– Muchacho, en esta guerra se deciden muchas cosas para el futuro del proletariado, para el mundo entero, y no podemos andarnos con paños tibios. Sabemos que Largo y sus putos socialistas están organizando una campaña mezquina contra los soviéticos, los comunistas y nuestros comisarios políticos. ¿O te parece casual que hablen cada vez con más frecuencia de que México ofrece una ayuda desinteresada a la República? Algunos hasta nos acusan de haber sacado hacia Moscú las reservas de oro español como pago por las armas, cuando todo el mundo sabe que, además de venderles a los españoles unas armas que nadie les vendería, les estamos protegiendo ese tesoro que podía haber caído en manos de los fascistas, lo que hubiera sido el fin de la República… Está muy claro: en el fondo hay una alianza entre socialistas y trotskistas para desacreditar a los soviéticos. Sospechamos incluso que el gobierno está tramando un pacto con los ingleses para sacarnos de en medio. Nosotros nos iríamos por donde mismo vinimos, lamentando la derrota de la República, pero ¿y vosotros? Vosotros seríais las cabezas de turco y lo pagaríais con sangre. Franco va a por todo, con Hitler y Mussolini empujándolo hasta el final…
Ramón, encolerizado por lo que iba escuchando, observó a Caridad, que encendió un cigarrillo, fumó un par de veces y lo lanzó lejos de ella.
– Estoy fatal. Tengo angina de pecho -comentó la mujer y se inclinó sobre la mesa-. Y el maldito tabaco… Creo que Kotov ha sido claro.
Ramón sentía que las ideas formaban un fárrago oscuro en su mente. La lista de complots, traiciones y mezquindades enumerados por Kotov le resultaba abrumadora y el proyecto de un frente amplio antifascista, en el cual había creído y por el que había luchado, parecía deshacerse bajo el peso de aquellos argumentos. Pero aún no conseguía ver su sitio en una guerra descentrada, en la cual los enemigos saltaban en cualquier esquina y no solo en el campo de batalla. El asesor se puso de pie y lo miró a los ojos, obligándolo a mantener la cabeza en alto.
– Para que me entiendas mejor: seguramente te enteraste de que hace un mes retiraron a varios asesores del primer grupo que llegó… Lo que seguramente no sabes es que ahora mismo están en Moscú, los han juzgado y a varios de ellos los van a fusilar… ¿Quieres que te diga quién es el próximo en la lista? -el asesor bajó la voz e hizo una pausa llena de dramatismo-. Acaba de llegar la orden de que mandemos de regreso a Antónov-Ovseienko, nuestro cónsul aquí en Barcelona… Antónov -la voz de Kotov cambió al repetir el nombre-, todo un símbolo, el bolchevique que en 1917 aseguró la toma del Palacio de Invierno… ¿Sabes lo que significa que lo saquen del juego a él y a otros viejos militantes? ¿Has leído las noticias de los procesos que acaban de celebrarse en Moscú? Pues todo eso significa que no podemos tener piedad con nadie, Ramón, ni siquiera con nosotros mismos si cometemos el menor fallo. La España republicana necesita un gobierno capaz de garantizar el éxito militar… Por eso tenemos que movernos con cautela y rapidez.
– ¿Qué se supone que tenemos que hacer? -Ramón temía no haber entendido con exactitud lo que se iba perfilando en su mente y se descubría asustado por las revelaciones escuchadas.
– El Partido tiene que hacerse con el poder real, incluso por la fuerza si es preciso -dijo Kotov-. Pero antes hay que limpiar la casa…
Ramón se atrevió a buscar la mirada verde vidriosa de Caridad, que periódicamente daba sorbos al líquido amarillento servido en una copa adornada con las armas del marqués de Villota.
– No mires más: es zumo de limón, para la angina… -dijo ella y agregó-: África está trabajando con nosotros, por si no lo sabías -y Ramón sintió un latigazo. Volvió a levantar la mirada hacia Kotov. Y dio un paso hacia África.
– ¿Qué debo hacer yo?
