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El año 1933 llegó con una abrumadora invasión de desaliento. La decisión de Zina de que le enviaran a Sieva a Berlín no había admitido más dilaciones y, apenas regresados de Copenhague, Liev Davídovich y Natalia habían despedido al muchacho. Durante el efímero encuentro que tuvieron a su paso por Francia, Liova les había hablado del lamentable estado de Zinushka y la sugerencia médica de que la presencia de un hijo al que atender tal vez reportaría algún beneficio a su quebrado espíritu. Aunque muchas veces Liev Davídovich y Natalia opinaban del mismo modo, habían decidido anteponer la salud mental del niño a la ya enferma de la madre, pero su potestad sobre Sieva era limitada y ante la insistencia de Zinushka, tuvieron que transigir. La mañana que lo vieron partir, lloroso por tener que alejarse de su gran amigaMaya y de los hijos de Kharálambos, Natalia y él, entrenados en despedidas y pérdidas, no pudieron dejar de sentir que se les iba un pedazo del corazón.

El único modo que Liev Davídovich encontró para combatir el vacío fue sumirse en los retoques, siempre obsesivos, a que sometía suHistoria de la revolución, y en la revisión de materiales con vistas a emprender alguno de sus proyectos: la historia de la guerra civil, una semblanza conjunta de Marx y Engels, una biografía de Lenin. Sin embargo, una inquietud ubicua lo mantenía alarmado y disperso, como a la espera de algo que nunca imaginó que le llegaría de manera tan cruel.

El primer cable enviado por Liova era escueto y demoledor: Zinushka se había suicidado en su departamento de Berlín y se desconocía el paradero de Sieva. Con el papel en la mano, Liev Davídovich se encerró en su habitación. La imposibilidad de estar cerca de los hechos resultaba tan lacerante como lo ocurrido, y no soportaba ver ni oír a nadie. Aunque ya esperaba un desenlace como aquél y sus malos presentimientos de los últimos días habían tenido a la joven en el centro, lo más hiriente fue el sentimiento de culpa que lo agredió. Sabía perfectamente que la terrible vida de Zinushka, y ahora su muerte, con apenas treinta años, eran fruto de su pasión política, de su empeño en protagonizar la salvación de las grandes masas mientras echaba al fuego el destino de sus más cercanas criaturas, sacrificadas en el altar de la venganza de una revolución pervertida. Pero lo que más le dolía era pensar que a Sieva hubiese podido ocurrirle algo: la sensación de agonía que le provocaba la suerte del niño se revelaba como una reacción nueva en él, y lo achacó a la vejez y al cansancio.

Al final de la tarde uno de los secretarios llegó de la capital trayendo un segundo cable de Liova que encendía una pequeña luz de esperanza. Pasó la vista por el texto, obviando los detalles del suicidio, hasta encontrar el resquicio de alivio que buscaba: en una carta dejada por Zinushka, ésta advertía que le había llevado a Sieva a una tal Frau K., de la que no daba más referencias, pero a la cual Liova y sus camaradas ya buscaban por todo Berlín. Atado a aquella esperanza, pasó la noche en vela, tratando de no mirar el reloj. Había decidido que en la mañana abordaría el primer vapor rumbo a Estambul, para intentar comunicarse por teléfono con Liova. A su pesar, evocó demasiadas veces la desgraciada vida de sus dos hijas, y no consiguió alejar de su mente la idea de que semejante destino también podía marcar las vidas de Liova, del joven Seriozha, de Sieva. Entonces pensó si no habría llegado el momento de ejecutar la única medida radical capaz de detener aquella cadena de sacrificios: porque quizás su propia muerte podría calmar el ansia de venganza que se cernía sobre los suyos, rehenes de un enfrentamiento que los desbordaba. Varias veces miró el revólver de cachas de nácar que Blumkin le había traído desde Delhi. ¿Tenía derecho un revolucionario a abandonar el combate? ¿Pesaba más la vida de sus hijos que el destino de toda una clase, más que una idea redentora? ¿Le haría aquel regalo a Stalin? Aunque sabía las respuestas, la idea de usar el revólver se fijó en su mente con una fuerza hasta ese día desconocida.

