La noche se enfriaba, la ansiedad por ver a la muchacha lo atormentaba y Ramón se arropó en sus pensamientos. Lo que hasta unos meses antes había estado claro para él, se había convertido en una nebulosa oscura y llena de vericuetos. Del entusiasmo con que había ido a la cárcel, con el que se metió en la Barceloneta para alfabetizar a los hijos de los obreros, y de la furia con que se entregara después a la organización de unas abortadas Olimpiadas Populares, había pasado de inmediato a la lucha por defender a la República de la asonada militar. Entonces anarquistas, poumistas, socialistas y comunistas lucharon revueltos y juntos por impedir el triunfo del golpe. Su incorporación a las milicias y casi de inmediato a las filas del nuevo ejército republicano resultaron consecuencias hacia las que se deslizó de manera natural, con todo su entusiasmo y su fe, convencido de que su vida solo tenía sentido si era capaz de defender con un fusil las ideas en las que creía. Pero al cabo de medio año de guerra, y ante la evidencia de la mezquindad política de británicos, norteamericanos y sobre todo de los socialistas franceses, resultaba evidente que solo los soviéticos los sostendrían y que la República dependía de aquel apoyo.
La llegada de África lo sorprendió en aquellas cavilaciones. Como ya no esperaba verla, sintió una alegría multiplicada al escuchar la voz y respirar el perfume inalterablemente femenino de la joven. Ramón la besó con furia y la obligó a separarse de él para observarla mejor: no supo si cuatro meses de campaña militar, entre hedores, gritos, sangre y muerte influyeron en su percepción, pero ante sí vio un ángel en traje de combate, con el cabello cortado con un aire definitivamente militar.
África traía las llaves de un pequeño departamento de la Barceloneta y caminaron deprisa, buscando las travesías que acortaran el camino hacia la consumación del deseo. Subieron unas escaleras oscuras, donde el vaho de la humedad se había impregnado, pero al abrir la puerta Ramón encontró un pequeño cuarto, dominado por la cama matrimonial sobre la cual relucía una sábana olorosa a jabón. Con las ansias acumuladas y una agobiante sensación de necesidad, Ramón le hizo el amor con una plenitud y una furia incontenibles. Solo cuando se sintió saciado, mientras se reponía para un nuevo asalto, se atrevió a trabar la conversación que deseaba tanto como el cuerpo de la mujer a la que más amaría en su vida.
África le contó que su hija estaba bien, aunque desde hacía un par de semanas no tenía noticias de ella. Sabía que tras la cruenta toma de Málaga por los fascistas, sus padres habían conseguido irse a un pequeño pueblo de Las Alpujarras donde vivían unos parientes. Además, África había tenido tanto trabajo en la oficina de Pedro, el jefe local de los asesores del Komintern, que apenas le restaba tiempo para pensar en ella misma y ninguno para preocuparse por Lenina, a la que sus padres sabrían cuidar.
– Estoy trabajando con el grupo de propaganda -le comentó y le detalló la labor subterránea de opinión destinada a vencer la resistencia de los que aún se oponían a la presencia soviética en el país, empezando por Largo Caballero, que con toda zalamería aceptaba las armas pero a regañadientes escuchaba los consejos de los asesores. Cada vez más los socialistas, ante la evidencia del crecimiento geométrico del Partido y su ascendente prestigio en el frente, los tildaban de ser marionetas de los designios de Moscú y de querer hacerse con el control de la República. Peores eran los ataques de los trotskos del POUM, a los que se imponía desenmascarar en su verdadera esencia reaccionaria.
– A mí también me han pedido que trabaje para quitar de en medio a toda esa gente -le comentó Ramón, ya totalmente convencido de la necesidad de su nueva misión, y le contó de su entrevista con Kotov.
– ¿Sabes qué, Ramón? -dijo ella-. Lo que me has dicho te puede costar la vida.
