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Recuerdo que salí de aquella oficina cargado con una mezcla imprecisa y pastosa de sentimientos (confusión, desasosiego y mucho miedo) pero sobre todo agradecido. Sí, muy agradecido, de que no se hubieran tomado otras medidas conmigo, y yo sabía cuáles podían ser, cuando apenas me faltaban cuatro meses para terminar mi carrera. Aquel día, además, supe con exactitud lo que era sentir Miedo, así, un miedo con mayúsculas, real, invasivo, omnipotente y ubicuo, mucho más devastador que el temor al dolor físico o a lo desconocido que todos hemos sufrido alguna vez. Porque ese día lo que en realidad sucedió fue que me jodieron para el resto de mi vida, pues además de agradecido y preñado de miedo, me marché de allí profundamente convencido de que mi cuento nunca debió haber sido escrito, que es lo peor que pueden hacerle pensar a un escritor.

Resulta obvio que aquel episodio, sumado a mi bien conservado comentario sobre las expulsiones de profesores y mi reciente afición a la literatura de escritores como Camus y Sartre (Sartre, hasta unos años antes tan amado en la isla y ahora tan execrado por haberse atrevido a ciertas críticas que delataban su podredumbre ideológica pequeño-burguesa), estuvieron sobre otro buró el día en que se decidía mi destino laboral de recién graduado. La idea genial que se les ocurrió fue enviarme, para una necesaria purificación que parecía un premio, a la remota Baracoa, adonde llegué en el mes de septiembre, bajo el imperio de un calor húmedo y agobiante como jamás había sentido, aunque con la inocente sensación de que allí lograría reparar mis esperanzas literarias. Lo que yo aún no podía concebir era lo abismal que había sido aquella segunda caída, la inoculación irreversible que había sufrido, y por eso todavía estaba convencido de que, a pesar del resbalón del cuento «inoportuno», yo estaba en condiciones de escribir con calidad las obras que exigían mi tiempo y mis circunstancias. Y con ellas demostraría, de paso, cuan receptivo y confiable yo podía llegar a ser.

El jefe de redacción de la emisora solo esperaba mi llegada para largarse de Baracoa y apenas dedicó una semana a instruirme sobre los pormenores técnicos de mi trabajo. A primera vista mi responsabilidad parecía simple: ordenar los boletines escritos por los dos redactores y comprobar que nunca faltaran en ellos las noticias nacionales publicadas en los periódicos del Partido y la Juventud, ni las crónicas de los divulgadores oficiales y los corresponsales voluntarios sobre las innumerables actividades que generaban las instituciones de la provincia y, muy especialmente, las promovidas por el Partido, la Juventud, los sindicatos y el resto de las organizaciones del «regional», como entonces se calificaban los antiguos y después recuperados municipios. Nunca olvidaré la sonrisa de mi colega cuando me tomó la mano y me entregó la llave de su buró, el día que de manera oficial me transmitía el mando. Y menos podré olvidar las palabras que susurró:

– Prepárate, socio: aquí te vas a hacer un cínico o te van a hacer mierda… Bienvenido a la realidad real.

Sus propios habitantes dicen que sobre Baracoa pesa la maldición del Pelú, un profeta loco que la condenó a ser el pueblo de las iniciativas nunca cumplidas. Y lo primero que te cuentan al llegar allí es que su fama está asentada sobre tres mentiras: tener un río llamado Miel pero que no endulza, pues por él solo corre agua; ser dueña de un Yunque, que es una montaña sobre la cual nadie puede forjar nada; y poseer una Farola -nombre de la carretera que une la «ciudad» con el resto del país- que no alumbra.

Yo sabía que Baracoa debía su nombre al cacicazgo indígena que allí existía cuando llegaron los conquistadores. Pero muy pronto descubriría que, cuatro siglos y medio después, aquello seguía siendo un cacicazgo, regido ahora por los jerarcas de las organizaciones locales. También aprendería a toda velocidad que nunca resultó más justa que allí la máxima de pueblo chico, infierno grande. Y, para completar mi educación en la vida real, en Baracoa sufriría las consecuencias de mi incapacidad humana e intelectual para lidiar cada día con caciques y diablos.

