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Pero aquel desgajamiento de sus viejos afectos no le resultó difícil porque Ramón, en realidad, solo tenía ojos para ver lo que África le iluminaba, mientras la seguía por Barcelona como un descerebrado, rogándole que entre mitin y reunión le regalara un par de horas de pasión, para las que su organismo en flor siempre estaba dispuesto.

Fue justo en la primavera de 1933 cuando Ramón comprendió que, por más que corriera, nunca lograría alcanzar a África, a menos que diera un salto mortal y prodigioso hacia el futuro. Mientras Ramón, África, Jaume Graells y el núcleo directivo de las Juventudes en Barcelona trabajaban por conseguir un crecimiento de la militancia que les permitiera pasar a ser una fuerza influyente en el descentrado panorama político español, Ramón había sido llamado a cumplir su servicio militar y enviado por cuatro semanas a una base de entrenamiento cercana a Lérida. De regreso a Barcelona con su primer permiso, se propuso cumplir el plan que había elucubrado durante ese mes, siempre con la imaginación puesta en la mirada que África le regalaría: ¿de felicidad o de burla?, se atormentaba. Se había citado con ella en un café cercano a la catedral y, para conseguir un golpe de efecto, Ramón esperó la llegada de África utilizando como espejo el escaparate de una tienda de objetos religiosos. Cuando la vio llegar contuvo sus ansias y dejó pasar unos minutos más. Entonces caminó hacia el café, listo para asumir la reacción de la joven ante su cambio externo: Ramón vestía el uniforme de gala del ejército por su condición de cabo de gastadores, para la cual había sido designado gracias a su estatura (medía un metro ochenta, más de lo habitual en un español de la época) y complexión física (era capaz de doblar una moneda de cobre colocándosela entre los dedos), propicia para abrir marchas en desfiles y paradas. Ramón sabía que el uniforme de gala, con gorra de plato incluida, le sentaba de maravillas, pero sobre todo lo hacía sentirse diferente y le reportaba el placer de saberse observado. El brillo de aquellos entorchados lo habían hecho pensar que tal vez podía hacer carrera en el ejército, donde, le explicaría a África (dueña de todas las respuestas y soluciones), realizaría una labor efectiva ganando adeptos para el Partido y la futura revolución.

Cuando Ramón entró en el café, no la encontró. Pensó que habría bajado a los servicios y fue a acodarse en la barra, donde contuvo los deseos de pedir una copa y optó por una manzanilla. El dueño del café lo contempló con la admiración que Ramón sabía que despertaba y le sirvió la infusión. Cuando ella regresó de los lavabos, él se puso de pie, en toda su deslumbrante estatura. África lo miró, con su ojo crítico, y lo desarmó de un porrazo:

– ¿Por qué has venido disfrazado? ¿Te gusta que te miren?

Ramón sintió cómo el mundo se desmoronaba y, a duras penas, logró exponerle su idea de trabajar para la causa desde la madriguera reaccionaria del ejército. La muchacha solo le comentó que debían consultarlo a instancias superiores, pues aquélla no era una decisión personaclass="underline" un militante responde a su comité y la disciplina y los… Él lo entendía, y por eso se lo consultaba.

– Podría ser una buena idea -dijo ella, tal vez como consolación, pero sin disculparse le informó a Ramón que debía salir hacia una reunión.

El joven pidió un coñac y, mientras lo bebía, sintió deseos de llorar. Como África no regresaría, pensó que se lo podía permitir. Eres demasiado blando, Ramón, se dijo, terminó el trago y salió a la calle, donde la mirada intensa de una joven apuntaló su devastada autoestima.

Unos meses después, justo en el momento de pasar de la obligatoriedad del servicio a la pretendida profesionalidad del ejército, Ramón sentiría cómo sus sueños de saberse importante y de prestar un gran servicio a la revolución se esfumaban cuando su filiación política fue considerada un impedimento y el ejército decidió prescindir de él. Entonces se juró que los militares le pagarían aquella afrenta.

El reformismo conduce a la restauración: solo el poder comunista, despiadadamente proletario, puede llevar a cabo las transformaciones profundas que exige un país como éste, enfermo de odio y de desigualdades, solía repetir África, siempre tribunicia. Y Ramón comprendería hasta qué punto la joven había tenido razón cuando, a finales de ese mismo año, los conservadores se alzaron con el triunfo electoral y comenzaron un artero desmontaje de los cambios políticos republicanos con la derogación de decretos de beneficio social y el inicio de una contrarreforma agraria que devolvía las tierras a los señoritos feudales y el país a su interminable Edad Media.

Fueron los mineros asturianos y los nacionalistas catalanes quienes en el mes de octubre de 1934 reaccionaron contra las leyes promovidas por la tétrica Confederación Española de Derechas Autónomas, la CEDA, y primero proclamaron la huelga general y al final se levantaron: los mineros clamando por la revolución y los nacionalistas por un estatuto de autonomía. A los jóvenes comunistas les habían ordenado estar preparados para intervenir, incluso de manera violenta, si las condiciones evolucionaban favorablemente en Barcelona. Pero el proyecto catalán fue demolido de un golpe y sin que se iniciara la revuelta popular que, agazapados, ellos esperaban. En cambio, la huelga de los mineros asturianos se afianzó y las Juventudes, como parte del bloque comunista, apoyaron a los rebeldes. África y Ramón, decepcionados por la tibieza de los líderes catalanes, pidieron ser enviados a Asturias, donde las calderas estaban a todo vapor, luego de la drástica abolición de la moneda y la propiedad privada y la creación de un ejército proletario. Como ya había comenzado a tenderse un cerco reaccionario contra los mineros, el Partido ordenó a los jóvenes comunistas permanecer en Barcelona, donde trabajarían procurándoles las armas que tanto necesitaban los rebeldes. Ramón, con deseos de pasar a la acción, osó criticar en una reunión aquella táctica dilatoria y fue la propia África quien lo sacudió, alarmada por su incapacidad de entender las decisiones estratégicas del Partido en un momento de turbias coyunturas históricas. El Partido siempre tiene la razón, dijo, y si no entiendes, no importa, tienes que obedecer, y zanjó la discusión.

La represión de los mineros fue brutal y aquella Revolución de Octubre resultó triturada con esmero. Su saldo de casi mil cuatrocientos muertos y más de treinta mil detenidos convenció a Ramón de que la piedad no existe ni puede existir en la lucha de clases. Y confió en que alguna vez a ellos les llegaría su turno: al menos el dogma así lo estipulaba.

Con la derrota asturiana, los comunistas fueron colocados en la lista negra de los enemigos perseguidos con más saña. Muchos estuvieron entre los encarcelados por su participación en los sucesos de Asturias o simplemente por su militancia y, tal como había ocurrido en la Rusia prerrevolucionaria, recordaba África, tan histórica, tan dialéctica, los demás debieron sumergirse en las catacumbas, para desde allí trabajar y esperar el momento (llamado «situación revolucionaria») de golpear al sistema.