones, sin idea de las oscuridades cuasi medievales y pretensiones de lobotomía que las impulsaban. Casi sin cuestionarnos nada.

Con toda mi ingenuidad política y literaria a cuestas (y algo de talento, pienso), fui escribiendo aquellos cuentos con los que por fin armé un volumen de unas cien cuartillas que envié al concurso para escritores inéditos. Dos meses después, con sorpresa y alegría, recibí la noticia de que había obtenido una primera mención, la cual, además, implicaba la publicación del manuscrito. Aquel éxito me limpió el espíritu de posibles dudas y, por primera y única vez en mi vida -quizás porque estaba completamente equivocado-, me sentí seguro de mí mismo, de mis posibilidades e ideas: había demostrado que era un escritor de mi tiempo, y ahora solo debía trabajar para cimentar el ascenso hacia la gloria artística y la utilidad social, como entonces pensábamos de la literatura (que más bien parecía una cabrona escalera y no el oficio para masoquistas infelices que en realidad es).

Entre las exigencias de la carrera y las infinitas actividades político-ideológicas extradocentes (tan, y a veces hasta más, controladas y valoradas como las lectivas), sumado a una parálisis por la borrachera del éxito que me dio una popularidad y preeminencia inesperadas (fui electo secretario para las actividades culturales de la Federación de Estudiantes de la facultad, y vanguardia en varias emulaciones), pero sobre todo gracias a la verdadera literatura que fui leyendo en ese tiempo, durante casi dos años no conseguí volver a escribir un cuento que me pareciera mínimamente cercano a mis posibilidades y ambiciones. Pero a la altura del cuarto y último año de la carrera, ya publicado mi libro-La sangre y el fuego-, tuve que hacer tres semanas de reposo a causa de un esguince de tobillo. Entonces escribí un relato, más largo de los que solía redactar, en el cual encontré un asunto y, tras él, un tono y una manera de mirar la realidad que me complacían y me demostraban, sin que fuera una genialidad, cuánto era capaz de superarme. Sin duda, el reflujo de la marea triunfalista, pero sobre todo esas lecturas en las que me había empeñado con más ahínco, tratando de encontrar las razones éticas y las cualidades técnicas de los grandes -Kafka, Hemingway, García Márquez, Cortázar, Faulkner, Rulfo, Carpentier, ¡carajo, qué lejos estaba de ellos!-, dieron un timidísimo fruto en aquel relato donde narraba la historia de un luchador revolucionario que siente miedo y, antes de convertirse en un delator, decide suicidarse… Por supuesto, yo no podía ni pensar que me estaba anticipando y extrayendo de mis propios pánicos futuros la reflexión profunda sobre las causas del miedo y sobre algo peor: sus devastadores efectos.

A finales de enero de 1973, apenas terminados los exámenes del primer semestre, hice la última versión del cuento y llevé las cuartillas mecanografiadas a la misma revista universitaria donde año y medio antes habían publicado uno de mis relatos, avalado por una introducción editorial donde se hablaba de mí como de una promesa literaria nacional, casi internacional, por mis soluciones realistas y mi visión socialista del arte. Con entusiasmo recibieron la nueva obra y me dijeron que seguramente podrían publicarlo en el número de marzo o, a más tardar, en el de abril. Pero no tuve que esperar tanto para saber cómo era recibido y leído mi mejor cuento: una semana después el director de la revista me citó en su oficina y allí sufrí la segunda y creo que más dolorosa caída de mi vida. Nada más entrar, el hombre, hecho una furia, me espetó la pregunta: ¿cómo te atreves a entregarnos esto?Esto eran las cuartillas de mi relato, que el basilisco, yo diría que asqueado, sostenía en la mano, allá, tras su buró…

Todavía hoy el esfuerzo antinatural de recordar lo que me dijo aquel hombre investido de poder, seguro de su capacidad para infundir miedo, resulta demasiado lacerante. Comoquiera que mi historia se repitió tantas veces, con otros muchos escritores, la voy a sintetizar: aquel cuento era inoportuno, impublicable, completamente inconcebible, casi contrarrevolucionario -y oír aquella palabra, como se imaginarán, me provocó un temblor frío, claro que de pavor-. Pero a pesar de la gravedad del asunto, él, como director de la revista, y loscompañeros (todos sabíamos quiénes eran y qué hacían los compañeros), habían decidido no tomar conmigo otras medidas, teniendo en cuenta mi anterior trabajo, mi juventud, mi evidente confusión ideológica, y todos iban a hacer como si aquel cuento nunca hubiera existido, jamás hubiese salido de mi cabeza. Pero ellos y él esperaban que algo así no volviera a suceder y que yo pensaría un poco más a la hora de escribir, pues el arte es un arma de la revolución, concluyó, mientras doblaba las cuartillas, las metía en una gaveta de su buró y, con modales ostensibles, le pasaba una llave que guardó en su bolsillo con la misma contundencia con que pudo habérsela tragado.