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A veces soy tan exageradamente suspicaz que puedo llegar a pensar si todo aquel montaje de decisiones mundiales, nacionales y personales (se hablaba incluso del «fin de la historia», justo cuando nosotros comenzábamos a tener una idea de lo que había sido la historia del siglo XX) solo tuvo como objetivo que fuese yo quien recibiera, al final de una tarde lluviosa, a la joven desesperada y chorreante que, cargando entre sus brazos un poodle desgreñado, se presentó en la clínica y me suplicó que salvara a su perro, aquejado de una obstrucción intestinal. Como eran más de las cuatro y los doctores ya se habían fugado, le expliqué a la muchacha (ella y el perro temblaban de frío y, observándolos, sentí que la voz no quería salirme) que allí no se podía hacer nada. Entonces la vi deshacerse en llanto: su perro se le moría, me dijo, los dos veterinarios que lo habían visto no tenían anestesia para operarlo, y como no había guaguas en la ciudad, ella había venido caminando bajo la lluvia y con su perro en brazos desde La Habana Vieja, y yotenía que hacer algo, por amor de Dios. ¿Algo? Todavía me pregunto cómo es posible que me atreviera, o si en realidad yo estaba deseando atreverme, pero después de explicarle a la muchacha que yo no era veterinario y de exigirle que escribiera su ruego en un papel y lo firmara, liberándome de toda responsabilidad, el moribundo Tato se convirtió en mi primer paciente quirúrgico. Si el Dios invocado por la muchacha alguna vez ha decidido proteger a un perro, tuvo que haber sido esa tarde, pues la operación, sobre la cual tanto había leído y que había visto realizar más de una vez, resultó un éxito en la práctica…

Según se mire, Ana era la mujer que yo más necesitaba o la que menos me convenía en aquel momento: quince años más joven que yo, demasiado poco exigente en lo material, horrible y derrochadora como cocinera, amante apasionada de los perros y dotada de un extraño sentido de la realidad que la hacía ir de las ideas más alucinadas a las decisiones más firmes y racionales. Desde el principio de nuestra relación ella tuvo la capacidad de hacerme sentir que hacía muchísimos años que yo la andaba buscando. Por eso no me extrañé cuando, a las pocas semanas de una sosegada y muy satisfactoria relación sexual que se había iniciado el primer día que fui a la casa donde Ana vivía con una amiga para colocarle un suero aTato, la muchacha cargó sus pertenencias en dos mochilas y, con la baja de la libreta de abastecimientos, un cajón de libros y su poodle casi restablecido, se instaló en mi apartamentico húmedo y ya agrietado de Lawton.

Asediados por el hambre, los apagones, la devaluación de los salarios y la paralización del transporte -entre otros muchos males-, Ana y yo vivimos un período de éxtasis. Nuestras respectivas delgadeces, potenciadas por los largos desplazamientos que hacíamos en las bicicletas chinas que nos habían vendido en nuestros centros de trabajo, nos convirtieron en seres casi etéreos, una nueva especie de mutantes, capaces, no obstante, de dedicar nuestras últimas energías a hacer el amor, a conversar por horas y a leer como condenados -Ana poesía; yo, después de mucho tiempo sin hacerlo, otra vez novelas-. Fueron unos años como irreales, vividos en un país oscuro y lento, siempre caluroso, que se desmoronaba todos los días, aunque sin llegar a caer en las cavernas de la comunidad primitiva que nos acechaba. Pero fueron también unos años en los que ni la más asoladora escasez consiguió vencer el júbilo que nos provocaba a Ana y a mí vivir el uno al lado del otro, como náufragos que se atan entre sí para salvarse juntos o perecer en compañía.

Fuera del hambre y las carencias materiales de toda índole que nos asediaban -aunque entre nosotros las considerábamos exteriores e inevitables, y por tanto ajenas-, los únicos episodios tristemente personales que vivimos en esa época fueron la revelación de la polineuritis avitaminosa que empezó a sufrir Ana y, más adelante, la muerte deTato, 2l los dieciséis años cumplidos. La falta del poodle afectó tanto a mi mujer que, un par de semanas después, yo traté de aliviar la situación con la recogida de un cachorro callejero, infectado de sarna, al que de inmediato Ana comenzó a llamar Truco por su habilidad para ocultarse y al cual se dedicó a curar y a alimentar con raciones arrancadas de nuestras exiguas dietas de sobrevivientes.

