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Más que el dictamen universitario, fue la vergüenza que agredía de manera frontal los preceptos morales de Antonio y Sara, mis padres, lo que los impulsó a completar la condena sobre el muchacho y a cometer el que se convertiría en el más lamentado error de sus vidas: botaron de la casa a William, a pesar de mis protestas (siempre había sentido lástima por mi hermano), insuficientes para hacerlos entrar en razón. La familia hasta entonces unida comenzó a desintegrarse y la desgracia final del clan empezó a gestarse en el horizonte.

Sé que la historia de la caída de William -como muchos de mis propios tropezones- puede parecer hoy hasta exagerada, pero lo cierto es que durante muchos años fue común a muchísima gente. En ese momento, movido por un sentimiento de compasión y empujado por una Raquelita horrorizada ante aquellas manifestaciones de homofobia y crueldad familiar, yo salí a buscar a William por toda La Habana hasta que logré encontrarlo… en la casa del ex profesor. Lentamente, con toda mi cautela y paciencia, traté de construir una relación diferente con mi hermano y poco después llegaría a sustituir mi primitivo sentimiento de lástima por una justificada admiración, debida al modo en que él estaba enfrentando su condena: luchando. (Todo lo contrario a lo que yo hubiera hecho, a lo que yo había hecho.) William había admitido la expulsión por dos años de la Escuela de Medicina, pero reclamaba su derecho a seguir sus estudios universitarios, pues ningún reglamento ni ley se lo impedía. Mientras, mis relaciones con mis padres se deterioraron, y aunque seguí viviendo con ellos, dejé que un muro de tensión y resentimiento se levantara en medio de la casa de Víbora Park.

Fue a finales de octubre, en medio de aquella crisis familiar, al tiempo que las playas volvían a despoblarse ante la cercanía del siempre tímido otoño-invierno del Caribe, cuando me reencontré con el hombre que amaba a los perros. Ocurrió en el mismo sitio de siempre, a la hora en que comenzaba a caer la tarde, y con la sucesión habitual de presencias, incluida la del negro alto y flaco. Aquel día yo había ido a jugar a squash, iba acompañado por Raquelita y no pensaba siquiera en la posibilidad de verlo, aunque reconozco que me alegró descubrir su presencia -más aún la de sus galgos- en la playa casi desierta. Lo primero que me sorprendió al verlos fue la evidencia de que el hombre había perdido varios kilos de peso, mientras su respiración se había vuelto sonora y el color de su piel, definitivamente enfermizo. Pero comprendí que algo andaba mal en aquel hombre cuando me di cuenta de que, siete meses después de nuestro primer contacto, su mano derecha seguía vendada, como si cubriera una úlcera incurable.

Luego de presentarle a mi mujer -dije «compañera», sonaba más moderno y adecuado- y de preguntarle por los perros-Dax estaba sufriendo unas crisis de ira, cada vez más frecuentes, y un veterinario le había aconsejado a López pensar incluso en el sacrificio, algo que él había descartado de inmediato-, le conté detalles de nuestra boda y le hablé de un libro que me habían dado para revisar sobre los peligros de degeneración genética en cinco razas de perros de muy diferentes orígenes y, casualmente, una de las razas estudiadas era el borzoi. Finalmente me atreví a preguntarle por sus mareos. López me miró unos segundos y, por primera vez desde que nos conocíamos, sugirió que nos sentáramos en la arena.

– Los médicos siguen sin saber, pero cada vez estoy más jodido. Ya casi ni puedo pasear a mis perros por la playa, que es una de las cosas que más me gustan en la vida. Entro y salgo de una clínica, me sacan sangre de todas partes, me registran por dentro y por fuera y nunca encuentran ni hostias.

– Entonces es que no tiene nada. Nada grave, por lo menos -dijo Raquelita con su lógica científica.

El la miró y tuve la impresión de que lo hacía como si descubriera a un diminuto insecto parlante. Casi sonrió cuando le dijo:

– Sé que me estoy muriendo. No sé de qué, pero algo me está matando.

