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Para su fortuna, la presencia del pequeño Sieva mitigaba sus vacíos y temores. Liev Davídovich había establecido con el niño una relación de cercanía muy diferente a la que, tan absorto en la lucha, había tenido con sus propios hijos. El nieto había conseguido apropiarse de las pocas horas libres que el abuelo podía regalarse y entre ellos se había creado el hábito de bajar cada tarde hasta la playa, por donde Sieva solía correr conMaya, y, siempre que el afable Kharálambos se lo permitía, abordar el bote del pescador y navegar hasta los acantilados. El afecto que profesaba al niño atenuaba sus preocupaciones políticas, y en varias ocasiones lo había sorprendido una gran tranquilidad, que le permitía sentirse como un abuelo que comenzaba a envejecer y lograba liberarse, por primera vez en treinta años, de los apremios de la lucha. Las carreras de Sieva y Maya, las conversaciones con Kharálambos sobre el arte de la pesca, los paseos por el Mar de Mármara, pronto se convertirían en imágenes amables a las que se aferraría en los tiempos aún más difíciles que los aguardaban.

Una madrugada del primer verano que pasaban con Sieva, Liev Davídovich salvaría su vida y la de su familia gracias a uno de aquellos insomnios de los que siempre había sido víctima. Tendido en la cama dejaba transcurrir una de esas noches desgastantes, mientras escuchaba los sonidos nocturnos y pensaba en su hijo Serguéi. Aquella misma mañana habían recibido una carta donde Seriozha les aseguraba que su vida en Moscú seguía los cauces normales, les hablaba de su reciente matrimonio y de los progresos en sus estudios científicos. Aunque el muchacho mantenía su aversión por la política, el olfato de su padre le decía que esa lejanía no podría durar mucho tiempo y que cualquier día la política se presentaría a su puerta. Por eso, luego de hablarlo con Natalia, había decidido no dilatar más la propuesta de que Seriozha iniciara las gestiones que le permitieran viajar a Berlín para reunirse con su hermano. Vagando en aquellas cavilaciones, había tardado en percibir la inquietud deMaya, que se había acercado varias veces a la cama, y a la que, incluso, había sentido lloriquear. De pronto una señal de alarma lo había hecho recuperar la lucidez: el olor a madera ardiendo resultaba inconfundible y, sin pensarlo, había despertado a Natalia y corrido hacia la habitación donde Sieva dormía con las jóvenes secretarias desde que su madre se había trasladado a Estambul para ser operada.

El fuego se había iniciado en la pared exterior del local dedicado a la secretaría, y de inmediato Liev Davídovich comprendió las intenciones del saboteador: sus papeles. Mientras los policías turcos, sacados de su sueño, lanzaban baldes de agua sobre el incendio que se extendía hacia la sala de estar, él había dejado a Sieva y aMaya al cuidado de Natalia y, auxiliado por las secretarias, los guardaespaldas y el recién llegado Rudolf Klement, se había puesto a cargar la papelería que representaba su memoria y casi su vida. Entre el humo, recibiendo parte del agua lanzada, habían logrado sacar las carpetas de los manuscritos, los archivos y muchos de los libros antes de que el techo de aquel sector de la villa emitiera el crujido previo a la caída.

En medio de la madrugada, entre cajas de papeles y libros tirados en el suelo, Natalia y Liev Davídovich habían observado el trabajo del fuego, mientras él le acariciaba las orejas a la temblorosaMaya. Aunque el empeño de los improvisados bomberos impidió la destrucción total de la villa, al amanecer constataron que había quedado en un estado tal que se imponía una reconstrucción capital para que volviera a ser habitable. Cuando los demás sacaron los objetos y ropas que se habían salvado, él se había dedicado a recoger decenas de libros, anegados pero quizás recuperables, y a lamentar la pérdida de otros y de documentos (¡las fotos de la Revolución!, se lamentaría para siempre) consumidos por el fuego.

