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Ahora me parece evidente que solo borracho, revoleándome con la primera mujer que se me apareciera por delante (también borracha si era, como yo, de los enviados a trabajar allí por dos o tres años) y envuelto en cinismo era posible resistir aquel tránsito por la realidad real… Mi tercera caída tuvo lugar cuando, ya en La Habana, ingresé por mis propios pies en el pabellón de tratamiento para adictos del Hospital General Calixto García, luego de haber disfrutado de una estancia de tres semanas en la sala contigua, donde ingresaban a los politraumatizados. Había llegado allí en camilla, con las fracturas y heridas recibidas como resultado de la pelea tumultuaria que, quizás para liberar algo del miedo que se me había empozado dentro, desaté en el primer bar que visité al regresar a La Habana.

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Sus padres la llamaron África, como la santa patrona de Ceuta, donde había nacido, y pocas veces un nombre le vino mejor a una persona: porque ella era recia, insondable y salvaje, como el continente al que le debía el apelativo. Desde el día que la conoció, en una asamblea de las Juventudes Comunistas de Cataluña, Ramón se sintió absorbido por la belleza de la joven, pero sobre todo lo atraparon sus ideas de mármol y su empuje telúrico: África de las Heras parecía un volcán en erupción que rugía su permanente clamor por la revolución. África solía citar de memoria pasajes de Marx, Engels y Lenin, hablaba del querido camarada Stalin como la encarnación del futuro en la Tierra y lo llamaba con veneración Guía del Proletariado Mundial, mientras abogaba por la más estricta disciplina partidista. Además, consideraba el baile y el vino venenos burgueses para el espíritu, parecía haberse cosido un libro de marxismo bajo el brazo y poseía una conciencia militante que apabullaba al entusiasmo romántico de Ramón y lo ponía a prueba, constantemente.

Ramón había regresado de Francia un año antes, cuando estaba a punto de cumplir los veinte. Apenas llegado a Barcelona, gracias a su título deMaître d'hôtel había logrado colocarse en el Ritz como ayudante de cocina, y nunca supo bien si por las ideas que le había transmitido Caridad o por su propio espíritu de rebeldía, muy pronto se acercó a los comunistas locales y dio el primer paso hacia su enrolamiento. La España que Ramón había encontrado hervía a fuego lento, esperando que alguien pusiera leña seca para que las llamas subieran al cielo: era un país adolorido que pugnaba por sacudirse los lastres del pasado y las frustraciones del presente. El dictador Primo de Rivera acababa de dimitir, y los monárquicos y los republicanos habían desenvainado sus espadas. Los sindicatos, dominados por socialistas y anarquistas, habían multiplicado su fuerza, pero, en comparación con Francia, los comunistas todavía eran pocos y, como cabía esperar en un país casi feudal y horriblemente católico, mal vistos, frecuentemente perseguidos.

La juventud de Ramón disfrutaba de aquel ambiente tirante, donde todo el mundo vivía a la expectativa de algo que muy pronto debía ocurrir y al fin ocurrió cuando los republicanos-socialistas, con el apoyo de los sindicalistas, ganaron las elecciones municipales de 1931, provocaron la caída de la monarquía y proclamaron la Segunda República. Hasta el final de su vida Ramón pensaría que había vuelto a su país en el momento preciso, con la edad justa y la mente en efervescencia: fue como si su vida y la historia hubieran estado acechándose, preparando cada una sus argumentos para colocarlo en el camino que lo conduciría, unos años después, hasta la Sierra de Guadarrama y de allí, al compromiso con la más alta responsabilidad.

La orientación partidista del momento era consolidar primero una república para más adelante radicalizarla, y por eso los jóvenes comunistas apoyaron en aquel trance las timoratas medidas del gobierno contra el latifundio y el poder de la Iglesia, por la igualdad de mujeres y hombres, por los derechos de los trabajadores y, sobre todo, de la gran masa campesina española, atrasada y misérrima. Años más tarde Ramón sonreiría al recordar unas consignas más llenas de palabras que de soluciones, pero todos esos años, incluso durante la guerra, aquél había sido el país de las consignas, y cada partido, cada tendencia, cada grupo desplegaba las suyas donde podía, en mítines y periódicos, en paredes, escaparates, tranvías y hasta en los carretones de carbón que recorrían las ciudades.