– Ya te enterarás en su momento… -Kotov sonrió y luego de dar un breve paseo, regresó a la silla-. Lo que debes saber ahora es que si trabajas con nosotros no volverás a ser el Ramón Mercader que fuiste. Y debo decirte también que si cometes una indiscreción, si flaqueas en cualquier misión, seremos muy despiadados. Y no tienes ni idea de cuan despiadados podemos ser… Si estás aquí y has oído todo esto es porque Caridad nos ha asegurado que eres un hombre capaz de guardar silencio.
– Podéis confiar en mí. Soy un comunista y un revolucionario y estoy dispuesto a hacer cualquier sacrificio por la causa.
– Me alegro -Kotov volvió a sonreír-. Pero debo recordarte algo más… No te estamos invitando a participar de un club social. Si decides entrar, nunca podrás salir. Y nunca significa nunca. ¿Está claro?, ¿de verdad estarías dispuesto a cumplir cualquier misión, hacer cualquier sacrificio, como dices, incluso cosas que otros hombres sin nuestras convicciones pueden considerar amorales y hasta criminales?
Ramón sintió que se hundía en un lodo absorbente. Era como si la sangre se le fugara del cuerpo y lo dejara sin calor. Pensó que a África le habrían hecho la misma interrogación y no le fue difícil adivinar cuál había sido la respuesta. Las ideas de la revolución, el socialismo, la gran utopía humana, por las cuales había luchado, le parecieron de pronto otras de esas consignas románticas clavadas en los carretones de carbón tirados por mulos: palabras. La verdad, toda la verdad, estaba encerrada en la pregunta hecha por aquel enviado de la única revolución victoriosa que, para sostener sus ideales, practicaba una necesaria falta de piedad, incluso con sus más queridos hijos, y exigía un eventual rechazo a cualquier atavismo. Su ascenso a aquel nivel estratosférico significaría convertirse en mucho más que un simple aficionado a la revolución y la retórica de sus lemas.
– Estoy dispuesto -dijo y, de inmediato, se sintió superior.
Mientras observaba el puerto, donde había anclados unos pocos barcos, Ramón sintió cómo los días del comienzo de la guerra se le hacían tan distantes que le parecieron flashazos de otra encarnación, vivida incluso con otro cuerpo, pero sobre todo, con otra mente.
Aquella tarde, después de ducharse, Ramón había conversado un rato con el pequeño Luis y con una joven de ojos tristes llamada Lena Imbert, con la que alguna vez se había ido a la cama y que ahora se había convertido en la asistente de Caridad. En lugar de tomar el Ford que le ofreció su madre, prefirió hacer la caminata hasta el paseo de Gracia. Necesitaba reubicar su mente en la nueva condición de su vida, pero, sobre todo, le urgía hablar con África y obtener de la mujer una reafirmación del panorama electrizante dibujado por Kotov. Frente al edificio de La Pedrera varios milicianos del Partido montaban guardia y las credenciales militares y políticas de Ramón no fueron suficientes para que le franquearan la entrada. Desde el mes de septiembre aquel engendro del delirio de Gaudí se había convertido en el cuartel general de la inteligencia soviética y de los dirigentes del Partido en Cataluña y era el edificio más protegido de la ciudad. Ramón consiguió que uno de los milicianos aceptara entregarle una nota a la camarada África y se sentó a esperar en uno de los bancos del paseo.
Un rato después, sintió la agresión del hambre y fue en busca de uno de los mesones del puerto que aún sobrevivía. Más tarde fue hasta la iglesia de la Merced y ubicó el edificio modestísimo donde vivía su padre, quien, según sabía, ahora se dedicaba al trabajo de contable, luego de la ruina de sus negocios. Cumplida la curiosidad, descubrió que no sentía deseos de ver al hombre, pues ni siquiera imaginaba de qué podía hablar con aquel señor burgués aferrado a su retrógrado catalanismo y demasiado blando para sus gustos. Dejó la calle Ample y buscó el nacimiento de las Ramblas, donde había fijado uno de los puntos de encuentro con África.