Por la época en que hacía aquellos viajes a la playa, con los que -después lo sabría- estaba tentando mi destino, ya había empezado mi relación con Raquelita, la estomatóloga recién graduada que, ese mismo año, se convertiría en mi mujer. Nos habíamos conocido precisamente en la playa, durante el verano anterior, y por esa razón desde el principio estuvo al tanto de mi afición a participar en los partidos de squash que se jugaban en las canchas de Santa María, El Mégano y Guanabo, en especial los que se podían pactar entre noviembre y abril, cuando los baños en el mar dejan de ser atractivos para los cubanos, y solo los más fanáticos solíamos hacer la travesía desde La Habana hasta las playas para disfrutar de unos juegos tranquilos y de buen nivel.
De ese modo, cada tarde que debía ir a la imprenta a entregar originales o galeradas, en lugar de regresar a la redacción de la revista pasaba por la casa de mi madrina, donde solía guardar mi raqueta, y abordaba La Estrella, la mítica ruta de bamboleantes autobuses Leyland, que viajaba entre la ciudad y las playas, hasta rendir viaje en el balneario de Guanabo.
Fue dos semanas después de nuestro primer encuentro y al cabo de tres o cuatro excursiones a la playa cuando, ya en abril, volví a toparme con el extranjero de los galgos. La puesta en escena resultó muy similar a la del primer contacto: los perros corrían por la arena y, a la distancia, su dueño los seguía, con las correas en la mano y aquel andar definitivamente torpe, quizás ebrio, pensé esa vez. Aquel día el hombre vestía un pantalón blanco, de tela ligera, y una camisa a cuadros, como decowboy. Yo, al contrario de la primera vez, me mantuve sentado, con la novela que leía en las manos -había empezado Corre, Conejo, ese libro que Updike nunca superó-. Luego de silbarles a los perros, que apenas se fijaron en mí, sonreí al hombre y lo saludé con un gesto de cabeza, a lo que él correspondió levantando la mano derecha, todavía cubierta con una banda de tela. Unos minutos después, para completar el reparto, hizo su aparición el negro alto y flaco, otra vez apostado entre las casuarinas.
Cuando el hombre se detuvo, yo me puse de pie y me acerqué unos pasos, como si se tratara de un cruce totalmente casual.
– ¿Cómo está usted? -le pregunté, indeciso de qué rumbo tomar en la posible conversación.
– He tenido tiempos mejores -dijo el hombre y sonrió con cierta amargura.
Como no le sentí aliento etílico, estuve a punto de preguntarle si estaba enfermo, pues su forma de caminar develaba algún problema con el equilibrio. Me fijé en ese momento en que el color cetrino de su piel se había acentuado, y pensé que quizás se debiera a algún padecimiento, tal vez hepático, circulatorio o respiratorio, pero me abstuve de preguntar y me fui por un rumbo seguro.
– ¿Y qué edad tienen los perros?
– Acaban de cumplir diez años. Se están haciendo viejos, los galgos no viven mucho.
– ¿Y cómo resisten el verano aquí en Cuba?
– En la casa tenemos aire acondicionado… -comenzó, pero se detuvo, pues sin duda sabía que en Cuba casi nadie podía acceder a ese lujo-. Pero se han acostumbrado bien. Sobre todo Ix, la hembra. A Dax últimamente le ha cambiado un poco el carácter.
– ¿Se ha puesto agresivo? A veces a los borzois les pasa eso…
– Sí, a veces… -dijo el hombre y yo tuve la certeza de que me había excedido: solo un especialista, o alguien por alguna razón interesado en esa raza, podía conocer aquellos detalles del comportamiento de los galgos rusos. Opté entonces por revelar una parte de la verdad.
– Desde que los vi el otro día -señalé hacia los animales-, me impresionaron tanto que busqué literatura sobre ellos. Es que me encantan sus perros.
El hombre sonrió, menos tenso, obviamente orgulloso.
