Una semana antes, Liev Davídovich había visto cómo le arrebataban las últimas piedras que aún le permitían ubicarse en el turbio mapa político de su país. Después escribiría que aquella mañana había despertado aterido y agobiado por un mal presentimiento. Convencido de que los temblores que lo recorrían no eran solo obra del frío, había tratado de controlar los espasmos y conseguido ubicar en la penumbra la desvencijada silla convertida en mesa de noche. Tanteó hasta recuperar las gafas, pero los temblores lo hicieron fallar dos veces en el intento de colocar las patillas metálicas tras las orejas. En la luz lechosa del amanecer invernal, al fin había logrado entrever en la pared del cuarto el almanaque adornado con la imagen de unos pétreos jóvenes del Komsomol Leninista que unos días atrás le habían hecho llegar desde Moscú, sin que pudiera saber quién lo enviaba, pues el sobre y la posible carta del remitente habían desaparecido, como toda su correspondencia de los últimos meses. Solo en ese momento, mientras la evidencia numerada del calendario y la pared áspera de la que pendía terminaban de devolverle a su realidad, él tuvo la certeza de que había despertado con aquel desasosiego debido a que había perdido la noción de dónde estaba y cuándo despertaba. Por eso había sentido un alivio palpable al saber que era 20 de enero de 1929 y estaba en Alma Ata, echado en un camastro chirriante, y que a su lado dormía su esposa, Natalia Sedova.
Tratando de no mover el jergón, al fin se incorporó. De inmediato sintió en sus rodillas la presión del hocico deMaya: su perra le daba los buenos días, y él había acariciado sus orejas, en las que encontró calor y un reconfortante sentido de realidad. Cubierto con el capote de piel cruda y una bufanda al cuello, había vaciado su vejiga en el orinal y pasó a la estancia que hacía las veces de comedor y cocina, ya iluminada por dos lámparas de gas y caldeada por la estufa sobre la que descansaba el samovar preparado por su carcelero personal. Para los amaneceres él siempre había preferido el café, pero ya se había resignado a conformarse con lo que le asignaban los misérrimos burócratas de Alma Ata y sus vigilantes de la policía secreta. Sentado a la mesa, muy cerca de la estufa, empezó a beber en un tazón chino unos sorbos de aquel té fuerte, demasiado verde para su gusto, mientras acariciaba la cabeza de Maya, sin imaginar aún que muy pronto iba a tener la más artera ratificación de que su vida y hasta su muerte habían dejado de pertenecerle.
Hacía exactamente un año que lo habían confinado en Alma Ata, en los confines de la Rusia asiática, más cerca de la frontera china que de la última estación de cualquier ferrocarril ruso. En realidad, desde que él, su mujer y su hijo Liova habían bajado del camión cubierto de nieve en el que habían recorrido el tramo final del camino hacia una deportación escogida con alevosía, Liev Davídovich había comenzado a esperar la muerte. Estaba convencido de que si por milagro sobrevivía al paludismo y la disentería, la orden de eliminarlo iba a llegar tarde o temprano («Si muere tan lejos, cuando la gente lo sepa ya estará bien enterrado», pensaron sin duda sus enemigos). Pero, en tanto ocurría lo que esperaban, sus adversarios habían decidido aprovechar el tiempo y se dedicaron a liquidarlo de la historia y de la memoria, que también habían pasado a ser propiedad del Partido: la edición de sus libros, justo cuando alcanzaba el tomo vigésimo primero, había sido suspendida, a la vez que se realizaba una operación de recogida de ejemplares en librerías y bibliotecas; al mismo tiempo, su nombre, calumniado primero y disminuido después, empezó a ser borrado de recuentos históricos, homenajes, artículos periodísticos, incluso de fotografías, hasta hacerlo sentir cómo se iba convirtiendo en nada absoluta, hoyo sin fondo en la memoria. Por eso Liev Davídovich pensaba que si hasta entonces algo le había salvado la vida, era el temor al sismo que esa decisión podría provocar, si es que algo todavía era capaz de alterar la conciencia de un país deformado por miedos, consignas y mentiras. Pero un año de silencio obligatorio, acumulando golpes bajos sin posibilidad de réplica, viendo cómo se desarticulaban los restos de la Oposición que había liderado, lo convencería de que su desaparición se iba convirtiendo, cada día más, en una necesidad para el macabro deslizamiento hacia la satrapía en que había derivado la Gran Revolución proletaria.
Aquel año de 1928 había sido, ni siquiera lo dudaba, el peor de su vida, aun cuando hubiera vivido otros muchos tiempos terribles, en las cárceles zaristas o vagando sin dinero y muy pocas esperanzas por media Europa. Pero en cada circunstancia descorazonadora lo había sostenido la convicción de que todos los sacrificios eran necesarios cuando se aspiraba al bien mayor de la Revolución. ¿Por qué debía luchar ahora, si ya la Revolución llevaba diez años en el poder? La respuesta se le iba haciendo cada día más clara: para sacarla del abismo pervertidor de una reacción empeñada en asesinar los mejores ideales de la civilización humana. Pero ¿cómo? Ésa seguía siendo la gran pregunta, y las respuestas posibles se le cruzaban, en un fárrago de contradicciones capaces de paralizarlo en medio de su extraña lucha de comunista marginado contra otros comunistas que se habían apropiado de la Revolución.
Con informaciones censuradas y hasta falseadas, había seguido la mezquina puesta en marcha de un proceso de desestabilización ideológica, de confusión de posiciones políticas hasta poco antes definidas, mediante el cual Stalin y sus secuaces lo despojaban de sus palabras e ideas, por el malévolo procedimiento de apropiarse de los mismos programas por los que él había sido hostigado hasta ser expulsado del Partido.
En aquel instante de sus cavilaciones escuchó cómo la puerta de la casa se abría con un alarido de maderas congeladas y vio entrar al soldado Dreitser, arrastrando una nube de aire frío. El nuevo jefe del grupo de vigilancia de la GPU solía mostrar su pedazo de poder penetrando en la casa sin dignarse tocar a una puerta a la cual habían despojado de la dignidad de los pestillos. Cubierto con gorro orejero y capote de piel, el policía había empezado a sacudirse la nieve sin atreverse a mirarlo, pues sabía que era portador de una orden que solo un hombre, en todo el territorio de la Unión Soviética, era capaz de idear y, más aún, de hacer cumplir.
Tres semanas atrás, el soldado Dreitser había llegado como una especie de heraldo negro del Kremlin, cargado de nuevas restricciones y con el ultimátum de que si Trotski no suspendía del todo su campaña oposicionista entre las colonias de deportados, sería completamente aislado de la vida política. ¿Qué campaña, si desde hacía meses no podía enviar ni recibir correspondencia?; ¿y con qué nuevo aislamiento lo amenazaban que no fuera el de la muerte? Para hacer más patente su control, el agente había decretado la prohibición de que Liev Davídovich y su hijo Liev Sedov salieran de caza, a sabiendas de que con aquellas nevadas era imposible cazar. Aun así, incautó escopetas y cartuchos para mostrar su voluntad y poder.