Durante el vértigo de 1917, en unas pocas ocasiones Stalin había pasado frente a él, como una sombra furtiva, y Liev Davídovich nunca le dedicó un pensamiento. Tiempo después, cuando al fin se detuvo a pensar en él, descubrió que el georgiano siempre le había repelido por aquellas cualidades que habrían de ser su fuerza: su mezquindad esencial, su tosquedad psicológica y aquel cinismo del pequeñoburgués a quien el marxismo ha liberado de muchos prejuicios, pero sin alcanzar a sustituirlos por un sistema ideológico bien digerido. Ante cada una de las tentativas de acercamiento que ejecutó Stalin, instintivamente él había dado un paso atrás y, sin saberlo, había abonado la distancia para el resentimiento: pero hasta varios años después no había comprendido su error de cálculo. «La principal cualidad que distingue a Stalin», le había dicho un día Bujarin, «es la pereza; la segunda, la envidia sin límites contra todos los que saben o pueden saber más que él. Hasta contra Lenin ha hecho labor de zapa.»
Liev Davídovich llegaría a tener la convicción de que su mayor error había sido no dar la batalla en el momento en que ya era evidente que se había iniciado una lucha por el poder y él tenía en sus manos el triunfo aplastante que representaban las cartas de Lenin reprendiendo a Stalin a propósito de su manejo brutal de la cuestión de las nacionalidades y el «testamento» donde Vladimir Ilich pedía que se apartara al georgiano de la secretaría del Partido. Pero entonces él había pensado que Stalin no era un rival de consideración y que lanzar una campaña contra el montañés iba a ser presentado (así lo hubieran manipulado los fieles a Stalin, ya infiltrados en el aparato partidista) como una batalla personal encaminada a conquistar el puesto de Lenin, y Liev Davídovich no era capaz de pensar en esa posibilidad sin sentir vergüenza. Después llegaría a comprender que incluso con el apoyo de la voluntad y las opiniones de Lenin, hacía mucho tiempo que él había perdido aquella batalla: bajo sus pies habían organizado una conspiración en toda la regla y Stalin, con la complicidad de Zinóviev y Kámenev y el cobarde apoyo de Bujarin, lo había desarmado sin que él lo advirtiera y su caída ya era una realidad que solo necesitaba concretarse. Lo peor, sin embargo, era saber que su derrota no significaba solosu derrota, sino la de todo un proyecto: y no porque él se viera impedido de acceder al poder, sino porque él también había facilitado el ascenso de Stalin y, con él, la aniquilación del sueño social que estaba realizando el indetenible georgiano.
Liev Davídovich necesitó varios días para comenzar a meditar la respuesta que exigía aquel decreto. Sabiendo que iba a ser agredido por unos recursos de propaganda ingentes e inmorales, capaces de mentir ante los ojos del mundo sin la menor vergüenza, se debatía entre la redacción de una comunicación mesurada, centrada en la ilegalidad de la condena, y en el ataque frontal, dirigido contra el dictador. Pero lo que con más vehemencia ocupó su mente fue la duda de si no habría llegado el momento de renunciar a una lucha cada vez más inviable por una reforma del Partido y el Estado soviéticos: si no había sonado la hora de lanzarse al vacío y proclamar la necesidad de un nuevo partido capaz de recuperar la verdad de la Revolución.
Los ecos del decreto pronto comenzaron a penetrar en el ámbito de su vida privada. Zina, también afectada por el castigo, le envió desde Berlín un mensaje desesperado: ¿cómo se reuniría ahora con su hija, retenida en Leningrado?, y le reclamaba la presencia de Sieva, pues quería vivir al menos con uno de sus muchachos… Nunca como en este momento Liev Davídovich había sentido el peso de arrastrar una familia.
Una misiva, sacada de Moscú por manos amigas, llegó a Prínkipo para ratificarle a Liev Davídovich la magnitud del desastre que se fraguaba en su antiguo país. La remitía Iván Smirnov, el viejo bolchevique al que lo había unido una entrañable amistad y que había sido uno de los oposicionistas doblegados en el verano de 1929. Smirnov había entendido muy pronto que, aun cuando le hubieran asignado un puesto oficial, su destino había quedado marcado por haberse enfrentado a Stalin bajo la bandera del renegado Trotski. Presintiendo la contraofensiva a la que su antiguo camarada se lanzaría, Smirnov había decidido correr el riesgo y le enviaba un informe sobre las proporciones de la devastación económica y política que asolaba a la URSS y que, no obstante, tan pocas esperanzas ofrecía para una victoria de cualquier oposición, al menos a corto plazo.
Para justificar su claudicación, Smirnov le comentaba que en 1929 el viraje económico desencadenado por Stalin parecía un proceso lógico y hasta moderado, que seguía casi paso por paso las ideas sobre la industrialización y la colectivización de la tierra que hasta entonces habían sido el programa y a la vez el estigma de una Oposición acusada de ser enemiga de los campesinos y fanática del desarrollismo industrial. Sin embargo, el aplastamiento de la tendencia liderada por Bujarin y las capitulaciones de los últimos opositores trotskistas habían dejado a Stalin sin adversarios y le permitieron convertir la guerra contra los campesinos enriquecidos en un torbellino de violencia colectiviza-dora que había logrado paralizar la agricultura soviética: los grandes propietarios primero, y los medianos y pequeños después, al ver amenazadas sus riquezas con una intervención que incluía hasta las gallinas y los perros guardianes, habían optado por el sabotaje sordo y se había producido una orgía de sacrificios de animales que llenó los campos de huesos malolientes, de vapor de aceite hirviendo, y que acabó con más de la mitad del ganado de la nación. Como cabía esperar, también comenzaron a devorar el trigo y el resto de los granos, sin detenerse ante las semillas que debían garantizar la venidera cosecha, que solo fue sembrada y atendida cuando los campesinos fueron colocados bajo la mira de los fusiles. La desidia se había agravado con el traslado de aldeas y pueblos enteros de Ucrania y del Cáucaso hacia los bosques y minas de Siberia, de donde el gobierno pensaba extraer las riquezas dejadas de producir por la tierra. El resultado previsible había sido la hambruna que desde 1930 asolaba el país y cuyo fin no era visible. En Ucrania ya se hablaba de millones de personas muertas de hambre, incluso se aseguraba que se habían producido actos de canibalismo. En las ciudades la gente rapiñaba unas patatas en el mercado negro, pagando por ellas una cantidad exorbitante de unos rublos tan depreciados que muchos únicamente comerciaban ejecutando trueques. Cuántas vidas había costado aquel «asalto» al socialismo era algo que nunca podría saberse, y Smirnov opinaba que la agricultura de la nación no se recuperaría en los próximos cincuenta años.