Ahora, en un lapso de pocos meses, cuando volvía del olor a sangre y de los rugidos de un frente donde caían diariamente jóvenes como su hermano Pablo o su amigo Jaume, Ramón se encontraba una ciudad cansada, más aún, desencantada, asediada por las escaseces y ansiosa de regresar a una normalidad quebrada por la guerra y los sueños revolucionarios. Era como si la gente solo aspirara a llevar una vida común y corriente, a veces incluso al precio infame de la rendición. Pocos días antes, el devastador ataque de los franquistas sobre Málaga, donde la infantería y la marina rebeldes, con el apoyo de la aviación y las tropas italianas, habían masacrado a los que escapaban de la ciudad, había hecho mella en la fe de la gente. Si bien los carteles seguían colgando de los edificios, de las iglesias confiscadas y de los pocos transportes que recorrían Barcelona, ahora, en lugar de clamar por la unidad y la victoria, gritaban con furia por la eliminación de enemigos que poco antes eran considerados aliados, incluso hermanos. Mientras, la burguesía, hasta unas semanas atrás arrinconada, volvía a salir de sus cuevas: en los cafés de las Ramblas, todavía mal guarnecidos, otra vez se veían abrigos de piel entre los monos proletarios. En los bares supervivientes, en cambio, eran los milicianos anarquistas quienes, con toda su indolencia, bebían lo que encontraban, jugaban al dominó, fumaban unos canutos malolientes y retozaban con las prostitutas a las que, unas semanas antes, habían alentado a la reconversión proletaria. La efervescencia de los meses anteriores iba perdiendo su fulgor, como el de las letras desvaídas de los carteles que, en aquellos mismos bares, rotuladas por aquellos mismos hombres, todavía recordaban los Grandes Propósitos: «EL BAILE ES LA ANTESALA DEL PROSTÍBULO; LA TABERNA DEBILITA EL CARÁCTER; EL BAR DEGENERA EL ESPÍRITU: ¡CERRÉMOSLOS!».
Camino del confiscado palacio de su pariente el marqués de Villota, Ramón, consciente de que olía a monte y pólvora, sintió el orgullo de saberse fiel a sus propósitos y también la ansiedad por conocer cuál sería su nuevo destino. Las razones últimas del cambio atmosférico de Barcelona aún se le escapaban, pero desde ese instante tuvo la noción de que se imponían acciones concretas, draconianas si era preciso, para devolver la fe resquebrajada e implantar la disciplina que nunca había existido y exigía a gritos la agobiada República.
Mientras el tranvía ascendía hacia las alturas de la Bonanova, Ramón recordó las visitas que hiciera con sus padres a la casa del acaudalado y noble pariente, dueño de una admirable jauría de perros con los que Ramón pasaba las horas de los convites. La evocación le pareció remota, casi ajena, como si entre aquellos días leves del pasado y las horas cargadas del presente, hubieran navegado por su cuerpo muchos años, quizás varias vidas, y del niño Ramón apenas quedara un nombre, retazos de nostalgia y poco más. En la alta verja de la propiedad colgaba ahora el cartón que advertía de la ubicación de la sede de la Agrupación de Mujeres Antifascistas, presidida por Caridad. Aunque el edificio no podía esconder su esplendor, el jardín se había llenado de hierbajos, de autos destripados y de unos perros famélicos que Ramón prefirió no mirar. Sin que nadie lo detuviera, el joven atravesó el jardín y el recibidor del palacio, con el piso de mármol italiano manchado de fango y grasa y una gran foto de un Stalin iluminado y recio colgada del sitio privilegiado donde, lo recordaba perfectamente, los marqueses exhibían un oscuro bodegón de Zurbarán. Cuando le informaron que la camarada Caridad estaba en el patio trasero, Ramón, conocedor de los caminos de la casa, buscó la salida de la biblioteca y vio bajo un ciprés la pequeña mesa alrededor de la cual conversaban, sonrientes, Caridad y el sólido y rojizo Kotov.
