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Fue en esa coyuntura cuando los dirigentes de las Juventudes recibieron la misión de crear células clandestinas en barrios y fábricas de la ciudad. África fue a trabajar a Gracia y Ramón se metió en El Raval y la Barceloneta, donde incluso organizó aulas de alfabetización. A fin de hacer más eficiente el trabajo político y preparar a los miembros para futuras contiendas, Ramón organizó con Jaume Graells, Joan Brufau y otros camaradas una célula que se presentaba como Peña Artística y Recreativa, y la bautizaron con el nombre menos sospechoso que encontraron: «Miguel de Cervantes». El bar Joaquín Costa, al final de la calle Guifré, se convirtió en el sitio de reuniones. Iban dos y tres noches a la semana, muchas veces con África, quien desarrollaba allí sus dotes de agitadora, con una vehemencia que dejaba a Ramón cada vez más arrobado por la pasión y la fe de la joven en el destino de una humanidad sin explotadores ni explotados. Durante varios meses todo funcionó según lo previsto, hasta que cometieron el error de confiarse y los sorprendió la irrupción de la policía, que cargó con diecisiete de ellos (África logró escapar saltando una tapia difícil de escalar aun para un hombre), acusados de conspirar contra la república para subvertir el orden e instaurar una dictadura atea y comunista.

Si a Ramón todavía le hubieran faltado razones para convencerse de que toda aquella pantomima de república democrática era solo un engaño, y que aquel sistema necesitaba ser arrancado de raíz, los ocho meses de cárcel que vivió en Valencia terminaron de arraigarle sus convicciones. No fue que las acusaciones lanzadas sobre ellos resultaran falsas: era cierto, ellos conspiraban para subvertir el orden, pero también a esa opción se suponía que tenían derecho en una república como la que, según pregonaban, existía en un país supuestamente democrático desde 1931.

Las prisiones de España se desbordaron de presos, aviesamente mezclados los comunes y los políticos, aunque sumaban tantos los comunistas detenidos que las galerías se convirtieron en foros donde se discutían las proyecciones del Partido, el peligroso ascenso del fascismo en Alemania e Italia, los éxitos económicos de la URSS y los principios de la lucha de clases. Hasta la cárcel llegó también la inesperada directriz, emanada de Moscú, de que se estableciera una alianza de los comunistas con los partidos de la izquierda (exceptuados los trotsko-oportunistas) para lanzarse juntos a la lucha por el poder, y Ramón asumió la orden sin atreverse a cuestionar aquel radical cambio estratégico. Para él el verdadero castigo de su estancia carcelaria fue que en todos aquellos meses África no fuera a verlo y ni siquiera le enviara una carta, un soplo de aliento.

Las elecciones de febrero de 1936, ganadas por el nuevo frente político de socialistas, comunistas y anarquistas devolvieron el poder a la izquierda y, de inmediato, la libertad a los detenidos por su militancia o su participación en las revueltas de 1934. Después de ocho meses de prisión, cuando Ramón puso un pie en la calle, ya había dejado de ser un joven romántico lleno de impulsos y se había convertido en un hombre de fe, un enemigo cerval de todo lo que se interpusiera en el camino hacia la libertad y la dictadura proletaria. A ese fin dedicaría cada respiración de su vida, pensaba: aunque tuviera que pagar por ello el más elevado de los precios.

Como muchos de sus compañeros de condena, Ramón fue de Valencia directamente a Madrid, donde los partidos del Frente Popular habían organizado una gran manifestación para celebrar la victoria y la formación del nuevo gobierno. En la capital encontraron aquel ambiente festivo y nervioso que imperó en España hasta el inicio de la guerra. Las botas de vino saltaban de las aceras a los camiones de los recién liberados, las muchachas les lanzaban flores, se cruzaban vivas a la libertad y mueras a la monarquía, a la burguesía, a los terratenientes y a la Iglesia. La revolución se olía en el aire.