– Hace unos meses me los pidieron para una película. Cuenta la historia de una familia rica que no quiso irse de Cuba después de la revolución, y al director le pareció queIx y Dax eran ideales para esas gentes… Yo tuve que llevarlos cada vez que aparecían, y la verdad es que fue muy divertido asistir al rodaje, viendo cómo se monta una mentira que después puede parecerse a la verdad. Tengo muchos deseos de ver cómo quedó todo…
La conversación se extendió un buen rato, siempre con el negro alto y flaco observándonos desde las casuarinas: hablamos de cine y de libros, de la temperatura amable de la primavera en la isla, de mi trabajo y del linaje aristocrático de los borzois, de los que, según el hombre, ya había noticias en una crónica francesa del siglo XI, donde se dice que cuando Anna Yaroslavna, hija del Gran Duque de Kiev, llegó a París para casarse con Enrique I, venía acompañada por tres borzois.
– Los rusos cuentan con mucho orgullo que los borzois son los perros de los zares y los poetas, porque Iván el Terrible, Pedro el Grande, Nicolás II, Pushkin y Turguéniev tuvieron de estos galgos. Pero el mayor criador de borzois fue el Gran Duque Nicolás, llegó a tener varias perreras… Después de la Revolución, los borzois casi desaparecieron, y ahora son los perros de la nomenclatura, como dicen ellos -hizo un gesto señalando hacia las alturas-. Un soviético común y corriente no puede alimentar a estos animales, aunque, la verdad, comen muy poco para su tamaño. El verdadero problema es que necesitan mucho espacio… Si no hacen ejercicio se sienten fatal.
Aquella tarde por fin el hombre satisfizo una de las interrogantes que me perseguían: me contó que era español, pero que había vivido muchos años en Moscú, desde que terminó la guerra civil, española, por supuesto, en la cual había peleado en el bando republicano, también por supuesto. Hacía tres años que vivía en Cuba, sobre todo porque su esposa, mexicana, no se había acostumbrado nunca a la Unión Soviética: el frío y el carácter de los rusos la volvían loca (más loca de lo que está, dijo textualmente).
Cuando nos despedimos, yo sabía también que el hombre se llamaba Jaime López y que se alegraba de haberme visto otra vez. Como en la ocasión anterior, lo vi alejarse, acompañado por el negro alto y flaco. Entonces, empujado por la curiosidad, esperé un par de minutos y salí hacia la carretera. A lo lejos observé al hombre, el negro y los perros, mientras atravesaban la explanada desierta del parqueo y se acercaban a un carro Volga, blanco, tipo pick-up, por cuya puerta trasera subieronIx y Dax. El auto, conducido por el negro, salió a la carretera y se alejó en dirección a La Habana.
A lo largo del mes de abril y durante las primeras semanas de mayo, López -como pedía el hombre que lo llamara- y yo tuvimos varios encuentros en la playa, casi siempre breves. Por más que lo pienso, en verdad todavía no me explico mi persistente interés en aquel personaje, que casi no hablaba de sí mismo y tampoco parecía demasiado interesado en mí ni en el ambiente del país donde ahora vivía, a pesar de que, según me contó, su madre había nacido en La Habana, cuando todavía la isla era colonia española. No obstante, cuando el asunto de los perros y su remota relación familiar con Cuba se agolaban -y en cada encuentro se agotaban con mayor rapidez-, las conversaciones podían rozar temas que me proporcionaban alguna información sobre el reservado «hombre que amaba a los perros».
Uno de los primeros datos que me reveló López fue que en su trabajo le habían asignado un chofer (el sigiloso negro alto y flaco que aparecía y se esfumaba entre las casuarinas) no porque fuera tan importante como para necesitarlo, sino porque padecía unos frecuentes mareos con los que había provocado dos accidentes de tránsito, por suerte menores. Desde hacía unos meses, me dijo, le estaban haciendo unos análisis médicos, siempre más complicados; si bien habían determinado que no padecía ninguna afección neurológica ni auditiva que pudiera ocasionar aquellos vértigos, lo cierto era que cada vez lo asediaban con mayor insistencia e intensidad. También llegué a saber que tenía dos hijos: un varón, más o menos de mi edad, que soñaba estudiar para capitán de barcos mercantes, y una hembra, siete años más joven, y que era la luz de sus ojos, dijo, con su propensión a las frases hechas. Por temporadas también vivía con ellos otro casi hijo, sobrino de su esposa, que había quedado huérfano cuando era muy niño.