Zinushka había partido acompañada por Abraham Sobolevicius, el gigante Senin, uno de los colaboradores de Liev Davídovich afincado en Berlín, quien, casualmente, había pasado unos días en la casa de Kadikóy. Desde hacía dos años, Senin y su hermano menor se habían convertido en sus más ejecutivos corresponsales en Alemania, pero desde que Liova se pusiera al frente de los correligionarios alemanes, las relaciones con los Sobolevicius habían atravesado un período de tensiones, que él había atribuido a la preeminencia que le diera a su hijo en un terreno donde los hermanos habían imperado. Lo más extraño en el cambio de actitud de esos camaradas había sido el rechazo más o menos frontal de ciertas directivas encaminadas a desenmascarar las irresponsables políticas estalinistas respecto a la situación alemana. La discrepancia de los Sobolevicius, precisamente por venir de hombres tan experimentados, preocupaba a Liev Davídovich.
Apenas unos días después de la partida de Zina, una información, filtrada desde Moscú, vino a iluminar como una centella la oscuridad en que el exiliado había permanecido por dos años. El origen del dato era el más confiable: provenía del camarada V.V, cuya existencia únicamente conocían Liova y él, pues su función dentro de la GPU lo hacía especialmente vulnerable y útil. V.V. advertía en su informe que solo se hacía eco de un comentario escuchado sobre la labor de espionaje para la GPU que realizaban los Sobolevicius dentro del círculo más cercano a Trotski. Pero aquel comentario, colocado en el sitio preciso, dio forma al rompecabezas de la extraña actitud de los hermanos.
El descubrimiento del verdadero carácter de los agentes -quienes se evaporaron en cuanto Liev Davídovich hizo pública su filiación real- lo había sumido en una profunda inquietud. El hecho de que hubiese confiado en aquellos hombres hasta el punto de haberles entregado a su hija, de dejarlos dormir en su casa, jugar con Sieva, conversar a solas con Natasha o con él, le advertía de la fragilidad de todo posible sistema de protección y ponía en evidencia las potestades que Stalin tenía sobre su vida: por ahora el Sepulturero se conformaba con saber qué hacía y qué pensaba, ¿y mañana? Se convenció entonces de que los incendios y la presunta conspiración del ex general Turkul solo habían sido maniobras de distracción en un acoso que apenas había comenzado y cuyo desenlace no necesitaría de acciones espectaculares ni conspiraciones de viejos enemigos blancos. El disparo final provendría de una mano, preparada por el propio Stalin y capaz de atravesar todos los filtros de la suspicacia, hasta convertirse en lo más parecido a una mano amiga. La actuación de los Sobolevicius demostraba, no obstante, que su vida todavía parecía ser necesaria para el ascenso del Secretario General hacia el más absoluto de los poderes. Horrorizado ante aquella evidencia que le clarificaba las razones por las cuales lo habían dejado partir al exilio en lugar de asesinarlo en las estepas de Alma Ata, había comprendido que, mientras viviera, sería la encarnación de la contrarrevolución, su imagen mancharía toda exigencia de cambio político interno, su voz sonaría como la pervertidora de cualquier voz que reclamara un mínimo de verdad y justicia. Liev Trotski sería la medida capaz de justificar todas las represiones, de fundamentar las expulsiones de críticos e incómodos, una cara de la moneda enemiga de los comunistas del mundo: la pieza que, para ser perfecta, pronto tendría en el reverso la imagen de Adolf Hitler.
Cuando las obras de reconstrucción de la villa de Büyük Ada concluyeron, Liev Davídovich exigió el regreso. Durante los nueve meses vividos en Estambul, el vértigo de la transitoriedad y la sensación de hallarse al borde de un precipicio nunca abandonaron su ánimo y ni siquiera había conseguido avanzar como esperaba en la escritura de laHistoria de la revolución. Por eso confiaba en que el retorno a la que ahora consideraba su casa le permitiera concentrarse en lo que era realmente importante.
Kharálambos y otros aldeanos los esperaron en el muelle. Los Trotski les agradecieron una bienvenida que incluyó una cesta de pescados, ostras y mariscos frescos, bolsas de frutos secos, atados de quesos de cabra y platos del dulce que ellos llamaban albaricoques y, como atención especial, una olla de barro en la que reposaba un surtido depochas y pides, listas para ser introducidas en aceite de oliva hirviente y entregar al paladar el gozo de una voluptuosidad mediterránea tan diferente de los rudos sabores de las recetas rusas y ucranianas.
