No menos asolador, decía Smirnov, resultaba el proceso que había emprendido Stalin en el empeño de borrar los elementos de la memoria que no se avinieran a su propósito de reescribir la historia soviética, puesta ya en función de su preeminencia. Unos meses atrás, Riazánov, el director del Instituto Marx-Engels, y Yaroslavsky, el autor de la más difundidaHistoria de la revolución bolchevique, habían sido defenestrados bajo el cargo de no rescatar suficientemente el legado leninista. La razón verdadera era que Riazánov no podía demostrar que Stalin hubiese hecho ningún aporte a la teoría marxista, y que la Historia, de Yaroslavsky, ya bastante manipulada, no podía glorificar totalmente a Stalin, pues los hechos de la Revolución estaban demasiado cercanos y muchos protagonistas vivos.
La furia personalista de Stalin, le comentaba el viejo camarada, había tomado caminos incluso más dolorosos, por lo irreversible y catastrófico de sus resultados. Con el Gran Cambio había surgido la idea de convertir Moscú en la nueva ciudad socialista y el mismo Stalin se había colocado al frente de un proyecto que había empezado con la transformación del Kremlin, dentro de cuyas murallas habían sido demolidos los monasterios de los Milagros y el de la Ascensión, construidos en 1358 y 1389, y el magnífico Palacio de Nicolás, obra de la época de Catalina II. Fuera del recinto del poder la más lamentable destrucción había sido la del Templo del Cristo Salvador, la más grande edificación sacra de la ciudad, con sus noventa metros de altura, sus paredes cubiertas con granito finés y placas de mármol de Altai y Podóle, su cúpula iluminada con láminas de bronce, su cruz principal de diez metros de alto y sus cuatro torres, cargadas con catorce campanas entre las que sobresalía aquella gigantesca de veinticuatro toneladas de peso, que retaba las leyes de la física y enfermaba de envidia a los fieles de toda Europa. Aquel templo, bendecido en 1883 ante veinte mil personas acomodadas en su interior, había perecido a los cuarenta y ocho años de su consagración, pues Stalin había decidido que el lugar ocupado por la iglesia era el sitio ideal, por su cercanía al Kremlin y la plaza Roja, para levantar un Palacio de los Soviets. Aquella decisión le parecía a Smirnov la muestra más exultante del poder alcanzado por Stalin para decidir no ya la suerte de la política del país, sino también de la agricultura, la ganadería, la minería, la historia, la lingüística (recién habían descubierto esa capacidad suya) y hasta la arquitectura, pues, ya demolido el Cristo Salvador, había comentado que la plaza Roja podría contemplarse mejor sin el incordio de la catedral de San Basilio… Todo aquello, concluía Smirnov, tenía lugar bajo una política de terror que había cerrado por igual la boca al obrero y al científico eminente, un terror convertido no ya en temerosa obediencia, sino en la desidia del mismo pueblo que protagonizó la más espectacular transformación social de la historia humana.
Aunque la cotización de su nombre estuviera a la baja, Liev Davídovich sabía que su aislamiento turco debía terminar. Desde un sitio más cercano a los acontecimientos tal vez su presencia pudiera ayudar a impedir males aún mayores y por eso inició una nueva campaña para obtener un visado hacia cualquier sitio y en cualesquiera condiciones, y centró el fuego en Francia y Noruega, pues Alemania, donde su presencia hubiera sido más útil, quedaba descartada por la hostilidad que derramaban sobre su persona comunistas y fascistas. Sus antiguos correligionarios eran incluso los más agresivos y, ante cada advertencia del exiliado sobre el peligro nacionalsocialista, volvía a recibir la andanada de improperios de Ernst Thálmann, quien declaraba que la idea de Trotski de una alianza comunista con el centro y la izquierda era la más peligrosa teoría de un contrarrevolucionario en bancarrota.
Hacia el otoño de 1932 una luz difusa vino a quebrar la oscuridad cuando se abrió la posibilidad de que Liev Davídovich viajara por unos días a Dinamarca, invitado por los estudiantes socialdemócratas para que participase en unas conferencias dedicadas a los quince años de la
Revolución de Octubre. Con un júbilo que él mismo sabía desesperado, de inmediato se puso en movimiento, pues abrigaba la esperanza de que en el paso por Francia, en Noruega, incluso en Dinamarca, quizás pudiera conseguir al menos un asilo transitorio que le permitiera recuperar espacios para la labor política.
