– ¿Qué tiene de extraño? ¿Que es extranjero y está enfermo? ¿Que dice que París es una mierda?
– No. Es que tiene algo oscuro que me da miedo -comentó ella y yo no pude evitar una sonrisa. ¿Algo oscuro?
10
Sabía que tramaban alguna cosa, y por eso decidió hacerse el dormido: desde la cama rígida donde trataba de mitigar los dolores del ataque de lumbalgia y entre la niebla de su miopía, distinguió a Seriozha que, con pasos sigilosos, entraba en las estancias del Kremlin convertidas en el apartamento de la familia desde que el gobierno se trasladara a Moscú. El muchacho cargaba en sus brazos lo que parecía ser una caja de sardinas, con las tablillas blanqueadas con agua de cal. Una tira de tela roja -Seriozha le confesaría que había cortado una bandera, uno de los pocos artículos asequibles en aquellos tiempos- pretendía armar un lazo para darle al envoltorio el aspecto de regalo. Desde la cama también pudo entrever, asomados a la puerta, los rostros cómplices de Natalia, Liova, Nina y Zina, mientras el pequeño Seriozha avanzaba hacia él.
Aquel día, Liev Davídovich cumplía los cuarenta y cinco años y la Revolución de Octubre el séptimo aniversario. Su mujer y sus hijos habían decidido hacerle el mejor regalo que tenían a su alcance, el obsequio que, bien lo sabían, más podría satisfacerlo. Por eso, cuando el homenajeado al fin se incorporó, rodeado por la familia, pudo adivinar lo que contenía aquella inquieta caja de sardinas: cuando consiguió soltar el lazo, levantó la tapa y exageró su asombro al ver la pelota de pelo blanco y rojizo que alzó la cabeza hacia él.
Desde ese día de 1924,Maya se había ganado su corazón hasta convertirse en su perra favorita. Y cuando en la primavera negra de 1933 colocó su cuerpo en la fosa abierta junto al muro del cementerio de Büyük Ada, no pudo dejar de recordar los momentos de alegría que le había regalado aquel animal que se había convertido en parte de su familia y que ahora perdía, como ya había ocurrido con parte de.aquella familia.
Durante diez días habían luchado para salvarle la vida. De la capital hicieron venir a dos veterinarios, que coincidieron en sus diagnósticos: el animal había contraído una infección incurable debida a una bacteria pulmonar. A pesar de todo, Liev Davídovich trató de combatir la enfermedad con los remedios que los viejos judíos de Yanovska aplicaban a sus perros y los que los pastores de Büyük Ada solían recetar a los suyos. PeroMaya se apagó, y con ello añadió otro motivo de dolor a la malsana tristeza en que vivía el desterrado. Por eso, aunque esos días él sufría otro de sus ataques de lumbalgia, insistió en llevar en brazos el cuerpo de su querida borzoi hasta donde sería enterrada. Con temor a que, una vez fuera de Büyük Ada, los nuevos moradores de la villa profanaran su tumba, había conseguido el beneplácito de los aldeanos para enterrarla junto al muro del cementerio. Kharálambos se encargó de abrir el hoyo, y el nuevo secretario, Jean van Heijenoort, preparó una pequeña lápida de madera. Al depositarla en la fosa, Liev Davídovich sintió que se desprendía de una parte buena de su vida. Cumpliendo con su estilo para las despedidas, lanzó un puñado de tierra sobre el manto persa que le servía de sudario al cadáver y dio media vuelta, para refugiarse en la soledad ahora más patente y opresiva de la casa de Büyük Ada.
Desde que recibiera las noticias de la muerte de Zina y del triunfo de Hitler, Liev Davídovich había sentido cómo el suelo se resquebrajaba bajo sus pies y había tratado de concentrar sus expectativas en el resultado de las negociaciones retomadas por sus amigos franceses, encabezados por su traductor Maurice Parijanine y por el clan Molinier, quienes volvían a mover los hilos con la esperanza de que el nuevo gobierno radical de Édouard Daladier le concediera asilo.
