Seis meses atrás, cuando regresó a Barcelona con los restos de su regimiento miliciano destrozado por la primera ofensiva franquista sobre Madrid, Ramón había hallado una ciudad en tal estado de efervescencia política que, en pocos días, ya había conseguido organizar un nuevo batallón, dispuesto a adscribirse al recién creado Ejército Popular. Tras él se afiliaron la mayoría de sus compañeros sobrevivientes del diezmado regimiento y decenas de jóvenes de la Columna de Hierro de las Juventudes Socialistas, jubilosos ante la posibilidad de partir hacia el frente madrileño, donde parecía decidirse todo. La fe en la victoria era el oxígeno que se respiraba en la ciudad.
Para Ramón las Ramblas sintetizaban, por aquellos días del inicio del conflicto, el espíritu de una Barcelona exultante, borracha de sueños anarquistas, comunistas y sindicalistas. Aun cuando el viento maligno de la guerra y la muerte se dejaran sentir como una presencia viscosa, centenares de personas circulaban por el paseo, vestidos con los monos azules de los obreros, portando el distintivo de las diversas milicias recién creadas, envueltos todos en las estridentes marchas revolucionarias que clamaban desde los altavoces colocados prácticamente en cada edificio, de los que colgaban consignas y estandartes de los partidos fieles al gobierno. Ser trabajador, militante, miliciano o soldado de la República se había convertido en un signo de distinción y se podía pensar que las clases adineradas que, como su propia familia, habían adornado durante décadas la geografía del lugar, hubieran desaparecido de la faz de aquella tierra en ebullición donde la gente se saludaba con el puño en alto, cruzaba consignas y se preparaba para el sacrificio, convencida de que había que luchar por una dignidad humana que muchos recién habían descubierto.
Ramón había bebido de aquel ambiente enloquecido en el que nadie parecía tener verdadera noción de la tragedia que los acechaba y se había sentido exaltado, más dispuesto a empujar hacia delante la rueda de la historia. Unas semanas después, cuando se vivía el momento más crítico de la guerra y había llegado la salvadora decisión soviética de brindar ayuda militar a la República, la noticia, jubilosamente recibida, había dado un espaldarazo al Partido y a sus militantes, arrinconados durante las primeras semanas ante una marea anarquista en pleno disfrute del mejor verano de su historia.
Apoyado por África, Joan Brufau y sus colegas de la dirección de las Juventudes Unificadas, Ramón había explotado el multiplicado entusiasmo revolucionario y juntos hicieron una rápida y abultada cacería de mancebos. El batallón «Jaume Graells» (el pobre Jaume, el primer mártir del grupo, caído en la defensa de Madrid) se aprestó a partir hacia el nuevo destino militar que les habían asignado, a unos pocos kilómetros del Madrid asediado por los nacionales. Ramón, que ya se consideraba un veterano y mostraba con orgullo la herida de bala que le había rasgado el dorso de la mano derecha en los primeros días de la guerra, sería su comandante hasta tanto el grupo se sumara al V Regimiento, y durante varios días se había paseado por Barcelona exhibiendo unos grados que lo llenaban de fervor militante.
Aquellas dos semanas de octubre de 1936 que Ramón había permanecido en Barcelona antes de volver al frente, África las utilizó para ponerlo al día de los oscuros acontecimientos políticos que ya comenzaban a correr por debajo del ambiente entusiasta y combativo. El mayor peligro que enfrentaban las fuerzas republicanas, según la joven, era el fraccionalismo, exacerbado desde el inicio de la guerra. Nacionalistas catalanes, sindicalistas de tendencia anarquista o de filiación socialista, y renegados trotskistas como los del Partido Obrero de Unificación Marxista -al frente del cual estaba ahora la espina atravesada del empecinado Andreu Nin (miembro incluso del gobierno de la Generalitat)-, se oponían ya a la estrategia comunista y habían puesto sobre el tapete la cuestión más trascendental del momento: la guerra con revolución, o la guerra con victoria pero sin revolución. Aun antes de que llegaran a España los asesores soviéticos y los dirigentes del Komintern, el Partido Comunista había digerido las siempre acertadas políticas de Moscú y mostrado con claridad su posición: la prioridad de las fuerzas de izquierda era la unidad para conseguir la victoria militar e impedir la entronización de un fascismo que se lanzaba al apoyo de los militares rebeldes, brindándoles una ayuda masiva e inmediata. Solo después de esa victoria republicana se podría hablar de sentar las bases de una revolución social cuyo simple anuncio, en aquellos momentos, ponía los pelos de punta a las veleidosas democracias, a las cuales no tenían que asustar, pues debían ser los aliados naturales de los republicanos contra los fascistas. Los militantes del POUM, con su filosofía trotskista de la revolución europea, y los anarquistas, con sus prédicas libertarias (movidos por ellas ya habían cometido excesos criminales tan deleznables como los de los militares rebeldes), se habían opuesto desde el inicio a aquella estrategia, según ellos errada, mientras abogaban por hacer la guerra y, junto a ella, también la revolución contra el sistema burgués. Aquella diferencia de principios anunciaba combates arduos, y la labor de los comunistas, decía África, era tan importante en el frente como en la retaguardia, donde debían luchar por la validación de una política exigida por los asesores soviéticos, quienes ya habían condicionado su apoyo al trabajo por la victoria militar sin provocar las fracturas idealistas que libertarios y trotskistas se empeñaban en generar.
– A esos revisionistas les encanta jugar a la revolución -le había dicho África-, y si les dejamos, lo único que conseguirán es que nos quedemos solos y se pierda la guerra. Tienen el signo de Trotski en la frente y vamos a tener que arrancárselo con fuego. Sin la ayuda soviética no podemos ni soñar con la victoria, y así ya me dirás cómo coño se va a hacer una revolución… Parece que ya se les ha olvidado 1934.
En el lujoso Hispano-Suiza en que se desplazaba, África lo había llevado a recorrer los arrabales y los pueblos cercanos a Barcelona para que Ramón viera el caos al que trotskistas y anarquistas estaban llevando el país. Fuera de las Ramblas y los centros neurálgicos de la ciudad, se había instalado una lamentable desolación, con calles interrumpidas por absurdas barricadas, fábricas paralizadas, edificios saqueados hasta los cimientos, iglesias y conventos convertidos en ruinas carbonizadas. África le contaba de los fusilamientos ejecutados por los anarquistas y de cómo crecía entre los obreros el temor a expresar sus opiniones. La clase media y muchos propietarios de industrias habían sido despojados de sus bienes, y el proyecto de crear una industria militar navegaba por un mar de voluntarismos sindicalistas. La escasez de productos se había adueñado de tiendas y mercados. La gente tenía entusiasmo, era cierto, pero también hambre, y en muchos lugares el pan solo podía ser adquirido tras largas colas y únicamente si se tenían los cupones distribuidos por anarquistas y sindicalistas, convertidos en dueños de una ciudad en la que el gobierno central y el local apenas eran referencias lejanas. Aunque los anarquistas aseguraban que haber entrado en una era de igualdad bastaba para mantener el apoyo de unas masas esclavizadas por siglos, África se preguntaba hasta cuándo duraría el entusiasmo, la fe en la victoria.
– Esta República es un burdel y hay que meterla en cintura.