Ramón atravesó con irresponsabilidad y plenitud la marea de aquellos años. Más que un conocimiento real de los principios comunistas, fue su capacidad de entrega y obediencia la que le permitió detentar una prominencia en la directiva de las Juventudes y ese protagonismo lo empujó a vivir con intensidad. Ramón añoraría siempre aquellos tiempos en los que, como nunca en la historia de España, se había' amado tanto, con tanta ansiedad, como si se viviera una orgía de pasiones físicas e intelectuales.

Fue entonces cuando conoció a África de las Heras, la segunda mujer que tendría una importancia crucial y también traumática en su existencia. Ella era tres años mayor que él, morena, inteligente y guapísima, jamás se ponía afeites en el rostro y vivía cada segundo y cada acto como una verdadera militante comunista. A pesar del ya interiorizado rechazo de Ramón a todo lo establecido por los códigos de la moral burguesa, no pudo evitar enamorarse de ella. Como cualquier joven con las hormonas cargadas de dinamita, se impuso merecer la atención de la muchacha, y se lanzó tras ella a la más trepidante vorágine política. Escuchando sus razonamientos, asumió sin una crítica las teorías profesadas por aquella belleza roja y comprendió (o dijo comprender en algunos casos) los riesgos que acechaban a la lucha política en una república de señoritos y burgueses; se reafirmó en las ideas de que los trotskistas eran los más sibilinos enemigos de los comunistas y de que anarquistas y sindicalistas solo podían ser vistos como unos desechables compañeros de viaje en el ascenso hacia los altos propósitos, que serían divergentes cuando ellos, los comunistas, estuvieran en condiciones de promover la verdadera Revolución conducida por una necesaria dictadura proletaria. Por primera vez Ramón oiría hablar insistentemente del oportunista Trotski, por ese tiempo desterrado en Turquía, como del más solapado de los enemigos, y de sus seguidores españoles como peligrosos infiltrados dentro de la clase obrera. Pero la verdadera pasión de África salía a flote cuando disertaba sobre el pensamiento y la práctica políticas de José Stalin, el hombre que conducía a la revolución bolchevique hacia su radiante consolidación. La devoción de África fue capaz de contagiarle aquel odio cerval por León Trotski y la veneración por Stalin, sin que Ramón fuese capaz de imaginar hasta dónde lo llevarían aquellas pasiones.

Cuando Ramón consiguió que África atendiera sus reclamos, el joven entró en una fase superior de dependencia. El modo total de hacer el amor con que África lo arrolló, aquella sabiduría elemental y sin inhibiciones capaz de enloquecerlo, lo pusieron a merced de la mujer y le proporcionaron dosis semejantes de placer y dolor, pues en su todavía palpable debilidad pequeñoburguesa, soñaba que África era suya, y cuando la poseía se ufanaba de ser el hombre más dichoso de la Tierra. Pero cuando veía cómo ella se le escapaba de las manos, sufría rabiosos ataques de celos, aunque trataba de fortalecerse acusándose de estar desprovisto de la convicción ideológica necesaria para romper las barreras de los sentimientos y de faltarle el empuje para llegar a la altura revolucionaria donde brillaban los principios de aquella mujer, comprometida solo con la causa, desposada solo con la idea.

África de las Heras le enseñaría a Ramón que el amor y la familia eran sentimientos y circunstancias que podían lastrar al revolucionario: ella, por ejemplo, había roto con su marido por una patente incompatibilidad ideológica, pues él profesaba el credo anarcosindicalista. Ramón, que ya intuía la necesidad de librarse de la rémora familiar, por esa época apenas sostenía relaciones con sus parientes y desde entonces decidió fortalecerse y no alentarlas. De Caridad solo tenía noticias de que había estado por París y ahora vivía en Burdeos, mientras con su padre había cortado toda relación desde que, al volver a Barcelona, supo por la antigua cocinera de la casa que don Pau, antes de vender la mansión familiar para mudarse a los altos de los almacenes de la calle Ample, había regalado los perros de Ramón a un campesino con el que se había encontrado en el mercado de Sant Gervasi. De sus hermanos sabía que Montse y el pequeño Luis habían sido recogidos por su padre, que a Jorge también lo había captado el Partido, y que el joven Pablo, el único al que veía con cierta frecuencia, militaba en una organización catalanista, como su padre.