En el muelle, temblando por la brisa fría procedente del mar, vio llegar el primer vapor de la mañana. Entre los pocos pasajeros que viajaban a esa hora y en aquella temporada, descubrió la figura de su colaborador Rudolf Klement, en cuyo rostro encontró la sonrisa más alentadora y en su voz la noticia más esperada: habían encontrado a Sieva. Por un instante Liev Davídovich estuvo a punto de dar gracias a cualquier dios, y se reconoció egoísta por la alegría que le producía la noticia. Pero esa misma tarde, vencido por la tensión, sintió cómo se agotaban las reservas de energías que lo mantuvieron en pie y cayó en cama abrazado por un reflujo de paludismo.

Unos días después Liev Davídovich recibió una carta que Alexandra Sokolóvskaya le escribía desde Leningrado, donde vivía en el borde de su capacidad de resistencia. Como cabía esperar, era una carta preñada de dolor y resentimiento, en la que lo acusaba de haber marginado a Zinushka de la lucha política y haberla empujado con ello a la muerte. Sin fuerzas físicas ni morales para replicarle a una madre herida, optó por asumir las culpas que le correspondían y por repartir las que no eran suyas. Con la escasa frialdad mental de que era capaz, preparó una carta abierta para el Comité Central del partido bolchevique donde acusaba a Stalin de la muerte de Zina, proscrita por la única culpa de ser parte de su familia, separada de su hija, su madre y su esposo por igual razón, expulsada del Partido y apartada de su trabajo solo por la más perversa revancha. La venganza, cuando involucra a personas inocentes, resulta más mezquina, más criminal y pérfida, decía. Pero, para su dolor, Liev Davídovich debía reconocer que tan culpable de la muerte de Zinushka era Iósif Stalin como los supuestos comunistas que, en el Congreso partidista recién clausurado, lo proclamaban, en un desbordamiento de desvergüenza, «Genio de la Revolución» y «Padre de los Pueblos Progresistas del Mundo», mientras millones de campesinos morían de hambre en todo el país, cientos de miles de hombres y mujeres languidecían en los campos de trabajos forzados y en las colonias de deportados, millones de personas vagaban sin zapatos, y la política soviética ofrecía el destino de los obreros alemanes y europeos a la voracidad nazi.

Las secretarias prepararon las copias que al día siguiente salieron hacia Moscú y para los periódicos, partidos y agrupaciones políticas de Europa. Liev Davídovich confiaba en que la muerte de Zina tuviera la resonancia que no logró el asesinato de Blumkin, la capacidad de conmoción que no había generado su propio destierro… Pero, otra vez, la Historia vino a gritarle en los oídos, y el eco de acontecimientos más atronadores sepultó sus esperanzas, pues al tiempo que sus cartas salían de Prínkipo, una ola de justificado temor recorría Europa y el mundo: Hitler se había proclamado canciller de Alemania y las banderas fascistas inundaban el país entre vítores de millones de alemanes. Berlín era la ciudad de un Hitler vencedor, no la de una joven comunista proscrita y suicida.

8

Nada más llegar, Ramón tuvo la sensación de que Barcelona había envejecido.

La orden del Estado Mayor del Ejército Popular que lo reclamaba en la ciudad había arribado al campamento una semana después de la visita que le hizo Caridad en la Sierra de Guadarrama. Lleno de dudas y cargando una buena dosis de vergüenza, Ramón se había despedido de sus compañeros y, con su ropa cubierta de lodo, subió en el transporte militar que evacuaba a los heridos del frente. ¡No pasarán!, había gritado hacia sus compañeros de trinchera, quienes les respondieron con las mismas palabras: ¡No pasarán! Ramón Mercader no imaginaba que era la última vez que utilizaría aquella consigna.