Ana y yo habíamos logrado un nivel tan sanguíneo de compenetración que, una noche de apagón, de hambre apenas adormecida, desasosiego y calor (¿cómo es posible que siempre hubiese aquel cabrón calor y que hasta la luna iluminase menos que antes?), como si solo cumpliera una necesidad natural, comencé a contarle la historia de los encuentros que, catorce años antes, había tenido con aquel personaje a quien desde el mismo día que lo conocí, siempre había llamado «el hombre que amaba a los perros». Hasta esa noche en que, casi sin prólogo y como un exabrupto, decidí contarle aquella historia a Ana, jamás le había revelado a nadie de qué habíamos hablado aquel hombre y yo y, menos aún, mis deseos, postergados, reprimidos y muchas veces olvidados durante todos esos años, de escribir la historia que él me había confiado. Para que ella tuviera una mejor idea de cómo me había afectado la cercanía con aquel personaje y con la revulsiva historia de odio, engaño y muerte que me había entregado, incluso le di a leer unos apuntes que varios años antes, desde la ignorancia que me cubría en aquel momento y casi contra mi voluntad, no había podido dejar de escribir. Apenas terminó de leerlos, Ana se quedó mirándome hasta que el peso de sus ojos negros -aquellos ojos que siempre parecerían lo más vivo de su cuerpo- comenzó a escocerme en la piel y al fin me dijo, con una convicción espantosa, que no entendía cómo era posible que yo, precisamente yo, no hubiese escrito un libro con aquella historia que Dios había puesto en mi camino. Y mirándole a los ojos -a esos mismos ojos que ahora se están comiendo los gusanos- yo le di la respuesta que tantas veces me había escamoteado, pero la única que, por tratarse de Ana, le podía entregar:

– No lo escribí por miedo.

2

La bruma helada devoró el perfil de las últimas chozas y la caravana penetró otra vez en el vértigo de aquella blancura angustiosa, sin asideros ni horizontes. Fue en ese instante cuando Liev Davídovich consiguió entender por qué los habitantes de aquel rincón áspero del mundo insisten, desde el origen de los tiempos, en adorar las piedras.

Los seis días que policías y desterrados habían invertido para viajar de Alma Ata a Frunze, a través de las estepas heladas del Kirguistán, envueltos en el blanco absoluto donde se perdían las nociones del tiempo y la distancia, le habían servido para descubrir lo fútil de todos los orgullos humanos y la dimensión exacta de su insignificancia cósmica ante la potencia esencial de lo eterno. Las oleadas de nieve que caían de un cielo de donde se habían esfumado las trazas del sol y amenazaban con devorar todo lo que se atreviera a desafiar su demoledora persistencia, se revelaban como una fuerza indomeñable, a la cual ningún hombre se podía enfrentar: suele ser entonces cuando la aparición de un árbol, el perfil de una montaña, la quebrada helada de un río, o una simple roca en medio de la estepa, se transmutan en algo tan notable como para convertirse en objeto de veneración: los nativos de aquellos desiertos remotos han glorificado las piedras, pues aseguran que en su capacidad de resistencia se expresa una fuerza, encerrada para siempre en su interior, como fruto de una voluntad eterna. Unos meses atrás, viviendo ya en su deportación, Liev Davídovich había leído que el sabio conocido como Ibn Batuta, y más al oriente por el nombre de Shams ad-Dina, había sido quien le revelara a su pueblo que el acto de besar una piedra sagrada produce un goce espiritual alentador, pues al hacerlo los labios experimentan una dulzura tan penetrante que genera el deseo de seguir besándola, hasta el fin de los tiempos. Por eso, donde existiera una piedra sagrada estaba prohibido librar batallas o ajusticiar enemigos, pues la pureza de la esperanza debía ser preservada. La sabiduría visceral que había inspirado aquella doctrina le resultó tan diáfana que Liev Davídovich se preguntó si en realidad la Revolución tendría el derecho de trastocar un orden ancestral, perfecto a su modo e imposible de calibrar para un cerebro europeo afectado de prejuicios racionalistas y culturales. Pero ya andaban por aquellas tierras los activistas políticos enviados desde Moscú, empeñados en convertir a las tribus nómadas en trabajadores de granjas colectivas, a sus cabras montaraces en ganado estatal, y en demostrarles a turkmenos, kazajos, uzbecos y kirguises que su atávica costumbre de adorar piedras o árboles de la estepa era una deplorable actitud antimarxista a la que debían renunciar en favor del progreso de una humanidad capaz de comprender que, al fin y al cabo, una piedra es solo una piedra y que no se experimenta otra cosa que un simple contacto físico cuando el frío y el agotamiento devoran las fuerzas humanas y, en medio de un desierto helado, un hombre apenas armado con su fe encuentra un pedazo de roca y se lo lleva a los labios.