En una ocasión en que le pregunté qué trabajo hacía en Cuba para tener carro nuevo y la posibilidad de un chofer, Jaime López apenas me dijo que era asesor de un Ministerio y cambió de inmediato de tema. Y cuando quise saber dónde vivía, eludió la respuesta diciendo «del otro lado del río», una dirección imprecisa que no hubiera dado ningún habanero, pues el infecto río Almendares hacía años que no era referencia de nada ni para nadie.
Al despuntar mayo y subir las temperaturas, la playa empezó a recibir más visitantes y resultó evidente que los paseos de López y sus perros tenían que buscar otro escenario. Para entonces yo había perdido casi todo mi interés por aquel español impenetrable, hijo de una madre cubana de la que no me contaba nada («No me gusta hablar de ella», dijo, diría que textualmente), que había peleado en una guerra de la cual no hablaba («Me duele acordarme de ella», ídem), vivido en un Moscú del que no tenía opinión, y trabajaba y residía en Cuba, en lugares imprecisos marcados por un río en otro tiempo célebre y en la actualidad preterido. Por eso, cuando el hombre que amaba a los perros desapareció, no lo extrañé, y si no hubiera sido por los dos borzois de los que me acordaba con cierta frecuencia, la imagen de Jaime López tal vez se hubiera desvanecido para siempre de mi memoria, como el río Almendares y tantos otros personajes y sitios entrañables que fueron desapareciendo de la enflaquecida memoria de los habaneros.
Aquel verano de 1977 fue el de mi intempestiva boda con Raquelita y, semanas después, el de la lamentable revelación de la homosexualidad de mi hermano William.
Mi decisión de casarme con Raquelita sorprendió a mis amigos, sobre todo cuando supieron que no había un embarazo por medio. Simplemente me arrolló una necesidad visceral de compañía, un deseo de fortificar más mi refugio personal, y ella aceptó la propuesta porque -lo sabría unos años más tarde, cuando decidió dejarme y además humillarme- estar casada facilitaba mucho la gestión de un pariente suyo, muy bien ubicado (la nomenclatura), que con ciertos artilugios se encargaría de eximirla del -para los demás graduados tan inapelable e ideológicamente fortificante- servicio social. La boda se celebró de una manera muy poco convencional, pues trajimos al notario a la casa de los padres de Raquelita, en Altahabana, y a pesar de que había sido mi amigo Dany quien me presentara a mi inminente esposa, por razones de antigüedad escogí como testigo al negro Frank, recién llegado (él sí) de su servicio social como médico en Moa, la ciudad minera, la otra Siberia cubana. La fiesta que siguió se organizó en la nueva onda pobre-proletaria que se había establecido, con las cervezas que por una cuota fija vendían a los recién casados y los aportes comestibles y bebestibles de los amigos de ambos. Disfrutada de la consabida luna de miel en un hotel de La Habana, nos fuimos a vivir en mi casa, en Víbora Park. Aunque compartíamos el espacio con mis padres y mi hermano William, mi mujer y yo gozábamos de la privacidad de una habitación con baño propio a la que, para evitar seguros roces con mi madre, agregaría poco después una pequeña cocina, tomando una parte de la terraza techada.
El mundo sosegado que yo trataba de construir sufrió una sacudida brutal apenas unas semanas después de la boda. La verdad es que la homosexualidad de William, siete años menor que yo, siempre había sido, para mí y para mis padres, una realidad que lo mismo combatíamos que nos negábamos a ver y, por supuesto, algo de lo que nunca se hablaba en la casa. Desde niño William arrastraba un afeminamiento retraído que pareció sumergirse, tal vez desaparecer, cuando entró en la escuela secundaria. Mis padres lo habían llevado a un psicólogo y se consolaron pensando que, tras dos años de consultas, éste había logrado el milagro de «curar» al muchacho con una tanda de hormonas inyectadas que habían provocado el efecto colateral de hacerle crecer el rabo hasta unas dimensiones caballunas. Aunque en los últimos años mi relación con William se había hecho lejana, a veces hasta ríspida, todo el tiempo sospeché que su homosexualidad estaba solo latente, y algún día bostezaría. Pero nunca imaginé que el despertar se convertiría en una verdadera pesadilla que terminaría por envolvernos a todos.
Por lo mucho que su carácter y su destino tienen que ver con esta historia, se impone que haga un pequeño comentario sobre mis padres. En realidad fueron dos personas tan normales que daba pena: eran trabajadores, se llevaban bien, solo aspiraban a que William y yo tuviésemos una buena vida y estudios universitarios a los que ellos no habían conseguido acceder. Él era masón y ella, católica, y nunca ocultaron aquellas filiaciones en una época en la que casi todo el mundo prefería disimular y hasta renunciar a esas y otras veleidades pequeño-burguesas, propias de un pasado en vías de superación socialista. Desde que tengo uso de razón, recuerdo que, tanto a mí como a William, mis padres trataron de inculcarnos las convicciones de que la verdad siempre se debe enfrentar, de que solo el trabajo hace crecer al hombre y de que, por encima de todas las coyunturas, el comportamiento decente de un individuo siempre tenía las mismas características (no matarás, no robarás, no traicionarás, etc.), y, más aún, que contra esos tres valores (verdad, trabajo y decencia) ninguna fuerza del mundo podía imponerse. Como se ve, mis padres eran unos crédulos redomados. Por supuesto, en aquellos tiempos yo no formulaba ni entendía de este modo preciso aquel compendio de ética elemental masónico-cristiana ni pensaba así de mis padres. De lo que estoy seguro es de que aquella postura ante la vida inoculó sus influjos en mi conciencia y en la de mi hermano, y que haber sido educados bajo aquellos preceptos no resultó demasiado saludable en una época donde tal vez lo mejor habría sido aprender desde la cuna la práctica de las artes de los dobleces y los ocultamientos como forma de ascenso o, al menos, como estrategia de supervivencia.
William era un tipo brillante. Ese verano había terminado su primer año en la Escuela de Medicina con unas notas tan elevadas como inusuales para ese período, el más arduo de la carrera. Pero recién comenzado el segundo curso, en septiembre, mi hermano y su profesor de anatomía, con el que mantenía relaciones íntimas desde el año anterior, fueron acusados de ser homosexuales por otro profesor, en una reunión del núcleo del Partido en el cual militaban ambos maestros. Como era la usanza, se formó una comisión disciplinaria compuesta con «todos los factores»: Partido, Juventud Comunista, Sindicato, Federación de Estudiantes y, a pesar de la falta de pruebas o siquiera de sospechas de que hubieran practicado en la Escuela sus aberraciones, como fueron calificadas, se les sometió a entrevistas en las que el profesor negó enfáticamente cualquier desliz homosexual. Pero William, después de rechazar durante semanas y con toda su vehemencia aquella acusación, echó mano a un coraje que yo le desconocía y se rebeló contra un ocultamiento agotador y represivo, y dijo que sí, él era homosexual, desde los trece años ejercía como tal, activa y pasivamente, aunque se negó a confesar con quiénes había realizado tales actividades pues ése era un asunto privado y a nadie más que a él le incumbía. Aunque no fue posible relacionar las inclinaciones sexuales de los encausados con su actitud como profesor y como estudiante, a pesar de que los resultados laborales y docentes de cada uno resultaran notables, la sentencia estaba dictada de antemano y la comisión de factores aplicó sus medidas: el profesor sería expulsado indefinidamente del Partido y del sistema nacional de enseñanza, mientras William era separado dos años de la universidad, pero definitivamente de los estudios de medicina.