La emisora Radio Ciudad Primada de Cuba Libre era, precisamente, el medio encargado de concretar una realidad virtual más embustera aún que la de ríos, montañas y carreteras de nombres caprichosos, porque estaba construida sobre planes, compromisos, metas y cifras mágicas que nadie se ocupaba de comprobar, sobre constantes llamados al sacrificio, la vigilancia y la disciplina con los que cada uno de los jefes locales trataba de construir el escalón de su propio ascenso -coronado con el premio de salir de aquel sitio perdido. Mi trabajo consistía en recibir llamadas y recados de aquellos personajes para que velara por sus intereses, a los cuales ellos siempre llamaban, por supuesto, los intereses del país y del pueblo. Y mi única alternativa fue aceptar aquellas condiciones y, cínica y obedientemente, ordenar a los dos autómatas subnormales y alcohólicos que trabajaban como redactores que escribieran de planes sobrecumplidos, compromisos aceptados con entusiasmo revolucionario, metas superadas con combatividad patriótica, cifras increíbles y sacrificios heroicamente asumidos, para darle forma retórica a una realidad inexistente, hecha casi siempre de palabras y consignas, y muy pocas veces de plátanos, boniatos y calabazas concretas. La otra alternativa era negarme o, más aún, renunciar y largarme, y a pesar de que lo pensé varias veces, el miedo a las consecuencias (la invalidación del título universitario, para empezar) me paralizó, como a tantos otros. Aquélla era la realidad real a la que me había dado la bienvenida mi antecesor.

Pero en lugar de hacer aquel trabajo impúdica y pragmáticamente, como tanta gente, y ocupar el tiempo libre en lecturas y proyectos literarios, por mi propio miedo o por mi incapacidad para rebelarme me vi arrastrado a un torbellino de actividades, mítines, concentraciones, asambleas siempre epilogadas con una invitación al «compañero periodista» a la comelata y la bebedera (¿quién habla de escaseces?) organizadas por el jefe de turno del sector de turno. Con cierto asombro descubrí que en aquel ambiente mi habitual timidez sexual desaparecía con las puertas que derribaban el alcohol, la sensación de escapar del confinamiento de aquel sitio apartado, y la urgencia (mía y de mis amantes ocasionales) de liberar algo propio. Nunca comí, bebí y mucho menos templé tanto ni con tantas mujeres ni en lugares tan inconcebibles como en aquellos dos años, al cabo de los cuales terminé reaccionando como un cínico capaz de mentir sin escrúpulos, portando una gonorrea que repartí generosamente y (como uno más de los tantísimos habitantes de la zona) convertido en un alcohólico de los que desayunan con un trago de aguardiente y una cerveza fría para despejar los efectos de la resaca de la noche anterior.

Baracoa, ha llegado la hora de decirlo, es uno de los lugares más bellos y mágicos que existen en la isla, y sus moradores son gentes de una bondad y una inocencia abrumadoras. Aunque nunca he vuelto a visitarla -me da horror pánico la idea de regresar allí y de que por alguna razón no pueda volver a salir-, recuerdo, como en medio de una bruma, la belleza de su mar, sus decadentes fortalezas coloniales, sus montañas de vegetación tupidísima, sus muchísimos arroyos y ríos que podían llegar a ser furiosos, como el Toa. Recuerdo la amabilidad de su gente, siempre dispuesta a cobijar a los forasteros y parias deseosos de un sitio donde perderse en vida; la pobreza que asediaba a la ciudad desde hacía casi medio milenio y que era su verdadera maldición, una pobreza todavía palpitante sobre la cual siempre se habló en pasado, como algo definitivamente superado, durante mis dos años al frente de los «espacios informativos» de la radio local.