– Tú también les dijiste que sí. Sé que puedo confiar en ti.
– Te equivocas. No puedes confiar en nadie…
– No te pongas paranoica, por favor.
África sonrió y negó con la cabeza.
– Camarada, la única forma de que todo lo que hacemos funcione es si lo hacemos en silencio. Métete eso en la cabeza, porque, si no, lo que te van a meter es un plomo. Y óyeme bien ahora, porque me la juego con lo que te voy a decir… Los soviéticos quieren ayudarnos a ganar la guerra, pero los que tenemos que ganarla somos nosotros, y si las cosas no cambian, no ganaremos nunca. Tú vas a formar parte de ese cambio. Por lo tanto, olvídate de que tienes alma, de que quieres a alguien y hasta de que yo existo.
– Eso último es imposible -dijo él y trató de sonreír.
– Pues es lo mejor que podrías hacer… Ramón, quizás está noche sea la última vez que nos veamos en mucho tiempo. En un par de días he de salir de Barcelona… -dijo mientras comenzaba a vestirse, y él la observó, sintiendo cómo sus deseos se congelaban-. Y no me preguntes, pues yo tampoco te he preguntado por qué ni hacia dónde. Yo soy un soldado y voy a donde me manden.
9
A lo largo de la primavera de 1977 viajé varias veces hasta la playa, y en cada ocasión, movido por la más inocente curiosidad, me senté un rato bajo los pinos procurando un nuevo encuentro, seguramente improbable, con el dueño de los galgos rusos a quien, el mismo día en que lo conocí, había bautizado como «el hombre que amaba a los perros».
Desde mi salida de Baracoa, dos años antes, y finalizada la cura alcohólica que me mantuvo radicalmente alejado de la bebida durante quince años -cuando empezó la crisis y sentí que podía volver a tomar un trago de ron o una cerveza y no despeñarme por la escalera de Jacob, pues allá abajo estábamos-, yo le había dado un giro importante a mi vida. Sin saber todavía a derechas lo que me proponía, y para sorpresa de mis amigos, no había aceptado la ubicación que me otorgaban en el equipo de los servicios informativos de una emisora nacional, premio al trabajo que se suponía había realizado en Baracoa, evaluado como excelente. Entonces había comenzado a rastrear en el sub-mundo de la esfera periodística y cultural, todavía atestado de ángeles caídos que antes habían sido celebrados y polémicos escritores, periodistas, promotores, todos defenestrados, quizás de por vida, y por las razones o sinrazones más disímiles. Aquella búsqueda terminó por conducirme hasta la modestísima plaza de corrector en la revistaVeterinaria Cubana, pues su ocupante había muerto unas semanas antes, al parecer por propia mano. Aquel trabajo parecía lo suficientemente oscuro, anónimo, alejado de las pasiones y ambiciones posibles, y me garantizaba las dos cosas que yo necesitaba en aquel momento: un salario para vivir, paz y rutina para tratar de recomponer mi espíritu. En su momento, pensaba, ya intentaría un regreso a la escritura que, en aquel momento, todavía creía posible.
En realidad, no tenía demasiado claro el modo en que cumpliría la pretensión de volver a escribir, pues estábamos en pleno año 1975 y nada en el horizonte indicaba que algo pudiera cambiar en las concepciones de una política y una literatura que, bajo el peso muerto de las más rígidas ortodoxias, sólo producía y promovía obras como la que yo había escrito cuatro años antes: sinflictivas -así se las calificó después- y complacientes, sin el asomo de una tensión social o humana que no estuviese permeada por los influjos de la propaganda oficial. Y si de algo estaba seguro era de que esa escritura ya no tenía nada que ver con la persona que yo podría llegar a ser. El problema radicaba en que no tenía la más puta idea de cuál podía ser la literatura que debía y, sobre todo, que tal vez podía escribir, y mucho, mucho menos, cuál y cómo la persona que yo quería ser.