En el mitin, Ramón oyó el discurso de José Díaz, el secretario general, y vio por primera vez a una mujer exaltada y dramática, que parecía ella misma una manifestación: Dolores Ibárruri, a la que el mundo conocería como Pasionaria. Para su mayor alegría, en medio de la combativa multitud, sintió cómo se aferraban a su cuello unos brazos ansiados, de los que brotaba un perfume de violetas con el que no había dejado de soñar durante su encierro. Ramón disfrutó en cada célula de su cuerpo con el sonido de una voz de mujer por la cual, como por la revolución mundial, se sentía dispuesto a darlo todo, pero al verla pensó que si los milagros existían, África era una confirmación: en aquellos meses había embellecido, estaba más rotunda y firme, como si por su cuerpo y su rostro hubiera pasado un manto benéfico capaz de operar la transformación. Unos minutos después, cuando escapaban del gentío enardecido de canciones y vino, sabría que en verdad algo conmovedor había alarmado el cuerpo de la mujer, algo a lo cual él había vivido ajeno hasta ese momento: mes y medio antes África había dado a luz a una niña. Una hija de Ramón.

Ramón Mercader pensaría, casi hasta gastar la idea, que en su vida, tan llena de convulsiones tremendas, una de las mayores y más aleccionadoras sacudidas fue la recibida con aquella noticia. África le contó que no había ido a verlo a la cárcel ni le había puesto al tanto de su embarazo para no hacerle flaquear con unos sentimientos innecesarios para un revolucionario. Además, ella había preferido afrontar sola su gravidez pues, desde que la descubrió y fue desaconsejada de abortar por lo avanzado de la gestación, había decidido que aquella criatura no interferiría en el propósito mayor de sus vidas: la lucha revolucionaria. Por eso, cercanas las fechas del alumbramiento, se había ido a Málaga, donde vivían sus padres, y allí había tenido a la niña, a la que había nombrado Lenina de las Heras, para entregarla de inmediato a los abuelos y regresar a Barcelona a luchar por la victoria electoral del Frente Popular, como le ordenara el comité del Partido. Su decisión de mantener a la niña lejos era irrevocable y nada la haría cambiar: solo cumplía con un deber de honestidad al informarle de lo ocurrido.

Un cúmulo de sensaciones ardientes había caído sobre la cabeza de Ramón. A la sorpresa de saber que era padre, se sumaba la determinación de África, consecuente con sus ideales. Aunque todo aquello le resultaba demasiado abrumador como para poder deglutirlo de un golpe, lo sorprendió sentir una nítida gratitud hacia la mujer a la que tanto amaba, y que le demostraba su estatura política con una acción drástica y liberadora. No obstante, en lo más recóndito de su conciencia palpitó una luz de curiosidad por saber cómo era la niña que él había engendrado, cómo sería tenerla cerca y educarla. ¿África no sentiría lo mismo? Ramón sabía que las urgencias de la lucha pronto ocultarían aquel parpadeo, y pensó con más convicción: África tiene razón, la familia puede ser un lastre para un revolucionario, mientras atravesaban la plaza de Callao, creía él que sin un rumbo preciso.

África abrió la puerta de un café de la Gran Vía y, al penetrar, la claridad de la calle le impidió a Ramón ver el interior del local, uno de aquellos viejos bares de Madrid con las paredes revestidas de madera oscura. África, como guiada por una luz interior, avanzó hacia el fondo, sorteando mesas y sillas, con esa seguridad tan suya. El trató de seguirla, apoyándose en los respaldos de las sillas, cuando entrevio al fondo una silueta de mujer, según lo advertía el cabello, una mujer alta y fornida, concluyó al acercarse. La sombra avanzó hacia él y, sin que Ramón la hubiera identificado aún, sintió cómo lo recorría un temblor cuando la mujer lo besó, tan cerca de la comisura de los labios como para dejarle en la boca un inconfundible sabor de anís, capaz de imponerse al regusto seco de la ginebra que dominaba su aliento.

7

Kharálambos movió apenas el timón y, bajo el sol de la tarde, el bote se adentró en el río de oro sobre un mar por el que el joven pescador había aprendido a navegar con su padre, su padre con su abuelo, su abuelo con su bisabuelo, en una acumulación de sabidurías que se remontaba, tal vez, hasta los días en que los ejércitos de Alejandro pasearon por sobre aquellas aguas la furia y la gloria del gran rey de los macedonios. Más de una vez, observando la destreza marinera de Kharálambos, Liev Davídovich se había preguntado si no habría llegado el momento de perpetrar un acto de suprema sabiduría y despojarse de todas las armaduras para darse la oportunidad de respirar, por primera vez en su vida adulta, un aire simple como el que alimentaba la sangre del pescador, lejos de los torbellinos de su época.