Aunque Liev Davídovich ya esperaba el ascenso nacionalsocialista en Alemania y sabía de las presiones que amordazaban a los comunistas locales, había insistido en advertirles que todavía quedaba una última opción, y no podían desaprovecharla. La coalición que había llevado a Hitler al poder era demasiado heterogénea, y la izquierda y el centro tendrían que explotar esa debilidad antes de que el líder fascista consolidara sus posiciones. Pero los días habían pasado sin que los comunistas lanzaran siquiera un quejido, como si su destino no estuviese en juego. Nunca olvidaría que la noticia de que el Reichstag alemán había ardido, la noche del 27 de febrero, le había llegado mientras escribía una de aquellas misivas a los obreros alemanes. Las informaciones, incompletas y contradictorias, rezumaban al menos una certeza alarmante: Hitler había anunciado el estado de excepción y el cumplimiento de su promesa de extirpar de raíz el bolchevismo, en Alemania y en el mundo…
Los mensajes de Liova, cargados de incertidumbre ante el rumbo de los acontecimientos, pronto trajeron noticias que afectaban directamente al exiliado de Büyük Ada. La prohibición delBoletín y, casi de inmediato, la incautación de sus obras de bibliotecas y librerías, y la quema pública de cajas completas de la recién editada Historia de la Revolución rusa, era una clara señal de que la inquisición fascista los ponía a él y a su grupo entre sus prioridades. Decidió entonces que no era momento de correr riesgos y había ordenado a Liova que abandonara Berlín sin dilación.
La indignación de Liev Davídovich explotó cuando supo que el ejecutivo de la Internacional comunista había emitido una desvergonzada declaración de apoyo al Partido alemán, cuya estrategia política calificaba de impecable, mientras repetía que la victoria de los nazis era solo una coyuntura transitoria, de la cual las fuerzas progresistas saldrían victoriosas. Lo más preocupante era que no solo los domesticados alemanes, sino también el resto de los partidos afiliados al Komintern habían acatado en silencio aquel documento revelador de un suicidio político de consecuencias predecibles. ¿Cómo podían someterse los comunistas a tan burda manipulación? ¿No quedaba en esos partidos una gota de responsabilidad que los pusiera en guardia ante una tragedia que amenazaba su supervivencia y la paz en Europa? Si no aceptaban, cuando menos, la inminencia del peligro, escribió, al borde de la ira, había que admitir que el estalinismo había degradado de modo tan irremediable al movimiento comunista que tratar de reformarlo era una misión imposible. Una de las más lacerantes dudas políticas de Liev Davídovich había caído en ese instante: se imponía lanzarlo todo al fuego. Con el dolor que produce renunciar a un hijo que se ha ido descarriando hasta convertirse en un ser irreconocible, decidió que había llegado el momento de romper con aquella Internacional y, quizás, el de crear una nueva que se opusiera al fascismo con hechos concretos y no solo con consignas manipuladoras que ocultaban segundas y macabras intenciones.
Solo una semana después de la muerte deMaya vino a sacarlo del pantano de la depresión la esperada noticia de que el gobierno de Daladier le concedía el asilo. Aunque de inmediato supo cuan limitada era la hospitalidad que le ofrecían, no dudó en aceptar: según el visado expedido, se le autorizaba a residir en uno de los departamentos del sur, con la condición de no visitar siquiera París, y de someterse al control del Ministerio del Interior. Más que un refugiado, volvería a ser un prisionero, solo que ahora estaría en uno de los pasillos centrales y no en una celda de confinamiento. Y desde allí pensaba actuar.
La mañana en que la comitiva de secretarias, guardaespaldas, pescadores y policías bajaba hacia el muelle donde ya esperaban los equipajes, Natalia y Liev Davídovich permanecieron unos minutos frente a la que había sido su casa. Querían decirle adiós a Prínkipo, donde él había terminado su autobiografía y escrito laHistoria de la revolución; donde había dejado de ser soviético y llorado la muerte de una hija; y donde, en medio del mayor desamparo, había decidido que su lucha no había terminado y que otros empeños lo necesitaban vivo, para hostigar al más despiadado poder que concibiera enfrentar un hombre solo, sin recursos, cada vez más cargado de años. El bueno de Kharálambos, que los observaba en silencio desde el sendero, debió de preguntarse si sería cierto que aquel hombre solitario alguna vez había sido un líder explosivo, capaz de conducir multitudes hacia una revolución. Nadie lo diría, seguramente concluyó, mientras lo veía cerrar la verja del jardín e inclinarse a recoger unas flores silvestres en el terreno donde cuatro años atrás había prohibido sembrar un rosal. Cuando se acercaron a él, Kharálambos les sonrió, con una abultada humedad en los ojos, y aceptó las flores que le tendió el deportado. Sin decir palabra, Liev Davídovich alzó la vista hacia los pinos tras los que se ocultaban los muros blancos del camposanto de las islas de los príncipes desterrados.