Rudolf Klement, el joven alemán que había viajado para sustituir a Liova en los trabajos de la secretaría, encontró una casa que ofrecía cierta seguridad, en el suburbio residencial anglonorteamericano de Kadikóy, en las afueras de Estambul. La vivienda, en realidad, resultó demasiado pequeña para la familia, las secretarias, los guardaespaldas y los policías (cuatro desde el incendio), pero sobre todo para convivir con Zina, que, recuperada tras una cirugía que pronto se revelaría como un rotundo fracaso, había comenzado a exigirle, con vehemencia enfermiza, una mayor responsabilidad en el trabajo político.

Varios acontecimientos extraños marcarían los meses vividos entre las cuatro paredes opresivas de la casita de Kadikóy. El primero había sido la posibilidad, muy pronto abortada por el trabajo conjunto de fascistas y comunistas, de que viajase a Berlín a dictar unas conferencias. Aquel fracaso previsible le había provocado una dolorosa decepción: había vuelto a sentir sobre la espalda el precio que debía pagar por sus acciones pasadas y la densidad infranqueable de un confinamiento que le hizo pensar incluso en el que sufriera Napoleón: ¿tanto me temen?, había escrito, desesperado por la invulnerabilidad del cerco que lo confinaba a Turquía y lo sustraía de cualquier posibilidad de participación directa.

Luego se había producido un conato de incendio que, por fortuna, solo había devorado la caseta del patio y que los investigadores achacaron a un accidente, al hallar junto a las calderas del calentador los restos de una caja de fósforos con la que había jugado Sieva.

El tercer suceso, más intrigante y a su vez revelador, se había producido cuando recibió la visita de un alto oficial de la seguridad interior turca, comisionado de informarle que la policía del país había detenido a un grupo de emigrados rusos que preparaban un atentado contra su vida. El jefe del complot había resultado ser el ex general Turkul, uno de los líderes de las guardias blancas que el Ejército Rojo derrotara durante la guerra civil. Según el oficial, la conspiración había sido desbaratada, y él podía estar tranquilo, acogido a la hospitalidad del honorable Kemal Paschá Atatürk.

Tan pronto despidieron al oficial, Liev Davídovich le había comentado a Natalia que algo chirriaba en la armazón de aquella historia. El peligro de que los emigrados rusos acantonados en Turquía cometiesen actos violentos contra su persona siempre había estado latente. Pero nada había ocurrido en más de dos años, lo que evidenciaba que los rusos blancos no lo tenían entre sus prioridades o habían entendido que lanzarse contra el que se consideraba un huésped personal del implacable Kemal Atatürk representaba un desafío que solo habría podido perjudicarlos.

La peor experiencia de aquella temporada, sin embargo, fueron las tensiones provocadas por el desequilibrio de Zina, cada vez más exigente en lo relativo a su participación en los trabajos partidistas pero cuyo comportamiento oscilaba entre el entusiasmo y la depresión. Aunque él insistía, de los modos más amables, ella se había negado a someterse a un tratamiento psicoanalítico, pues, repetía, no se sentía dispuesta a sacar la mugre que acumulaba dentro. Su perturbación había llegado a un punto crítico cuando se descubrió el fracaso de su operación, pues los cirujanos turcos le habían intervenido el pulmón que le quedaba sano. Temiendo por la vida de Zina o por un enfrentamiento frontal con ella, Liev Davídovich había ordenado a Liova que hiciera los arreglos necesarios para que la mujer viajase a Berlín y fuera atendida allí por especialistas capaces de remendar su cuerpo y su espíritu.

Vencidas las reticencias de Zina, la mujer había salido hacia Berlín al despuntar el otoño, dejándole a su padre una sensación de alivio mezclada con un incisivo sentimiento de culpa. Liev Davídovich le había prometido que, apenas se recuperase un poco, ella comenzaría a trabajar con Liova y le enviarían a Sieva. Mientras, por su propia estabilidad, el muchacho permanecería en Turquía, aunque el abuelo sabía que en la decisión de retener al niño parpadeaba una dosis de egoísmo: Sieva se había convertido en su mejor bálsamo contra el cansancio y el pesimismo.