Las semanas previas al viaje estuvieron cargadas de tensión. Entre visas de tránsito que no llegaban, las crecientes restricciones que los daneses imponían a su estancia y las convocatorias a manifestaciones antitrotskistas en Francia, Bélgica y Alemania, otro hombre menos empecinado hubiese renunciado a una aventura que comenzaba con tan desalentadores presagios.
El 14 de noviembre, con una visa danesa que los amparaba por apenas ocho días, los Trotski embarcaron en Estambul, todavía conmovidos por la noticia del reciente y oscuro suicidio de Nadia Allilúyeva, la joven esposa de Stalin. Durante los nueve días que les tomó pasar por Grecia, Italia, Francia y Bélgica, sus enemigos le hicieron sentir al exiliado que si hubiese realizado aquel periplo como el presidente de una nación beligerante o como el líder de una conspiración en marcha, su presencia en cada uno de esos países no habría provocado igual conmoción que la creada cuando solo lo acompañaban su pasado y su condición de proscrito. Pensar que su presencia aún podía generar pavor entre gobernantes y enemigos fue, más que una prueba de adversidad, una reconfortante comprobación de que todavía era considerado alguien capaz de engendrar revoluciones.
Pero tres semanas después, de regreso al encierro de Büyük Ada, Liev Davídovich debió admitir que solo había sido recibido con cierta afabilidad en la Italia de Mussolini, donde se le permitió, a la ida, visitar Pompeya y, al regreso, gastar un día en Venecia. El resto del periplo había sido una sucesión de cordones policiales que no estaba claro si protegían su vida o si la controlaban, mientras que los días pasados en Copenhague habían transcurrido bajo la tensión de las protestas diplomáticas de Moscú y la petición del príncipe danés Aage de que fuera procesado como uno de los asesinos de la familia del último zar, hijo de una princesa danesa.
No podía negar, sin embargo, que había gozado profundamente con la ocasión de hablar de la Revolución rusa ante un auditorio abarrotado por más de dos mil personas, quienes le hicieron sentir el reconfortante sabor de la agitación ante la masa, a la cual siempre había sido tan adicto. Además, el reencuentro con un clima extremo, en una ciudad de luces atenuadas y noches pálidas, como las de San Peters-burgo, lo habían llenado de nostalgia. Por eso, aun sabiendo las respuestas que recibiría, insistió en presentar informes médicos para atestiguar su estado de salud y la necesidad de tratamiento especializado. Cuando le comunicaron que su solicitud ni siquiera había sido considerada por las autoridades danesas, Liev Davídovich concluiría que si muchas veces había tenido dudas respecto a la fidelidad de sus amigos, de lo que podía estar seguro era de la constancia de sus enemigos, fueran del bando que fuesen.
La vuelta a su isla-prisión, donde le aguardaban sus papeles y libros, su nieto Sieva y su consentidaMaya, no tuvo esa vez los efluvios amables de un regreso a casa, sino el tufo de una marginación que parecía no tener fin. En el muelle no los esperaban multitudes entusiastas o maldicientes, ni cordones policiales o funcionarios temblorosos, como en cada sitio por donde hubieran pasado en los últimos días, sino unos pescadores amigos y aquellos policías turcos que las más de las veces compartían su mesa. En Prínkipo su presencia no provocaba sobresaltos, y esa evidencia lo haría comprender que si su nombre aún generaba algarabías en Europa no se debía a lo que él pudiera gestar, sino a lo que sus enemigos exigían se le entregase como pago por sus actuaciones: hostilidad, represión, rechazo. El odio de Stalin, convertido en razón de Estado, había puesto en marcha la más potente maquinaria de marginación jamás dirigida contra un individuo solitario. Más aún: se había entronizado como estrategia universal del comunismo controlado desde Moscú y hasta como política editorial de decenas de diarios. Por eso, tragándose los restos de su orgullo, debió admitir que mientras en el Kremlin determinaban el instante en que su vida dejaría de serles útil, lo mantendrían atrapado en un ostracismo inquebrantable que se sostendría justo hasta que se decretara la caída del telón y el fin de la mascarada. Y por primera vez se atrevió a pensar en su vida en términos de tragedia: clásica, a la griega, sin resquicios para las apelaciones.