– No hable así -le dije.

– Hay que coger el toro por los cuernos -dijo López y sonrió, mirando hacia el mar. Con gestos mecánicos buscó un cigarro en el bolsillo de la camisa, que ahora parecía quedarle grande. Con gentileza alargó la cajetilla hacia Raquelita, pero ella la rechazó, con un gesto un poco brusco.

– Pues, para empezar, no debería fumar -intervino Raquelita.

– ¿A estas alturas? ¿Sabéis qué es lo único que me alivia los mareos? El café. Bebo litros de café… y fumo.

Mientras la tarde breve de octubre daba paso a la oscuridad, anticipada en aquella etapa del año, el hombre que amaba a los perros, con una locuacidad inusual, nos confesó que le gustaba tanto el mar porque había nacido en Barcelona, frente al Mediterráneo: el mar, su olor, su color, habían llegado a convertirse en sus obsesiones. Si no estuviera tan jodido y si tuviese el dinero necesario, terminó, haría lo imposible por volver a España, a Barcelona, porque desde que había muerto el hijo de puta de Franco, casi todos los exiliados habían podido regresar. Aunque no entendí con exactitud si López podía o no podía volver a España, si el problema era de salud, de dinero o de otra índole, me apenó su desolación y su sensación de que se acercaba su muerte, lejos de su lugar de origen.

El hombre encendió otro cigarro y, observando a Raquelita con una mezcla de sorna e ironía, dijo:

– Pasado mañana salgo para París… Allá van a hacerme unas pruebas de los pulmones.

La reacción de Raquelita fue inmediata, más aún, incontenible.

– ¿A París? -le preguntó a él y me miró a mí.

En aquella época -y todavía en ésta, para la mayoría de nosotros-París quedaba en otro mundo: era un universo al que se podía viajar a través de los libros, de las películas de Truffaut, Godard y Resnais, y últimamente, sobre todo, gracias a Cortázar yRayuela. Pero que alguien de carne y hueso hablara ante nosotros de irse a París -al París de verdad- sonaba tan extraño y misterioso como el salto de Alicia a través del espejo.

– ¿Va a estar mucho tiempo? -quiso saber mi mujer, todavía impresionada.

– Depende. No más de dos semanas. En esta época París es horrible: eso de la belleza del otoño en París es puro cuento. Además, no me gusta París.

– ¿Que no le gusta? -esta vez fui yo el que preguntó.

– No, no me gusta París ni me gustan los franceses -dijo, y aplastó el cigarro en la arena, hundiéndolo casi con fuerza-. Vaya, ya es de noche -exclamó entonces el hombre, como si solo en ese instante recuperara la noción del tiempo y del lugar en que estaba-. ¿Me ayudas? -y extendió su brazo hacia arriba.

Me levanté y tendí mi mano derecha. López se aferró con la suya, todavía vendada, y me di cuenta de que por primera vez tenía contacto físico con aquel individuo. López se levantó, pero al soltarse de mi mano sus pies trastabillaron, como si el suelo se le hubiese movido, y yo me abalancé para sujetarlo por los brazos. En ese instante escuché los gruñidos amenazadores de los galgos y me mantuve inmóvil, pero sin soltar a López. Él comprendió lo que ocurría y les habló a los perros en catalán.

– Quiets, quiets!

Como salido de las sombras, sin que yo lo advirtiera, el negro alto y flaco se hizo presente junto a nosotros.

– Yo lo ayudo -dijo el negro y lentamente solté al hombre.

– Gracias, muchacho -susurró López y agregó, mirando a Raquelita-: Adiós, joven, y felicidades -y casi sonrió. Apoyándose en su chofer se alejó trabajosamente por la arena en busca del sendero asfaltado que corría entre las casuarinas de la playa.

– Qué hombre más extraño, Iván -me dijo entonces Raquelita.