Muy pronto el exiliado retomó su ritmo de trabajo y dedicó diez y hasta doce horas a la redacción de laHistoria y a la preparación de los artículos dedicados al Boletín. Al final de las tardes, con ese cansancio en los ojos que solía provocarle un molesto lagrimeo, llamaba a Sieva y, antecedidos por Maya, bajaban hasta la costa a ver la puesta del sol. Allí le contaba a su nieto historias de los judíos de Yanovska, le hablaba de mamá Zinushka, que se recuperaba en Berlín, y le enseñaba a comunicarse con los perros y a interpretar su lenguaje de actitudes, apoyado en la inteligencia de la paciente Maya.
Apenas tres semanas después, Liev Davídovich recibiría la estocada que le lanzaban desde Moscú como la más clara advertencia de que la guerra contra él no se detendría y de que jamás le concederían un atisbo de paz. Un Liova perplejo fue quien le hizo llegar la noticia: a partir del 20 de febrero de 1932 Liev Trotski y los miembros de su familia que se encontraban fuera del territorio de la Unión de los Soviets dejaban de ser ciudadanos del país y perdían todos los derechos constitucionales y la protección del Estado. El delito cometido por el antiguo miembro del Partido (ya no se le mencionaba como dirigente) había sido la participación en acciones contrarrevolucionarias, en virtud de las cuales se le consideraba un Enemigo del Pueblo, indigno de detentar la nacionalidad del primer Estado proletario del mundo. El decreto del Ejecutivo del Presidium del Comité Central, publicado en elPravda, el órgano del Partido Comunista, incluía en la recién instaurada condena de la privación de la ciudadanía a otros treinta exiliados, también Enemigos del Pueblo, que en su momento habían sido figuras destacadas del menchevismo.
Mientras leía aquel insidioso comunicado, donde con calculada malevolencia se le mezclaba con viejos exiliados a los que Lenin y él mismo habían invitado a emigrar en 1921, fue aquilatando las proporciones y buscando los objetivos ocultos en una medida que él inauguraba en la historia soviética. Sin duda la primera intención de Stalin era la de convertirle en un proscrito, sin un Estado a sus espaldas, totalmente a merced de sus enemigos, entre los que ahora se alzaba el propio pueblo soviético. Pero detrás estaba la consecuencia lógica que convertía a sus partidarios dentro del país no ya en opositores políticos, sino en colaboradores de un agente «extranjero» y, por tanto, acusables del delito de traición, el más temido en días de fervor patriótico y nacionalista.
Ante el precipicio al que se asomaban él y su familia, Liev Davídovich lamentó como nunca la falta de realismo y el exceso de confianza que lo habían cegado durante años, hasta el punto de permitir que engendrara y creciera, ante sus propios ojos, aquel tumor maligno adherido a las murallas del Kremlin llamado Iósif Stalin. Un hombre como él, que siempre se había preciado de conocer el alma humana, las debilidades y necesidades de los hombres, y se había enorgullecido de poseer la habilidad de mover conciencias y multitudes: ¿cómo no había percibido el vaho fatídico que brotaba de aquel ser oscuro? Durante años Stalin le había resultado tan insignificante que, por más que hurgara en su mente, nunca había conseguido visualizarlo en el que debió de ser su primer encuentro, en Londres, en 1907. Entonces él era el Trotski que tenía a sus espaldas la dramática participación en la revolución de 1905, cuando llegó a ser el presidente del Soviet de Petrogrado; el orador y periodista capaz de convencer a Lenin o de enfrentársele y llamarlo dictador en ciernes, Robespierre ruso. Era un revolucionario mundano, mimado y odiado, que debió de mirar sin mayor interés al georgiano recién llegado a la emigración, inculto y sin historia, con la piel del rostro marcada por la viruela. Podía recordarlo, en cambio, en aquella fugaz coincidencia en Viena, durante el año 1913, cuando alguien los presentó formalmente, sin estimar necesario decirle al montañés quién era Trotski, pues ningún revolucionario ruso podía dejar de conocerlo. Liev Davídovich aún recordaba que en esa ocasión Stalin apenas le había extendido la mano, para volver a su taza de té, como un animalito mal alimentado, que únicamente se lograría fijar en su memoria por aquella mirada arrinconada y amarilla, salida de unos ojos pequeños que, como los de un lagarto acechante -¡ése fue el detalle!-, no pestañeaban. ¿Cómo no había advertido que un hombre con aquella mirada de reptil era un ser altamente peligroso?