Ramón había conocido al soviético a través de su madre, apenas éste había llegado a Barcelona con los primeros asesores de inteligencia y los enviados del Komintern. Antes de que Ramón partiera hacia Madrid y Caridad a Albacete, habían tenido varios encuentros con Kotov, y a Ramón lo había admirado la portentosa capacidad de análisis de aquel especialista en trabajos secretos, dueño de unos ojos transparentes y filosos, y de una leve cojera en el pie izquierdo, que a veces conseguía disimular. Más tarde, cuando la caída de Madrid parecía inminente, hasta el joven habían llegado los comentarios de los actos casi suicidas de aquel enviado de Moscú, quien, tras la senda de los primeros tanquistas soviéticos, varias veces se había colocado a la cabeza de milicianos e internacionalistas, violando la orden moscovita que prohibía a los asesores participar directamente en acciones de guerra. Sabía, además, que su madre sentía devoción por aquel hombre, capaz, según ella, de leer en una noche un libro de quinientas páginas, de recitar de memoria casi toda la poesía de Pushkin y de expresarse en ocho lenguas diferentes, incluido el cantones.
Como si lo hubiera visto esa mañana, Caridad le ofreció un asiento. Mientras, el efusivo Kotov le daba la bienvenida con un abrazo de oso y le ofrecía un trago de vodka que Ramón rechazó. El aire frío de marzo no parecía hacer mella en el soviético, apenas vestido con una camisa de lana cruda y un pañuelo de colorines atado al cuello; Caridad, en cambio, se cubría con unas mantas y tenía el rostro ajado.
– ¿Cómo dejaste las cosas en Madrid? -quiso saber Kotov, y él trató de explicarle lo que, desde una trinchera a treinta kilómetros de la ciudad, se podía saber o especular sobre la situación de la interminable batalla por la capital, aunque le expresó su convencimiento de que la ofensiva iniciada en Guadalajara terminaría como la del Jarama: sería una nueva victoria sobre los fascistas.
– Eso lo damos por descontado -afirmó Kotov, como si pudiera predecir el futuro, incluso el de aquella guerra impredecible, y tomó de la mesa uno de los cigarrillos de Caridad. Comenzó a fumar sin absorber el humo-. Pero ahora tenemos una batalla más compleja acá en Barcelona -agregó y, sin preámbulos, le trazó a Ramón un cuadro de las tensiones políticas en la capital catalana, donde el gobierno de la Generalitat al fin pretendía llegar a ser algo más que una asamblea de consejeros a la que nadie obedecía. Allí, en Barcelona, más que en Madrid, se podía decidir el rumbo de la guerra, aseguró.
Escuchando a Kotov, Ramón recordó la pregunta que Caridad le hiciera unos días antes y su insistencia en la idea de que podía haber otros frentes más importantes en aquella guerra. Según el asesor, el presidente Companys parecía dispuesto a disciplinar su territorio y había ordenado requisar las armas y desmantelar las patrullas de vigilancia anarquistas y sindicalistas que tenían el control efectivo de Barcelona. Para el Partido, la necesidad de neutralizar a las distintas facciones republicanas, o falsamente republicanas, había pasado a ser una tarea de primer orden y por ello debían apoyar el empeño de Companys. El problema radicaba en que la política de los comunistas se veía constantemente limitada por la hostilidad del gobierno conciliador del socialista Largo Caballero, quien seguía demostrando su desagrado por ellos y, lo que era peor, su incapacidad para dirigir la guerra. El panorama comenzó a aclararse para Ramón cuando Kotov le explicó que un grupo de militantes de plena confianza iba a trabajar por lo que se presentaba como una urgencia política: deshacerse de los lastres que afectaban a la disciplina y a la voluntad militar y catalizar los esfuerzos republicanos dedicados a la unificación de las fuerzas. Para alcanzar ese objetivo iban a utilizar todos los medios, desde la propaganda más agresiva hasta la posibilidad de generar una crisis tal que condujera a un cambio en el gobierno y permitiera sustituir a Largo Caballero por un dirigente capaz de conseguir la unidad de las fuerzas.
Ramón empezaba a entrever las dimensiones de la misión para la cual había sido convocado y escuchó las reflexiones de Kotov sobre la urgencia de iniciar la ofensiva con una limpieza en el ejército, donde debían deshacerse de algunos jefes incondicionales a Largo Caballero. El camarada Stalin en persona había sugerido que se hicieran purgas en los mandos y se designaran dirigentes más capaces: en el desastre de Málaga se habían portado como imbéciles, peor, como traidores y saboteadores. Por tanto, se imponía quitar del camino a oponentes recalcitrantes y, al mismo tiempo, conseguir una preeminencia de los comunistas dentro del bando republicano, tanto en el ejército como en las instituciones. Solo así se podría lograr la cohesión necesaria y empezar a soñar con la victoria.