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Cuatro años de exilio, cinco de marginación, decenas de muertes y decepciones, revoluciones traicionadas y represiones feroces, sumó Liev Davídovich y tuvo que admitir que quedaban pocas razones para la esperanza. El hombre cosmopolita, el luchador protagonista, el líder de multitudes había comenzado a envejecer a los cincuenta y dos años: jamás había imaginado que ese rincón del mundo en que vivía le provocaría algún día la sensación de tener quizás eso que llaman un hogar. Y menos aún que, por un momento, deseara renunciar a todo y lanzar sus armas al mar.

Hacía un año que había visto partir a Liova por aquella estela que ahora navegaba Kharálambos. Con una mezcla de inquietud y alivio había aceptado la decisión del muchacho de vivir su propia vida, lejos de la sombra paterna. La obtención de una beca para continuar estudios de matemáticas y física en la Technische Hochschule de Berlín había facilitado los trámites, y Liev Davídovich había decidido aprovechar la coyuntura de que el joven se trasladaba a un sitio privilegiado, donde sería sus ojos y su voz, mientras él seguía inmovilizado en Turquía.

A medida que se aproximaba la fecha de la despedida, Liev Davídovich había evocado con demasiada frecuencia el recuerdo de aquellas mañanas frías, en el atormentado París de 1915, cuando Liova se había iniciado en el trabajo político con apenas ocho años. Entonces vivían en la callecita Oudry, cerca de la plaza D'Italie, y él dedicaba las noches a escribir sus artículos antibelicistas para elNashe Slovo. En la mañana, camino de la escuela, con el pequeño Seriozha de la mano, Liova era el encargado de entregar en la imprenta las cuartillas recién escritas. Solo con la certeza de la separación, Liev Davídovich comprendió el vasto espacio que Liova ocupaba en su corazón y lamentó los exabruptos de ira durante los que, tan injustamente, había llegado a acusarlo de indolencia y de inmadurez política. Como le ocurriera dos años antes al separarse de Seriozha, tras la partida lo había invadido el malsano presentimiento de que quizás nunca volvería a ver a su aguerrido Liova, pero consiguió espantar aquel pensamiento por la más realista inversión de ecuaciones: si no volvían a verse no sería porque Liova faltara a la próxima cita. El ausente seguramente sería él, que cada día se sentía más viejo y acosado por unos rivales que deseaban su silencio total.

Pero la salida del joven no había sido la mayor preocupación de Liev Davídovich en aquellas semanas. Con su mejor voluntad aunque lleno de temores por su incapacidad para lidiar con los problemas domésticos, también había debido prepararse para el anunciado arribo de Zina, su hija mayor, que al fin había obtenido el permiso soviético para viajar al extranjero con el propósito de someter a tratamiento su agravada tuberculosis.

En las cartas que le fue enviando desde Leningrado, Alexandra Sokolóvskaya, la madre de Zina, lo había mantenido al tanto del deterioro físico y mental sufrido por la joven en los últimos años, sobre todo mientras se dedicó a cuidar a su hermana Nina, al tiempo que, por su militancia en la Oposición, sufría represiones políticas que habían culminado con la deportación de su esposo Platón Vólkov y con su propia expulsión del Partido y de su trabajo como economista. El toque personal de mezquindad, sin embargo, le llegaría a Zina con un permiso de salida del territorio soviético del que había sido excluida su hijita Olga, convertida en rehén político. Con la condena de una niña inocente, Liev Davídovich volvería a comprobar, de un modo patente, lo que Piatakov le había asegurado años atrás: Stalin se vengaría de él, con alevosía, hasta la tercera o cuarta generación.

Zina había llegado una soleada mañana de finales de enero de 1931, trayendo de su mano al pequeño Sieva. Natalia, Liova, Jeanne, las secretarias, los guardaespaldas, los policías turcos y hasta Maya bajaron tras Liev Davídovich hacia el embarcadero a darles la bienvenida. El ánimo de cada uno de ellos era todo lo festivo que permitían las circunstancias y fue recompensado por la sonrisa de una mujer delgada, exultante y expansiva, y por la mirada escrutadora de un niño, intensamente rubio, que había despreciado mimos de abuelos y tíos para fijar su predilección en la perra Maya.

A pesar de su calamitoso estado de salud, de inmediato Zina demostró que era hija de Liev Davídovich y de aquella incansable Alexandra Sokolóvskaya que en las reuniones clandestinas en Nikolaiev había puesto en las manos del imberbe luchador los primeros folletos marxistas que leería en su vida. Con la respiración entrecortada y asediada por fiebres nocturnas, la joven llegó exigiendo un espacio en el trabajo político, dispuesta a mostrar su capacidad y su pasión. Consciente de que necesitaba atención médica más que responsabilidades, su padre le había encomendado la tarea menos pesada, aunque de por sí abrumadora, de clasificar la correspondencia, mientras encargaba a Natalia que la acompañara a Estambul, donde los doctores comenzaron a trabajar con ella.

Con las cartas que Liova empezó a remitirle desde Berlín, el viejo luchador logró hacerse una idea más precisa del desastre que se acercaba, inexorable, a la puerta de los comunistas alemanes. Una y otra vez se había preguntado cómo Moscú mostraba tamaña torpeza política. No se requería ser un genio para advertir lo que significaba el auge de un nazismo que, sin detentar el poder, ya había comenzado su ofensiva de violencia, encargada a unas fuerzas de asalto que en apenas dos meses habían crecido de cien mil a cuatrocientos mil miembros. Los hechos delataban que no podía tratarse de ceguera política: la estrategia suicida de los comunistas alemanes debía de tener alguna otra razón, más allá de las directivas explícitas dictadas por los amos de Moscú, pensó y escribió.

Unas palabras pronunciadas en el corazón de la Unión Soviética vinieron a abrirle un resquicio para llegar a una respuesta que lo alarmaría. En un Moscú hambreado, donde resultaban un lujo los zapatos y el pan, en el que cada noche eran detenidos sin órdenes fiscales decenas de hombres y mujeres para ser enviados a loslagers siberianos, Stalin proclamó que el país había llegado al socialismo. ¿Al socialismo? Solo entonces Liev Davídovich había logrado ver un punto en la oscuridad: allí tenía que estar el origen de la sospechosa desidia, el absurdo triunfalismo que ataba las manos de los comunistas alemanes impidiéndoles cualquier alianza con las fuerzas de izquierda y centro en el país. Se había horrorizado cuando comprendió que la razón verdadera detrás de todas aquellas asombrosas actitudes era que a Stalin, para alcanzar la concentración del poder, ya no le bastaban los fantasmas de las posibles agresiones del imperialismo francés o el militarismo japonés, sino que requería de un enemigo como Hitler para cimentar, con la amenaza del nazismo, su propio ascenso. Aunque Liev Davídovich siempre se había opuesto a la posibilidad de fundar otro partido, por respeto a las ideas de Lenin y por el temor concreto a lo que una escisión pudiera provocar, la evidencia de una traición como la que estaba ejecutando Stalin, cuyas consecuencias serían desoladoras para Alemania y peligrosas para la propia Unión Soviética, había comenzado a revolver la duda en su cabeza.